viernes, 15 de marzo de 2024

Humor fallero

No me caen bien los falleros. Y mira que me gustan las Fallas. Llegan estos días y ni me planteo el irme. La Ofrenda y las mascletaes oscilan en mi percepción entre lo óptimo y lo sublime. Y el ambiente en las calles. La música. Las luces. Y nuestra Ronda Fallera, cuando madrugamos y recorremos corriendo los principales monumentos, que es muy divertida, aunque he de decir que, al final, nunca recuerdo cuál era cuál. No me terminan de entrar por los ojos. No se me quedan. No suelo entenderlas. Y siempre me pregunto por qué hay premios de “Ingenio y gracia”. Porque no son graciosas. De hecho, humor fallero es uno de los oxímoron por excelencia (y su máxima expresión, el caballo camina palante, el caballo camina patrás). Y ésa es una de las razones por las que no me caen bien los falleros. Se creen graciosos y no lo son en absoluto. Y no por ello dejan de intentarlo. Supongo que pasa con la mayoría de las agrupaciones. El ser humano, en cuanto se colectiviza, se desvirtúa (joder, qué frase me acaba de salir. Colectiviza. Desvirtúa. La leche). Y estos días oscilo entre la emoción y las ganas de hacer jabón. Un péndulo. Sin término medio.

Salí a correr. Como iba solo pude hacer mi ruta puerto, Nazaret, La Punta, huerta, barrio de la Fuente de San Luis, Ronda, Jamonero y a casa. Había bastante ambiente fallero. Era el día de la recogida de los ninots infantiles. Como esta ruta es muy solitaria (uno de sus encantos) me sentía aislado de los días que son. Hasta que llegué a la Ronda. Me crucé con dos fallas que venían con su ninot en andas. Me vinieron de cara las dos. Una llevaba charanga. La otra, no. Las dos iban ocupando la acera. Me abrí a la calzada. Las dos consideraron que jalear y vitorear a uno que pasa corriendo por su lado como si estuviese a punto de batir un récord del mundo era gracioso. E inevitable, me temo. Debe ser uno de los puntos del "Reglamento de Ingenio y gracia fallero". Lo ejecutaron con entusiasmo. Y con el resultado habitual. Saludé con la mano e hice una mueca en forma de sonrisa. Y me puse a calcular cuánto jabón podría sacar de todos estos mendrugos.

viernes, 8 de marzo de 2024

Magdalenas, Mamas y Papas

Me llama un compañero de trabajo y me enseña lo siguiente:


Y ya estamos con el poder evocador de los sentidos.

La vuelta del viaje final de COU a París la hicimos pasando (y parando) por Andorra. No fue casualidad aquella parada. Para muchos de mis compañeros era fundamental pues allí ciertos pantalones vaqueros eran más baratos. Mientras unos buscaban pantalones yo me dediqué a comprar regalos para mis padres y hermanos. Y cuando hube terminado, pensé que faltaba el mío. Entré en una tienda de discos y allí lo vi: uno doble de grandes éxitos de The Mamas and the Papas.


No recuerdo qué regalé a los demás. Sí sé que mi regalo fue buenísimo. Colosal, vamos. La de veces que lo habré escuchado. Y aquí está. Conmigo. Por siempre.

(En la contraportada hay un texto un tanto largo con una frase que me gustaría reseñar: Una vez, hace mucho tiempo, en 1966, cuando el mundo parecía mucho más simple (¿recuerdas aquella época?)...).

Tengo pendiente escribir una entrada sobre versiones de canciones de los Beatles que, en mi opinión, que es la buena, superan al original. Y dos tengo en esa lista de The Mamas and The Papas: “I call your name” y “Twist and shout” (ésta última no es exactamente de los Beatles, pero, ¿quién recuerda la original?).

Ya lo escribí en una entrada anterior, pero lo vuelvo a repetir. El verano no termina con el equinoccio de otoño. El verano termina el segundo domingo de septiembre. El día de la Virgen de Gracia. Y la canción del final del verano es, sin duda, y mi hermano está también de acuerdo, “Twelve thirty (Young girls are coming to the canyon)”.

Y ya que estoy, mi canción favorita suya (por la melodía, por esos sobretonos locos alrededor de sus temas y porque es una barbaridad) es “I saw her again”.

Me gustan las magdalenas. Sobre todo cuando son como ésta.

viernes, 1 de marzo de 2024

En excedencia

Llegué pronto. Me apetecía darme un paseo, despidiéndome de los sitios. Me fui después hacia la piscina. Lo vi secándose. Salí. Le esperé fuera. El día anterior estaba nervioso. No sabía cómo decirlo. Cómo iba a reaccionar Javi, su entrenador. -No creo que le sorprenda- le dije. -Y él está cansado de decir adiós. ¿Cuántos se lo han dejado desde que estás aquí? Me hizo un gesto de ya, pero eso no cambia nada. Salió. - ¿Qué tal? -Mal. Que le daba mucha pena. Que no cierre la puerta. Que siempre la tendré abierta. Pensaba que no iba a ser un día triste pero sí, lo estaba siendo. Empezamos a hablar. Le comenté el regusto que tenía tan amargo del anterior club, en donde pasó diez años. Me contestó que a él le pasaba lo mismo. Después comenzamos a recordar competiciones. Viajes. Días pasados. Días vividos. La gente que ha conocido. Los amigos que ha hecho. Y allí no había amargura. Ni siquiera tristeza. Todo aquello era real. Era vida. Estaba allí. Había ocurrido. Al llegar a casa me refugié en las entradas escritas sobre su vida nadadora (algunas veces este cuaderno puede ser útil). Pensaba que estaba preparado para este día, pero, a lo mejor, no lo estaba tanto. Me volví a emocionar. Y pensé que lo malo no podía ser más fuerte que lo bueno. No lo pensé realmente. Lo sentí. Lo supe. Y no, no siento tristeza. Han sido un regalo en mi vida todos estos años de piscinas. De horas de espera. De acompañarte. De llevarte y traerte. Ha sido un regalo cada vez que te tiraste al agua. En cada una de tus pruebas. En cada una de tus postas en los relevos. Lo que me has hecho disfrutar. Lo que me has hecho vivir. Lo que me has hecho emocionarme. Sufrir. Sentir. Lo orgulloso que he estado tantas y tantas y tantas veces. Lo que he aprendido contigo. Gracias a ti. No puedo estar triste porque se haya cerrado esta puerta. No puedo consentir que ninguna mancha emborrone lo que he vivido. Porque he sido tan feliz. Me has hecho tan feliz. Ha sido un regalo tan hermoso en mi vida que…gracias, hijo mío. Gracias. Gracias.

sábado, 24 de febrero de 2024

Varios

Volver a ver “Hannah y sus hermanas”, de Woody Allen, más de treinta años después y, a pesar de lo que pudo removernos, comprobar que el temor de descubrir que ya no era lo mismo era absurdo, que no ha perdido nada, que hay versos que siguen siendo conmovedores, canciones que nos siguen haciendo sonreír de felicidad. Y también, gracias a Ana, encontrarme no con la crónica que me hubiera gustado escribir sino con la que me hubiera gustado ser capaz de escribir. Y suscribirla, sin gafas de pasta, sin pipa y sin beber bourbon, casi palabra por palabra. Porque, qué película.

Volver a ponerme un dorsal dos meses y medio después del maratón. Plantarme en la salida habiendo hecho kilómetros, sí, pero con muy pocos de calidad, con la incertidumbre de cómo estaría y, sobre todo, con el miedo a que el ciático se manifestase y mira, un diez mil a cuatro quince y disfrutando. Sin miedo. Sin molestias. Sin dolor. Y terminando poderoso. Y con ganas de más. Empieza la temporada.

Ir a trabajar el pasado miércoles y que, en la radio, sin solución de continuidad, sonaran Joni Mitchell, los Crosby, Stills, Nash & Young, los Beatles y Neil Diamond. No voy a decir que fuera un gran miércoles, pero sí que me sentí invulnerable.

El otro día mi hijo me dijo que tenía intención de abandonar la natación. Como le escuche una vez a un gran prócer de la humanidad (Fernando Torres), cuando uno dice adiós es porque ya hace mucho que se fue. Y en este caso ha sido así. No me ha sorprendido. Para hacer deporte hay que tener ilusión. Con ilusión no existe el sacrificio. Sin ilusión…Sus prioridades son otras. Se cierra una etapa. Y pensaba que me iba a entristecer cuando esta puerta se cerrase, pero no ha sido así. Será porque llevo año y medio preparándome. Será porque la salida del anterior club, el de toda la vida, fue amarga y que los años pasados allí, especialmente los que estuve en la Junta (si tonto es el que hace tonterías, yo soy rematadamente tonto por muchas razones, y el aceptar entrar en la Junta del club destaca especialmente entre ellas) aún pesan y no me permiten disfrutar de todo lo que viví llevándolo y trayéndolo y en cada una de las competiciones. Con el tiempo supongo que lo bueno borrará a lo malo. O eso espero. Pero ahora no estoy triste porque se aleje de la piscina. Siento quizá más pena porque ya no tendré que ir a Benimamet. En este último año y medio iba allí a recogerlo. Y he pasado muchos ratos esperando. Y he paseado. He leído en la puerta del velódromo. En el “jardí del xalet de Panach”. He estado dentro del velódromo viendo entrenar a equipos ciclistas. He paseado por su cementerio, mirando las fotos y leyendo epitafios. He visto su árbol de Navidad hecho de ganchillo. No es la pedanía más bonita del mundo, pero al final la cogí cariño. Y también siento algo de pena porque me gustaban mucho nuestras conversaciones cuando volvíamos. Aunque esto espero que no lo perdamos nunca.

sábado, 17 de febrero de 2024

De porqué amo (y perdonaré) a Giovanni Guareschi

Dentro del mundo laboral, los que se dedican al humo y a la nada son más cada vez. Y estarían bien si no molestasen a nadie. Pero, como todos los personajes innecesarios, tienen tendencia a darse importancia. Y consideran que su humo y su nada es imprescindible. Y así, me vi en una sala en una formación sobre autoconocimiento con más de diez personas tratando de responder a la pregunta -¿Cuál consideras que es tu mayor virtud y cuál tu mayor defecto (perdón, ahora se dice fortaleza y oportunidad de mejora) y en qué medida consideras que aportas a tu grupo de trabajo?

Era de los últimos en tener que responder. La leche. Y ahora, ¿qué digo? Cuando vi la solemnidad y la fatuidad que usaban los otros asistentes (algunos muy felices. El poder embriagador del humo y de la nada) decidí no complicarme la vida y tiré por el camino corto. Mi principal virtud (fortaleza) creo que es que soy muy emocional. Mi principal defecto (u oportunidad de mejora) creo que es que soy muy emocional. Y lo que aporto al grupo, creo, es que tengo voluntad de humanizarlo, siempre y cuando mis filias superen a mis fobias, claro. Si no, que le den.

En la estantería de la casa familiar de la capital del Secarral están “Don Camilo” y “La vuelta de don Camilo”, de Giovanni Guareschi. Son dos libros de relatos. En el primero, los protagonistas son don Camilo, el cura, y Pepón (Peppone), el alcalde comunista. Su relación. Sus trifulcas. Su amistad. El tono es humorístico. Irónico. Y está conseguido. Me lo pasé muy bien cuando me lo leí. Y es un libro que, de alguna manera, me sigue acompañando. Cuando estoy por allí, no es raro que lo abra y me lea alguna de las historias. Quizá no hayan envejecido bien, pero me siguen divirtiendo. Y además, desde que se lo dejamos a Gabi y nos lo devolvió no sin antes haberle derramado encima un frasco de colonia, pues es una lectura perfumada.

“La vuelta de Don Camilo” tiene otro tono. Don Camilo y Pepón pierden protagonismo. Y aparecen los relatos de la Tierra Baja. El humor y la ironía siguen. Pero aparece también la ternura. Y de qué manera. Hay cuentos preciosos. Muchos. La mayoría. Y tengo que decir que, por Navidad, lo que el “Cuento de Navidad” de Dickens es para otros, yo tengo “Conseja de Santa Lucía”, de este libro. Y nunca falla. Siempre me emociona. Y me temo que nunca dejará de hacerlo.

Recientemente me encontré con otro libro de Guareschi titulado “Vida en familia”. También de relatos. Guareschi convirtió en personajes a su mujer, a sus dos hijos, a su asistenta y a sí mismo y se dedicó a publicar historias sobre ellos en el periódico, historias que después recopiló en varios tomos. Me hizo mucha ilusión encontrar este libro porque eso suponía reencontrarme con Guareschi, después de tantos años. Y abrí el libro con avidez, pensando en el humor, en la ironía y en la ternura que me esperaban.

No he llegado ni a la mitad.

No es gracioso. No es tierno. Ha perdido toda la frescura. Se ha creído un personaje. Se ha empezado a tomar en serio.

Y vuelvo ahora al segundo párrafo, a lo de emocional y emocional.

Me enorgullece el tener cierta sensibilidad que me permite emocionarme y disfrutar con tantas cosas.

Lo malo es cuando esa sensibilidad se te vuelve en contra.

Porque lo normal es que, si un libro no te gusta, lo cierras, lo mandas a hacer puñetas, y pasas al siguiente.

Pero yo ahora tengo un disgusto de mil demonios.

Porque me siento incluso traicionado.

Guareschi era de mis intocables. Y ahora tiene un borrón. Por supuesto que se lo voy a perdonar y que esto no va a cambiar lo que, sobre todo “La vuelta de Don Camilo”, es para mí.

Pero tiene un borrón.

Y mandar un libro suyo a hacer puñetas no veas lo que me duele.

domingo, 11 de febrero de 2024

Matrícula

Pues pensaba escribir sobre la primera vez que corrí la San Silvestre Vallecana. 2006. Todos con aquella camiseta dorsal amarilla fosforescente (aún la tengo), en cuyo pecho se leía el eslogan de aquel año (¿Sufres más cuando corres o cuando no sales a correr?). Yo estaba desbordado. Aquella era una carrera mítica. Nunca había visto un ambiente parecido. Y yo allí, en el primer cajón, siendo de los mejores, sintiéndome de los mejores. Nervioso. Orgulloso. Dieron la salida. Y justo después del disparo, empezó a sonar de manera atronadora “Back in black” de AC/DC. Una canción, en mi opinión, infinita, ilimitada, que nunca terminaré de abarcar (me pasa igual, de ellos, con “Shoot to thrill”). Y aquellos primeros acordes completaron y multiplicaron todo lo que estaba sintiendo en aquel momento. Y no hay vez que no escuche esta canción que no me lleve a aquel momento.

También pensaba escribir sobre una serie llamada “Aquellos maravillosos años”. Creo recordar que la emitían los lunes en televisión. Allí estábamos los seis, mis padres y los cuatro hermanos, sentados delante, viendo, viviendo cada episodio. La sintonía de Joe Cocker y su versión de “With a little help from my friends”. Los avatares de Kevin Arnold, de sus padres, de sus hermanos, de Paul, su amigo. Y de Winnie Cooper. Todos estábamos enamorados de Winnie Cooper. Kevin también. Y deseábamos con toda el alma que estuvieran juntos. Y cuando llegó ese día, cuando la cámara se quedó fija y ellos se fueron alejando cogidos de la mano, mientras de fondo Tami Terrell y Marvin Gaye cantaban “You’re all i need to get by” (canción señera dentro de la categoría “canciones maravillosas”) todos nos sentimos felices. Y emocionados. Y no hay vez que escuche esta canción que no me lleve a aquel momento.

También tenía idea de escribir sobre relatos, sobre Herman Melville, sobre John Steinbeck, sobre Joseph Roth, sobre con cuántas páginas un relato pasa a convertirse en novela, cuando mi hijo nos envió un mensaje.

Y en ese mensaje nos informaba de que habían salido las actas de las asignaturas del segundo cuatrimestre y, en una de ellas, “Matemáticas III”, tenía matrícula de honor.

Matrícula de honor.

En la jungla que supone segundo en la Escuela, tú has sacado una matrícula de honor.

A mí ya no me quedan palabras.

Y esto, evidentemente, lo eclipsa todo.

domingo, 4 de febrero de 2024

Carencias

Mis mayores carencias a la hora de escribir se muestran cuando quiero hablar sobre algo que me haya gustado mucho. Cuando quiero justificar esa emoción. Explicarla. Siento que siempre me quedo corto, plano, que no logro argumentarlo, que no paso de un entusiasmo poco menos que infantil.

No es la primera vez que trato este tema. Recuerdo cuando escribí sobre “Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury. Y ahora, cuando me apetece escribir sobre John Dos Passos, pienso en cómo podría hacerlo, y no veo la manera.

Cuando se habla de la Generación Perdida, en primera línea suelen aparecer Francis Scott Fitgerald y Ernest Hemingway (y también William Faulkner, aunque éste supongo que por ser coetáneo únicamente. Nunca mantuvo mucha relación con los anteriores) y, en un segundo plano, John Steinbeck y John Dos Passos. Me acabo de terminar “Años inolvidables”, de este último, un libro de memorias que llega hasta sus treinta y tantos años, en plena Segunda República española. Me ha gustado. Y, sobre todo, me ha renovado la devoción que siento por este escritor. Y las ganas de reivindicarlo, aunque sea de manera modesta. Porque Hemingway no fue el único que estuvo conduciendo ambulancias en Italia durante la Primera Guerra Mundial (aunque, todo hay que decirlo, “Adiós a las armas” me pareció mucho mejor que “La iniciación de un hombre”). Y porque, si alguna vez alguien me preguntara de qué me siento orgulloso, respondería, entre otras cosas (tampoco tantas) que de haberme leído “Manhattan Transfer” y la Trilogía USA (“El paralelo cuarenta y dos”, “1919” y “El gran dinero”). Y porque…y aquí es donde viene mi frustración. En querer explicar porqué este hombre me parece tan bueno y quedarme tan sólo en el entusiasmo, en enumerar el vínculo que tengo con él y en sentir que soy muy pobre con las palabras a la hora de argumentar a favor y justificar porqué.

Vi mucho cine hasta mis treinta y largos años. Desde entonces me consideré un cinéfilo en excedencia. Hasta ahora. Porque he vuelto. Cada fin de semana vemos una o dos películas. El criterio es el mismo que con los libros: no se trata de buscar sino de encontrar. Me da igual de la época que sea. Llevo demasiado retraso. Vemos las opciones disponibles (hay mucha oferta ahora) y, normalmente, es la película la que nos elige a nosotros

Este viernes pasado vimos “Big fish”, de Tim Burton.

Creo que era la segunda película que veía de él. La primera fue “Ed Wood”. En el cine, además. Con Sanfélix y más gente que no recuerdo.

Y aquí viene el entusiasmo.

“Big fish” me pareció un peliculón.

La historia. Cómo está contada. Los personajes. Las escenas.

Y el final.

El final es tan bonito.

Pero tan bonito.

No sé en qué momento esta película dejó de ser ficción para convertirse en una emoción.

También pienso en que esta película ha llegado a mi vida en el momento justo. No deja de ser una historia de un padre y un hijo. Y ahora mismo estoy muy sensibilizado con este tipo de historias.

(Al hilo de esto, y por poner un ejemplo, abro un paréntesis. Otra de las películas que hemos visto recientemente es “Quiz show”. También me gustó mucho: la trama, la recreación y, sobre todo, los diálogos. Brillantes. Muy inteligentes. Pues de toda la película, me quedo con una escena que fue la que me perforó, la que me desnudó el alma: a la salida de la declaración, cuando el protagonista responde a la prensa. La decepción y la tristeza del padre al enterarse de que su hijo va a ser expulsado como profesor de la universidad de Columbia por todo el escándalo…no se me va de la cabeza. Y cierro paréntesis).

Y también siento que soy incapaz de transmitir, de contar lo que “Big fish” me hizo sentir.

Siempre he pensado que las pasiones tal vez se puedan compartir  pero que jamás se pueden explicar.

Pero tal vez sí que se pueda.

Sólo soy yo, que no sé.

Y esto me frustra.

sábado, 27 de enero de 2024

Tú vales, chaval: supersticiones

Mi hijo, la temporada pasada y ésta, suele entrenar en Benimamet. Allí lo hace un grupo universitario de nadadores, al cual pertenece. Cuando salgo de trabajar, paso por allí, lo recojo y vamos para casa. Las rutas posibles de vuelta son muchas: pista de Ademuz, Ronda Norte, V-30. Y ya dentro de Valencia, río, tránsitos, grandes vías. Al principio variábamos el itinerario. Luego ya cogimos la rutina de Ronda Norte, Clariano, Cardenal Benlloch, Eduardo Boscá, Alameda y se convirtió en fija.

En la primavera del año pasado comenzaron las obras del carril bici en Cardenal Benlloch y Eduardo Boscá. Y aquello se convirtió en una trampa. Sólo un carril. Los que entran y salen de los garajes. De las bocacalles. Los semáforos. Entrar, entrabas. Salir, pues yo que sé. Alguna vez.

-Me parece que vamos a cambiar de itinerario. Esto es insoportable.
-No.
-¿Por qué?
-Porque desde que venimos por aquí no he suspendido ningún examen.

Y es verdad. Recuperó el único parcial que le quedó en el primer cuatrimestre del año pasado. Se sacó por parciales el segundo del curso pasado y, éste, ya se quitado el primer cuatrimestre y limpio (el que piense que escribo esta entrada para presumir de hijo, está en lo cierto). Es supersticioso, sí. Pero practica el ora et labora de manera estajanovista. Y estoy convencido de que tus resultados vienen por tu capacidad y por tu esfuerzo. Lo consigues porque eres alguien admirable. Extraordinario. Pero... no quiero sobre mi conciencia cualquier revés. Así que, por mucho que proteste, no cambiaremos el camino. Y no sólo por el placer de sentirme un pequeño dios (ayúdate y te ayudaré). Cumpliré mi parte. Y tú sigue cumpliendo la tuya. Es un tramo infernal. Pero tiene su porqué.

domingo, 21 de enero de 2024

Lacrimosa

Allí ya sólo quedábamos los más cercanos. Mi madre. Sus hijos. Sus nietos. La ceremonia fue emotiva. La chica que la dirigió lo habría hecho cientos de veces, pero era tan buena que no nos dio nunca esa sensación. Y nos conmovió. Yo había llegado el primero y me preguntaron qué música queríamos que sonase en la ceremonia y algún texto que le identificase para leerlo en la misma. Elegí el primer movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven y el “Lacrimosa” del Requiem de Mozart. Luego pensé en muchas otras que sabía que también le entusiasmaban, aunque no me arrepiento de las que elegí. Le encantaban. Y le gustaba dirigirlas, sintiéndose Von Karajan. Respecto al texto, les pedí cualquiera de “Don Quijote”. Era el libro que más citaba. Curiosamente nunca lo había leído entero. Pero lo ojeaba a menudo. Y siempre encontraba algo. Y disfrutaba comentándolo con nosotros.

Al final de la ceremonia, la chica que la dirigía nos dijo –pensad en un recuerdo que tengáis hermoso con él. Os dejo en silencio, para que lo disfrutéis.

Y yo recordé, recordé su silencio, recordé sus ánimos sin reproches, recordé su orgullo y recordé su alegría cuando le llamé y le dije –lo conseguí. Porque era a él y sólo a él a quien tenía que hacer esa primera llamada. Porque fue en él y sólo en él en quien primero pensé cuando lo supe. Y allí, en aquel banco, cerré los ojos. Y me sentí feliz como nunca recordando el haber logrado que se sintiera orgulloso de mí. Me sentí feliz como nunca al recordar la paz que sentí en aquel momento. Y después de aquellos dos días, pude por fin llorar.

sábado, 13 de enero de 2024

Inconfesables

Creo que le debo una entrada a “Xanadu”.

Me refiero a la canción de la ELO que cantaba Olivia Newton John.

Esta semana la he escuchado dos veces en las radios que suenan por la planta y he sentido que sonaban como un reproche.

Porque esta canción me emociona.

O, por decirlo de una manera más melosa, está hecha del material que se cuela por mis poros y me desarma.

Y no es de ahora.

Cuando salió, allá por el año ochenta, aún vivía en Madrid. Recuerdo, al volver del colegio, con mis catorce años, subiendo solo por la avenida del Mediterráneo, al pasar por delante de un taller mecánico, escuchar que en la radio que tenían dentro estaba sonando esta canción. Me quedé en la puerta. Paralizado. Estático. Extático.

La ELO es uno de mis grupos favoritos. No lo suelo decir muy alto por los complejos tontos que tenemos los listos, pero, ya que estoy, pues sí, me gusta el almíbar de sus canciones y su orquestación tan recargada. Cuando fui a comprarme mi primer LP, un momento histórico en la vida de cualquier persona de mi generación, dudé entre uno de grandes éxitos de Simon y Garfunkel y el “Discovery” de la ELO. Ganaron los americanos. Tenían más nombre en el mundo de los listos, al que yo aspiraba. No me arrepiento de la elección. Me sigue gustando más el disco de Simon y Garfunkel. Y aún no sabía que el gran disco de la ELO, un disco redondo de principio a fin, es “Eldorado”.

“Xanadu” era la banda sonora de una película del mismo nombre, que nunca vi. La película no parece haber pasado a la historia.

La canción, sí. Sigue sonando. Me sigo encontrando con ella.

Y sigue recordándome un momento que fue único.

Fuimos a Madrid. Quedamos a cenar con Virginia, Jose, FM y Toñín. Virginia madrugaba al día siguiente y ella y Jose se retiraron pronto. Ana propuso ir a Morocco. Mario Vaquerizo sentado en la puerta de entrada. Yo estaba a gusto. Muy a gusto. No sólo la compañía. La música que sonaba. Dinarama. Raphael. Cada canción era una magdalena de Proust. “La bambola”. “Corazón contento”. Ana dijo que estaba cansada. La acompañé a que cogiera un taxi y me volví. No podía irme. Sonó “Un mundo nuevo” de Karina. Esta canción es un himno. Y entonces, “Xanadu”. Cerré los ojos y no dejé que nada pudiese distraer ese momento. Cuando acabó la canción, me acerqué al que estaba pinchando, le tendí la mano y le dije –gracias por haberme hecho pasar la mejor noche de mi vida.

Y entonces pensé que ya podía irme a casa.

Y cada vez que escucho “Xanadu”, cada vez que se cruza por mi vida, me sonríe y me dice –yo he estado contigo en la cima de la felicidad. De hecho, te llevé de la mano. ¿No me vas a escribir nada? ¿Tanto reparo te da reconocérmelo?

Sí.

Pero ya no.

Ya no. 

martes, 2 de enero de 2024

Recompensas

Tenemos mi hija y yo una lista conjunta de canciones (el resto no opina) que solemos poner durante los viajes que hacemos en coche. Ayer fue uno de esos días. En un momento dado, sonó la versión de “Amor de mis amores” de Natalia Lafourcade. Yo ya estaba haciendo el amago de ponerme a cantar (algo que tengo restringido. Textualmente –si se te oye más a ti que al cantante…no) cuando mi hija recordó una entrada que escribí en el pasado con esta canción como parte de la misma. –Era muy bonita. Mira que lloré leyéndola.

Se puso a buscarla. -¿De cuándo era? Como recordaba dónde tuvieron lugar las escenas, le contesté –será de la segunda mitad de 2014. No, era de principio de 2015. La encontró. Ella venía en el asiento de atrás. Y mezclada con la canción, escuché cómo esa entrada aún le seguía conmoviendo.

Y yo, en aquel momento, me sentí el mejor escritor del mundo.

miércoles, 27 de diciembre de 2023

Libros libres

Mi idea de crear mi propia biblioteca, con cuantos más volúmenes, mejor, fue deshaciéndose con el tiempo. Primero, por la falta de espacio. Segundo, porque dejé de encontrarle el sentido. Una biblioteca es una forma de posteridad. Pero para que haya posteridad tiene que haber alguien que la valore, que la use, que la justifique. Y sí, pensaba en nuestros hijos mientras acumulaba libros (ordenados alfabéticamente por autores). Y conforme fueron creciendo, vi que ellos van a seguir su camino. Y ya elegirán (y eligen) sus lecturas y en el formato en que quieran leerlas. Y esos libros, nuestros libros, pues eso. Nuestros libros.

Así, pasé de tener la obsesión de poseer a leer más de prestado. Soy asiduo de las dos bibliotecas municipales que tenemos cercanas a casa. Y, de vez en cuando, pues alguno nos compramos. Y la estantería, un buen día, estaba saturada, con libros en vertical y, encima, en horizontal. Y cuando ya no caben más, ¿Qué hacemos?

Existen librerías de segunda mano que compran libros. Bueno, no es mala idea. Les das una oportunidad y, además, te sacas un duro. Así, empezamos a seleccionar para deshacernos de ellos o, por decirlo de otra manera, darles una nueva vida. Y no es tan fácil. Hay libros innegociables. No los voy a volver a leer, pero los quiero siempre a mi lado. Me gusta saber que están cerca. Luego hay otros…en fin, que hicimos hueco en la estantería. Y los anclajes a la pared lo agradecieron.

Las librerías de segunda mano no compran todo, ni mucho menos. Sólo les interesa lo que pueden vender (lógico). Y de lo que llevé, se quedaron con la cuarta parte y no sacamos ni para dos cafés. Con el resto, me fui a una de las bibliotecas municipales cercanas. Y estos sí que se lo quedaron. Si no sirve para una biblioteca servirá para otra y, si no, ya le encuentran un acomodo de los llamados “sociales”. Total, me volví a casa tan pobre como salí, triste pensando en el hueco en la estantería pero con cierta satisfacción de haber hecho bien, tanto a los libros como a quien quiera leerlos.

Fue Ana la que me habló de un local al final de la Malvarrosa. Allí aceptan todos los libros y te puedes llevar los que quieras. Sólo tienes que hacerte socio (y pagar la cuota). Parecía interesante. Algún día iremos a verlo. Y estaba pendiente. Y seguía pendiente. El final de la Malvarrosa no nos pilla a mano. Ni a desmano. Ni a contramano. Está más lejos todavía.

Tuvimos una comida familiar en la Malvarrosa. Dimos luego un paseo por la playa. Y a la vuelta, por una de sus calles, vi un local abierto con montones de libros apilados en columnas, sobre mesas, en estanterías, en un caos en equilibrio inestable. –Éste es el sitio del que te hablé. Aquello era caótico, sí. Pero eran libros. Y me quedé en la puerta, dudando si entrar o no. Entonces se acercó un hombre, se presentó como Rafa, y me preguntó si tenía dos minutos para escucharle y así explicarme lo que estaba viendo. Me estaban esperando, pero dos minutos… Le contesté que sí. Y me habló de “El club de los libros libres”. En ese local todos los libros son bienvenidos. Todos caben. Los libros que sentimos que están presos en nuestras casas, allí vuelven a recuperar la libertad. Los libros que pueden terminar en un contenedor, allí tienen una morada donde alojarse. Y una nueva oportunidad. Y si te haces socio, tienes derecho a llevarte los que quieras bajo ciertas condiciones: No puedes hacer negocio con ellos. No puedes prestarlos. No puedes tirarlos. Debes de hacer un uso ético de ellos (que esté equilibrado lo que das y lo que recibes). Si alguno te impresiona, te conmueve, si sientes que ese libro es uno de los libros de tu vida, tienes la obligación de quedártelo. Pensándolo fríamente, realmente no me aportaba nada. Tenía dónde dejar los libros que ya no cabían y, para leer, siempre tengo dónde encontrar. Pero debo decir que aquel hombre me cautivó. Su discurso, que habría repetido mil veces, era entusiasta y transmitía esa ilusión. Vi bonito entrar en su club. Y además, utilizó la palabra -membresía –que es una palabra tan hermosa…

Mirando el local, con todas aquellas montañas de libros, le comenté –lo difícil aquí será encontrar uno. A lo que respondió -son ellos los que te encuentran a ti. No tú a ellos. Sólo tienes que abrir los ojos. Y me contó la historia de una niña irlandesa que estaba con su madre y que había ido a Valencia con motivo del maratón y que salió de allí con un libro de Óscar Wilde bajo el brazo, porque era la Malvarrosa el lugar donde dos irlandeses tenían que encontrarse.

Me despedí de él. Prometí volver. El grupo familiar se deshizo. Nos quedamos los cuatro. ¿Qué hacemos? Y fue nuestra hija la que dijo –vamos donde los libros.

-Ya le dije que volvería. Me hice socio. Me di un paseo por dentro. Provoqué dos derrumbes (me sentí el inspector Clouseau). Y va a ser verdad que los libros te encuentran: dos de Raymond Chandler, uno de Fernando Fernán Gómez y otro de John Dos Passos. Y nuestros hijos, otros tantos. Y como Rafa me pidió difusión, pues eso, que soy socio de “El club de los libros libres”. Y, al contrario que Groucho Marx, estoy contento de pertenecer a un club que acepta como socios a gente como yo.

sábado, 16 de diciembre de 2023

Ella y el calendario

Ella, con sus diecisiete años,  jueza de la familia, con sus criterios tan claros, tan definidos (series, películas, libros, canciones). Ella, con sus sentencias que nos intimidan, que dirige nuestras conversaciones, que las arbitra con sus reproches, con sus miradas de hielo (no se te ocurra hacer el menor ruido comiendo o bebiendo), con sus –eso no tiene gracia, con sus acusaciones que siempre terminan en -fobos. Ella, con su humor ingenioso, con sus comentarios certeros, con sus reflexiones tan maduras, con su lucidez, con su seguridad, con su firmeza, con su personalidad, con su brillantez, con su madurez, ella (sí. Ella) se ha pedido un calendario de adviento y, cada mañana, se come su chocolatina.

Y yo, que observo a mi hija siempre desde la fascinación y la admiración; yo, que soporto sus reproches y sus pullas con devoción y orgullo, me emociono al ver que, en algún rincón, sigue existiendo aquella niña tímida que podía pasar horas jugando sola, aquella niña que hablaba con sus ojos y que te despertaba con ellos los sentimientos más hermosos y más tiernos. Y sólo puedo decirte que aquí estaré siempre. Rendido, orgulloso, fascinado, desarmado. Por lo que eres y por lo que, sin duda, vas a ser. Y también, por lo que nunca dejarás de ser.

domingo, 10 de diciembre de 2023

Mis pasos en otra calle

Mi padre solía decirme –cuando quieras, te llevas todo lo que tienes ahí. –No- le respondía. Ése es su sitio.

Mis padres han mantenido, en la habitación que fue de mi hermano y mía en su piso en Valencia, nuestros pupitres. Y los cajones del mío están llenos de cosas personales: cartas, fotografías, poemas, objetos. Recuerdos que van desde mis quince hasta mis veintitantos años.

No tengo muy buena relación con todos aquellos años. No puedo evitar cometer el error de juzgarlos con dureza desde el cómo soy ahora. No es inteligente. Ni justo. Si lo pienso, son muchos los amigos que me acompañan desde entonces. Amigos que son, estén o no estén. Y lo que soy es por lo que fui. ¿Que me equivoqué? Muchas veces. ¿Que no estuve a la altura? Quizá más. ¿Por qué me lamento, me avergüenzo de tantas cosas? Los guerrilleros vietnamitas, siempre disparando con precisión en momentos sabiamente escogidos. Y lo que hay en ese cajón no son siempre recuerdos entrañables. Son disparos. Así, cuando le decía a mi padre –ése es su sitio- él interpretaba que esas cosas ocupaban el lugar sentimental que les correspondían mientras que yo pensaba realmente –déjalas en su ataúd. Ahí están bien.

A mi madre le encanta sentarse en la que fue nuestra habitación. Y aquella tarde me la encontré allí. Y me senté a su lado, junto a mi pupitre. Ella habla, te cuenta, se calla, sigue con sus cosas. No oye bien, así que conversar con ella es muy complicado. Abrí el ataúd. Vi fotos mías, con los amigos, en la mili, de campamentos con los scouts –joder, qué feo eras, con esas gafas. Vi cuadernillos de versos que mandé a algún concurso –y aún pensarías en ganar. Sí que eras recargado y pretencioso. Las cartas no me atreví a leerlas. Y me encontré un cuaderno.

Teníamos Sanfélix y yo veintidós años. Él tenía muchos dibujos y yo tenía muchos versos. Él seleccionó unos cuantos y yo, unos cuantos. Él dibujó sobre lo que leía, yo escribí sobre lo que veía. Lo encuadernamos. Lo titulamos “Mis pasos en otra calle” (un verso de Octavio Paz leído en “Rayuela”, de Cortázar). Hicimos una tirada de dos ejemplares. Se agotó. Se quedó en el cajón la mitad de la tirada. En el ataúd. Y allí estaba, en mis manos.

Lo leí.

Es bueno.

Los dibujos, por supuesto. Los poemas…joder, que me han gustado. No todos, pero sí la mayoría.

Tal vez no haya sido justo con todos aquellos años. Hay perlas en el barro.

Tal vez podamos reconciliarnos.

domingo, 3 de diciembre de 2023

No.

Hoy se cumplen cincuenta y dos semanas justas de cuando, en el kilómetro cuarenta y uno del maratón de Valencia, animando, nos encontramos el Máquina y yo. –El año que viene tú y yo tenemos que estar ahí dentro. –Sí.

Un mes antes, acompañando a Paco mientras preparaba aquel maratón, éste me preguntó -¿no te da envidia? –Mucha. -¿Y no vas a volver al maratón? Si termino la Behobia y estoy un año sin lesionarme, me lo pensaré.

Terminé la Behobia en 2022.

Y aquel domingo en que me encontré con el Máquina en el cuarenta y uno, se cumplía un año justo desde el último día en que me había parado por culpa de un dolor.

Aquel –sí- fue dicho con el corazón, es cierto. Pero también con la cabeza.

Y es verdad que escribí que nunca volvería, aunque también aquel día deje una puerta abierta.

Y me inscribí para 2023.

Mi rutina corredora hasta septiembre de este año no cambió. Mis cuatro o cinco o días semanales, entre cincuenta y sesenta kilómetros, rodajes tranquilos, pocos kilómetros de calidad, alguna carrera de vez en cuando (con unos tiempos muy aceptables) y ni rastro de lesiones.

Llegó septiembre.

Empezamos con el plan.

Subimos los kilómetros.

Y aparecen las series.

Y los largos.

Fui prudente. Puse como ritmo objetivo de carrera 4:40. Las series eran llevaderas.

Demasiado llevaderas. Subí el objetivo. 4:30.

Tres etapas puse en mitad del plan. La primera, a principio de octubre, la media maratón de L’Alcudia.

La corro en 1:30.

La cabeza se me empieza a llenar de números, de objetivos, de oportunidades, de ritmos, de posibilidades.

Si la carrera fue el domingo, el lunes siguiente, rodé. El martes, 15x400. El jueves, 5x2.000. En el último dos mil, a falta de cien metros, íbamos Jorge y yo. Se me puso gallito, entré al trapo y algo saltó en mi glúteo izquierdo.

Probé a salir el domingo siguiente. Imposible por el dolor.

Cuatro días más de reposo. Salgo. Cincuenta minutos suaves.

Ese sábado llego a la hora de rodaje tranquilo. Al día siguiente era la media maratón de Valencia, segunda de las etapas. Tenía dorsal. ¿Por qué no?

Salí. Tres veces estuve a punto de retirarme por el dolor, en el dos, en el tres y en el cinco. Pero las tres veces vi que, levantando el pie, el dolor se atenuaba. Cogí ya por fin el ritmo y, pensando que en la siguiente zancada me iba a tener que retirar, fui pasando kilómetros hasta que crucé la meta.

Hice 1:48. Mi peor marca en media por más de quince minutos (sin contar las que acompañé o hice como un entrenamiento). Y crucé la meta con una sonrisa, feliz. Y vi que aquello que repetí tantas veces de que el reloj no me iba a decir si me lo había pasado bien o no, era verdad. Y fui con mi medalla al cuello hasta casa muy feliz. Y muy orgulloso.

Al día siguiente tenía fisio. Síndrome del piramidal. Lumbares, piramidal, ciático (me lo explicó, pero no soy capaz de repetirlo). Me torturó, me mandó estiramientos y me programó un par de sesiones más.

Ese miércoles ya estaba corriendo. De mi cabeza desaparecieron las ensoñaciones. Volví al 4:40. Y los días pasaban y mis piernas respondían. Estirando mucho, desde luego. Y sin dolores.

Llegamos a la tercera etapa. Behobia San Sebastián. Decido tomármela como un largo. No la voy a disputar. Ruedo seis kilómetros y me meto en carrera.

En el kilómetro seis me tengo que parar. Voy completamente pasado de pulso. Me asusto. Estoy dos minutos hasta que me recupero. Vuelvo a la carrera y ya la completo sin sobresaltos, haciendo los últimos diez kilómetros, sin forzar, a 4:30. Buscando explicaciones, quizá la cena del viernes en la sidrería y sus digestivos posteriores no fueran beneficiosos. Y lo que mi cuerpo antes asimilaba, ahora prefiere protestar dándome unos sustos de muerte. Porque me vi en el hospital.

Sigo con el plan. Siguen cayendo los días y todo está en su sitio. Hay luz. Hay optimismo. Hay ganas.

Diez días antes del maratón hacemos siempre un diez mil a ritmo de carrera. Paco, el Máquina y yo hicimos los primeros cinco kilómetros a 4:40. Después aceleramos un poco, pero tampoco tanto. A falta de cien metros, me empieza a doler en la cara posterior del muslo izquierdo.

El plan ya estaba hecho. Sólo quedaban rodajes tranquilos. Los cuatro siguientes los hago, pero corriendo siempre con dolor.

Vuelvo al fisio. Tengo el ciático como una soga. Me programa dos sesiones: jueves y viernes. La carrera es el domingo. Descargarlo. Bajar la inflamación. Me dice que ruede un poco el sábado y, el domingo, pues debería estar bien.

Salgo el sábado a hacer mi rodaje de media hora previo a la carrera. Este rodaje es para mí pura emoción. Al día siguiente es la carrera y repaso cómo ha sido toda la preparación, porqué me he ganado el derecho de estar en la salida. Ayer fue así. El río era un espectáculo, lleno de gente de mil países corriendo. A los veinte minutos vuelve el dolor a la zona. Más que dolor era una molestia, pero allí estaba. Se acabó la emoción. Volví a casa totalmente desanimado.

Domingo por la mañana. Había quedado con Rafa. Hemos ido al trote. Allí ya nos hemos juntado con Paco, Palazón, Quique, Juanfrán. También Tomás. Cada uno se ha ido a su cajón. ¿Mi objetivo? Había corrido la media de Valencia al ritmo que me dejó el dolor. Pues ese mismo. Ni cronómetro ni nada. A las 8:45, disparo, “Libre” y a correr.

Salida. Kilómetro uno. Noto un rescoldo en la zona. Llevo un ritmo bueno. Pasan los kilómetros. Sigo igual. El cinco. El diez. Empiezo a creer. Quince. Voy bien. Veo a mi hijo un par de veces. Calle de la Reina. Media maratón.

A partir de ahí, el rescoldo empieza a subir de intensidad. Bajo el ritmo. Subo la avenida del Puerto. Ana. Mi hijo otra vez. Sanfélix. Me molesta más. Giro por Eduardo Boscá. Kilómetro veinticuatro. Y en ese punto, de repente, noto algo parecido a un mordisco en la zona.

Me paro. Ando un poco. Arranco otra vez. El dolor es enorme. No puedo hacer dieciocho kilómetros así. No puedo hacer ni diez metros así.

Me voy para casa.

He preparado veintiuna maratones en mi vida. Terminé dieciséis. Cinco veces tuve que buscar el lado bueno, la diversión de la preparación, la compañía, los momentos vividos para poder sobrellevar la desazón de no cruzar la meta, de quedarme en el camino. El maratón me ha dado mucho. Muchísimo. Me ha dado tanto que hoy estaba otra vez en la salida incapaz de asumir, de aprender. En el kilómetro veinte tenía esta entrada ya escrita en mi cabeza. Las sensaciones, la emoción de volver. Los agradecimientos. Mi padre. Cuatro kilómetros después, volviendo a casa, veo a mi hijo que iba corriendo a la calle de la Paz para verme pasar de nuevo. No hace falta que vayas. Y nos hemos abrazado. Y yo no podía estar más triste. Sé que esta pena dura dos días y no le voy a dar ni un minuto más. En cuanto se vaya el dolor volveré al asfalto. Y seguiré corriendo. Y para qué voy a decir que no voy a volver al maratón cuando sé que soy lo suficientemente idiota como para volver a intentarlo para volver a morir en la orilla. Porque antes el maratón era felicidad. Era un cuento. Con más luz. Con más colores. En tonos más grises. Pero con un final feliz. Ahora es una película de suspense, llena de miedos, de dudas, de incertidumbre, de sobresaltos. Y con un final doloroso. Muy doloroso.

Es sólo una carrera.

Mañana saldrá el sol.

He sido muy feliz en el maratón. Me ha dado infinidad de momentos preciosos. Y esos momentos buenos vencen por aplastamiento a los tristes.

Pero hoy…

Dos días de tristeza.

Y ni un segundo más.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Matemáticas y género

Me contó un amigo un vídeo que había visto. En él un chaval le grababa a su novia. Ella le pedía que dividiera la pizza que tenían delante en ocho trozos y después le comentaba que tenía intención de comerse dos porciones.

-¿Y si lo divido en cuatro y te comes una?

-No. Mejor como yo he dicho porque así como menos.

Comenté el vídeo en casa. Ana me respondió –pues yo sí que la comprendo. No se puede explicar, pero la comprendo. Y nuestra hija, que también la comprendía, me preguntó -¿no has oído hablar de las matemáticas para mujeres?

-No sabía que las matemáticas tuviesen género.

-Pues sí.

Y me puso dos ejemplos:

Según ella, si te compras algo y luego lo devuelves, lo que te compres después con el dinero que te reembolsan es gratis.

Según ella, cuando pagas algo en metálico no estás gastando. Sólo gastas cuando pagas con tarjeta. Es decir que, según ella, sólo se considera un gasto la acción que causa que tengas menos dinero en el banco.

Hablando de esto, nos contó mi cuñada que sus hermanas se iban a ir de viaje a Turquía y que habían pagado mil doscientos euros. Con el asunto de Israel han decidido renunciar al viaje y les han devuelto el cincuenta por cien. Y ahora están muy contentas porque tienen seiscientos euros para gastarse con el que no contaban.

A mí todo esto se me escapa.

domingo, 19 de noviembre de 2023

Como cada noche

Mi tendencia a cometer los mismos errores me ha vuelto a llevar a estar tumbado en la camilla del fisio. Nos hemos hecho más amigos, a pesar de que he descubierto nuevas escalas en el baremo del dolor. Le hice prometer, mientras me crujía toda la espalda con unas llaves de judo infernales, que la silla de ruedas la pagaría él. Luego ya me dejó con lo del frío, el calor y las corrientes. A veces dudo si esto es útil o es sólo una estratagema para, mientras te tiene con el aparato enchufado, irse a atender a otro cliente y poder trabajar en paralelo (y facturar el doble). Podría pensar que se aprovechan de mi ignorancia, aunque también tengo la opción de dejar de ser ignorante. Al final es decidir qué prefiero ser, si desconfiado ignorante o desconfiado con conocimiento. Como la primera es la más cómoda, pues sospecho, pero sin derecho a protestar.

Mientras me torturaba, como me suele ocurrir siempre, escuchaba la música que tenía puesta. No sé si era el Hilo Musical (si es que aún existe. Me he sentido un tanto viejuno al escribirlo) o alguna lista que el fisio perverso y malvado había pergeñado. Sonaban canciones melódicas setenteras, todas ellas en español. La música melódica es un tanto arriesgada. Si te quedas a este lado de la línea, triunfas. Pero, como te pases, perpetras. Y estábamos al otro lado. No sabía qué era peor, si el crujido de mi columna, si mi piramidal doliente o lo que estaba escuchando. Poco a poco fue mejorando la cosa y aparecieron Betty Missiego, Lorenzo Santamaría, Miguel Gallargo, Miguel Bosé o Danny Daniel y, sin llegar a la emoción, al menos estábamos a este lado. Después llegó Serrat. “La mujer que yo quiero”. Como en aquel momento estaba con las corrientes, es decir, solo en la sala, pues nada, a cantar. No muy alto pero no por ello con menos sentimiento: pero ella es más verdad que el pan y la tierra. Mi amor es un amor de antes de la guerra. Terminaron las corrientes y me dijeron que me podía ir vistiendo. Y fue entonces cuando cogió el micrófono Camilo Sesto.

Mira que nos metimos con Alejo cuando teníamos veinte años y se compró un disco doble de grandes éxitos de Camilo Sesto. Y él, orgulloso, sin perder su apostura, se reía diciendo, tranquilos, ya llegaréis. Y bueno, llegar, llegar, nunca llegamos. Pero, al menos yo, sí que me acerqué. “Amor, amar” es buena. Y “Algo de mí”. Y “Vivir así es morir de amor” nunca falla. Aunque no pasé de ahí. El personaje me dejó siempre fuera.

Como cada noche, duermes. Yo quisiera ser tu alma y saber qué es lo que sientes. Si es poco, mucho o nada.

Yo estaba atónito. No la había oído nunca. La localicé. “Como cada noche”. No me vestí hasta que terminó. Cerré la boca varios minutos después. La habré escuchado unas cien veces ya. La canción, la letra… Alejo, hazme sitio. He llegado.

P.D.

martes, 14 de noviembre de 2023

El artista copia, el genio roba y, el resto, tomamos prestado

En su momento me dijeron: si no sabes sobre qué escribir, escribe sobre música. E hice caso. Muchas veces. Ahora lo amplío: si no sabes sobre qué escribir, toma algo prestado de la página “Historias de la literatura”.

Empiezo con un par de viñetas que me hicieron gracia porque soy súper listo.



Y ahora contaré el origen de Vanessa como nombre. Jonathan Swift, autor de “Los viajes de Gulliver” (en mi opinión, un libro fabuloso), decano de la catedral de San Patricio en Dublín, tenía un amorío con una de sus alumnas, de nombre Esther Vanhomrigh. Swift le escribió (y publicó) un poema y, dado que tenía que disimular, lo tituló “Cadenus and Vanessa”. Cadenus era él (es un anagrama de decanus o decano). Y Vanessa viene del principio del apellido de ella y de Essa, diminutivo (o hipocorístico, que suena mejor) de Esther. Y lo que empezó como un nombre en clave, pues acabó hasta saliendo en una canción de Manolo Escobar.

Y ya que hablamos de Vanessa, en su honor, terminaremos con una canción maravillosa.


lunes, 6 de noviembre de 2023

Now and then

Han publicado una canción nueva de los Beatles. Y me veo en la obligación de dar mi opinión. ¿Obligación? Sí. Tengo tendencia a arrogarme atribuciones, especialmente con todo lo relacionado con mis aficiones cuando más que aficiones son pasiones. ¿Es absurdo? Sí. No puedo explicarlo. De hecho, me veo desde fuera y es vergonzoso. Pero cuando veo a gente hablando sobre correr, tengo que intervenir. Soy uno de los delegados en la tierra de este deporte y no dudo que mi opinión y mis reflexiones son necesarias en dicha conversación. No siempre intervengo, que conste, ya que mi sentido del ridículo me frena. Pero me cuesta, porque mi naturaleza me lleva a creerme lo que no soy y, aun así, me creo. También me siento embajador de la Behobia San Sebastián en donde esté. ¿Tengo cartas credenciales? No. Da igual. Si me cruzo con alguien que lleva la camiseta de alguna edición, suelo gritar - ¡Aúpa Behobia! - con acento de Rentería. Estoy leyendo lo que escribo y no miento si digo que estoy abochornado. ¿Dejaré de hacerlo? No puedo. Soy el representante de mis pasiones por el mundo. Lo siento así. Es un disparate, ya. Puede parecer que vivo en un delirio, sí. Lo seguiré haciendo. Es inevitable.

También soy delegado de los Beatles en este hemisferio (y en el otro cuando vaya). Y si sacan una canción (como han hecho), mi opinión es trascendental. Fundamental. El mundo la necesita. Y voy a darla. La canción, aparte de mala, es innecesaria. Los Beatles grabaron sus discos y ahí está todo. Y nunca nos terminaremos lo que grabaron entre “Love me do” y “Let it be”. ¿A santo de qué sacar otra canción? ¿Por qué la voracidad de McCartney y su ansia de protagonismo? ¿Hacía falta? ¿Aporta algo? No. Nada. En absoluto. ¿Entonces?

Me manda uno de los corredores el vídeo de la canción, con un mensaje que decía - ¿has visto lo que nos ha regalado la inteligencia artificial? Le contesto gruñendo. Y pulso el enlace para ver el vídeo.

Y me reafirmo en mi opinión. La canción es mala. Innecesaria. Sin sentido. Un disparate.

Pero acaba el vídeo y estoy emocionado.

Y ya empiezo a dudar de mi criterio.

Vaya castaña de delegado.

sábado, 28 de octubre de 2023

El colmo de un boomer

Sigo pensando que una de nuestras principales obligaciones como padres es la de avergonzar a nuestros hijos. Y la verdad es que no hay que esforzarse mucho para conseguirlo. Hoy hemos estado de comida para celebrar los cumpleaños de octubre. Hemos ido a un lugar céntrico a gusto de los cuatro y que tenía buena fama. Una vez dentro he visto cosas que no me han gustado demasiado. Tenemos una amiga, Concha, madre de uno de los amigos nadadores de nuestro hijo, que tiene la costumbre de hacer reseñas de todos los restaurantes a los que va, algo que nuestro hijo y sus amigos critican siempre sin disimulo y de manera descarnada. Nunca lo he hecho (lo de dejar una reseña) pero ha habido un momento en que he dicho en alto –qué ganas me están dando de imitar a Concha. –Eso es el colmo de un boomer- han respondido nuestros hijos al unísono, lo cual debe de ser muy malo por su tono de voz y por la mirada que me han disparado al hablar.

Una hora después, en la página del restaurante, podía leerse lo siguiente:

Un lugar perfecto si disfrutas esperando mucho, si te gusta que se dirijan a ti con los términos jefe o chico o si prefieres la carne ahumada con petróleo. Hay sitios para ir y hay sitios para volver y yo aquí ya he ido.

Nuestros hijos no me hablan. Algo he hecho bien.

sábado, 21 de octubre de 2023

Y es por cosas así por lo que no tengo amigos

Siempre tengo la duda sobre si estaré molestando o no. El estado natural de un libro es cerrado. En una biblioteca. En una estantería. Sobre una mesa. Cerrado. En calma. Reposando. En su equilibrio. En paz. (Por supuesto que estoy hablando de los libros en papel, que son los que tienen alma. Los libros electrónicos…no merecen ese nombre). Y cuando lo abro para leer, ¿les sentará bien a las páginas abiertas? ¿Les molestará ser despertadas de su letargo? O, por otra parte, ¿las estaré haciendo felices por posibilitarles ver la luz? Es más, ¿se sentirán orgullosas de su contenido (algunas) y estarán deseando mostrarlo? Leer, al final, leo lo mismo, pero esa sensación de no saber si soy bienvenido a veces me asalta y, bueno, preferiría tener la seguridad de que no molesto.

Lo que se ve en la foto son los dos marcapáginas que uso habitualmente. Los alterno, aunque no de manera especialmente rigurosa. A veces uso uno y otras, el otro. Si me prestan un libro, o lo saco de la biblioteca, y viene con marcapáginas, lo respeto pues considero que tiene el derecho a ser usado en ese libro. Les tengo, más que cariño (que también), respeto, y no sólo por todos los años que llevamos juntos. Los respeto porque ellos siempre entran y salen en las páginas que se cierran y se abren. Es decir, que ellos conocen el secreto de los libros y saben de sus lamentos, de sus alegrías o de sus emociones. Lo escuchan a diario. Lo sienten. Y los cabrones se callan y no me cuentan por más que les pregunto. No hablan ni bajo amenaza. Pero los respeto. Profundamente.

martes, 17 de octubre de 2023

Desde la melancolía

Desde la melancolía. Así comenzó el tío Pepe cada brindis. Él se encargó de poner en palabras la añoranza, de nombrar a los que no estaban, algunos (todos) muy presentes. Desde la melancolía. Era un día de emociones. Repito con frecuencia que una de las claves de quererse mucho es verse poco y que entre los sentimientos que más hay que trabajar está el de echarse de menos. Cincuenta y dos nos juntamos. El vínculo, mi apellido materno. Tres generaciones estábamos allí. Crecimos compartiendo muchos veranos. Y las comuniones. Luego ya sólo nos veíamos en las bodas. Ahora, en los funerales. Y decidimos juntarnos. Y lo organizamos. Y la respuesta fue multitudinaria. Nos echábamos de menos. Mucho. Y, tras tanto tiempo, también confirmamos que nos queremos. Y cuánto. Fue un día muy bonito. Desde la melancolía. Desde la alegría. Desde la satisfacción. Desde el orgullo. Desde la felicidad. Lo repetiremos, desde luego. ¿Cuándo? Llegará de nuevo el momento. Y lo sabremos.

viernes, 13 de octubre de 2023

Mr. Wonderful

 
Mister Wonderful, estos son los tipos de mensaje que queremos que pongan en sus tazas (con las tildes, eso sí).

viernes, 6 de octubre de 2023

La vida es eso que molesta cuando escuchas una canción

Es un largo camino sin retorno.
Mientras lo recorramos juntos,
¿Por qué no compartir?
Y el esfuerzo
No me pesa nada.
No es una carga.
Es mi hermano.
Es mi hermano.

Supermercado. Suena “Africa”, de Toto. Es agradable. No es mi canción favorita suya (“Georgy porgy”), pero sirve. Para los que siempre escuchamos la música, mejor cuando la compañía es buena. Termina. Comienza la siguiente. Se escucha una armónica. La conozco. Por supuesto que la conozco. La casualidad no existe. “He ain’t heavy. He’s my brother”, de The Hollies. Sé que ha venido a mi encuentro, que está sonando ahora mismo por mí y para mí. Y yo allí, en mitad de un pasillo de un supermercado. Y busco un rincón. Busco estar solo, la soledad que sea posible en este sitio a media tarde. Porque ha venido a buscarme. Y nada puede molestarme. Nada puede distraerme. Nada. Nadie tiene ese derecho. Porque no es una carga. Porque es mi hermano.

domingo, 1 de octubre de 2023

Porque la luna de Valencia no es la luna de la Creedence

Nos tocaban series de cuestas y nos fuimos el Máquina y yo al puente del tranvía que une Moreras y Nazaret con el resto de Valencia. Doce teníamos que hacer. Subíamos a cara de perro (chihuahua) y, al llegar arriba, nos dejábamos caer por el otro lado hasta abajo. Una vez allí, giro y vuelta a empezar. En la parte alta del puente estaba una pareja que había ido a ver el atardecer. Tendrían veintipocos años. Hablaban en ingles. El de ella parecía nativo. El de él tenía cierto acento centroeuropeo. Debían de ser Erasmus. La primera vez que subimos miraban las luces del ocaso mientras conversaban en un tono formal y a un metro de distancia. Cada vez que arrancábamos hacíamos apuestas sobre cómo estarían cuando hiciéramos cumbre. Ya se habrán cogido de las manos. Ya estarán abrazados. Pero no. Ni en la cuarta, ni en la séptima, ni en la décima. Y cuando hicimos la duodécima, ya con noche cerrada, allí los dejamos, conversando de manera muy correcta y a un metro de distancia.

No es mal sitio este puente para ver el crepúsculo (no tengo muchos más sinónimos. Los iré poniendo en el mismo orden). No es el perfil que se ve de la ciudad demasiado bonito, pero esas luces todo lo embellecen. Y es muy agradable. Es habitual irse a la Albufera a ver las puestas de sol. Dicen que es muy hermoso. Nunca he ido, en parte por la masificación y porque se ha convertido en un lugar común y tal vez porque en el Secarral se pueden ver unos atardeceres tremendos (aquí tengo que recordar a Aníbal, perito en ocasos, que se subía cada tarde más allá de los Pinos del Barbero a ver al sol ocultarse. Ya no está, pero no hay vez que no pase por allí corriendo a la caída de la tarde en que no lo busque) y no lo extraño. Y porque en Valencia tengo el canal en el puerto, y es allí donde los crepúsculos, con su luz, con sus colores, son mis crepúsculos. Desde allí no se ve el sol ponerse. No lo necesito.

Uno de los secretos que creo mejor esconde Valencia es la salida de la luna por el mar. La luna tiene su rutina, sus ciclos, sus horarios. Y su personalidad. El sol es imperial. Avisa en su aparición. Te prepara. Y emerge majestuoso, colosal, glorioso. Luego ya sube a vivir una vida anodina (por lo menos en las zonas donde los días nublados son escasos) y sólo reclama su atención al atardecer. La luna no avisa. No te prepara. De repente ves un punto naranja. Y ese punto emerge cogiendo forma. Y lo hace de una manera muy discreta. Con timidez. Dudas de lo que estás viendo. Sientes como cuando ves a un recién nacido. Te llena de ternura. Luego esa luna empieza a sentirse más segura. Y comienza a subir. Y deja en el mar un rastro que es un pasillo, un pasillo que te llama para recorrerlo. El naranja empieza a blanquearse. El pasillo ya pronto es una calle. Y luego, una avenida. Y ves cómo la luna se llena de personalidad. Y ya entonces, completamente segura, se convierte en lo que es, con su magnetismo, con su poder de fascinación, poder que no pierde hasta que desaparece. Es raro mirar al sol durante el día (aparte de que te ciega). La luna siempre te llama. Siempre la ves. Siempre te dice algo. Pero, cuando sale, tiene algo de milagroso, algo de especial. De único. Y si escribo todo esto es sólo para contar que me gustaría volver a encontrarme con la pareja que vimos sobre el puente, y poder decirles que si la luz del ocaso falló, que le den una oportunidad a la luna. Y que allí, en la playa, cuando la vean surgir, tal vez esa conversación sea otra, en otro tono. Tal vez esa barrera de un metro se reduzca. Y tal vez. Tal vez.

sábado, 23 de septiembre de 2023

Ars moriendi

Me da igual que me amortajen. Como si me ponen una sábana. Lo único que pido es que, en el ataúd, metan mis zapatillas de clavos. Si me las quieren poner, que me las pongan. Si no, allí, junto a mí. El resto que se quede en el mundo de los vivos. Y luego, que me incineren. Quiero que me incineren. Y con mis cenizas…pues la verdad es que tengo dudas. A una parte de mí le es indiferente lo que hagan con ellas. A la otra, no. Me tienta la idea de que las esparzan por el recorrido de la vuelta a la Loma de la Zorra (pasando por el Sapillo), en la aldea del Secarral. De hecho he pensado que haría el circuito una bicicleta portando la urna, a la cual se le haría un agujero. Tengo pendiente calcular la velocidad a la que tendría que ir y el diámetro del orificio para que fuese homogéneo el reparto. También me tienta, al principio de ese recorrido, en la salida de la carretera, un punto en el que, entre la iglesia de San Pedro y la universidad non nata, se ve el castillo de la capital. Sería un buen sitio para reposar.

Aunque si me meten debajo de una lápida tampoco pasaría nada. Lo único que pido es que pongan mi nombre, mi fecha de nacimiento y la de defunción. Nada de poner la edad. El que quiera saberla, que la calcule. Y tampoco nada de fotografías ni de epitafios. Luego hay mucho desalmado (me incluyo) que deambula por los cementerios ironizando sobre las fotos y los aforismos escritos. Lo de poner alguna cita podría tentarme (-sois todos unos gilipollas- me estuvo rondando una temporada por la cabeza), pero es que las frases solemnes suelen envejecer mal, aparte de que tienen un contexto y, fuera de él, rechinan. Así que, nada. Austeridad, discreción y simplicidad.

Y con esto, más o menos, creía que lo tenía todo atado. Creia. En la página “Historias de la literatura” (qué hallazgo), recientemente leí lo siguiente:

El "Ars moriendi" o el "Arte de morir", fue un manual escrito en el siglo XV para ayudar a las personas a enfrentar la muerte. En él, entre otras cosas, recomendaba pronunciar un mensaje final.

Por su parte, Karl Marx dijo que "Las últimas palabras son para los tontos que no dijeron lo suficiente".

De todas formas, compartimos las últimas palabras de varios escritores que creemos memorables.

Honoré de Balzac, fallecido a causa de una gangrena, dijo en su lecho de muerte: "Ocho horas con fiebre. ¡Me hubiese dado tiempo a escribir un libro!".

Las últimas palabras de Oscar Wilde fueron destinadas al papel de la pared de la pieza: "O se va él, o me voy yo". Hasta su despedida estuvo marcada por el sentido de la estética y la ironía.

Alfred Jarry, escritor surrealista, habría dicho: "Estoy muriendo. Por favor… tráeme un palillo de dientes".

Voltaire, interrogado por el cura que le estaba dando la extremaunción, cuando le preguntó si renunciaba a Satanás respondió: "Bueno, bueno, amigo. Éste no es momento para hacer enemigos".

Y, para terminar, las últimas palabras de Kafka fueron para el médico que se negaba a darle una dosis letal de morfina: ¡Mátame! ¡O será un asesino!

Y ya me entró la duda. ¿Un mensaje final? Con esto no contaba. Tendré que prepararlo, porque me temo que soy de los tontos que no habrán dicho los suficiente. Un mensaje final. ¿Solemne? ¿De perdón? ¿De agradecimiento? ¿De amor? ¿De despedida? ¿Jocoso?

El “Arte de morir”. Y construir una frase para que nuestra muerte sea arte.

Me estoy agobiando.

domingo, 17 de septiembre de 2023

"El manantial": continuará

Algo que echo de menos de los días en que la blogosfera era un lugar transitado es cuando te enlazaban en una de aquellas cadenas en las que había que responder ciertas preguntas o desarrollar algún tema. Me entretenían, me hacían pensar y me daban la oportunidad de sentirme como monsieur Parvulesco en “Al final de la escapada”: brillante, ingenioso (pedante, pretencioso).

Recientemente, uno de los que sigo que escriben sobre atletismo recogió un guante que le habían lanzado e hizo una relación de sus trece películas favoritas (desconozco el porqué de esa cifra). Como nadie me lanzó el guante, pues ya me lo lancé yo. Recordé los viejos tiempos (y lo poco que me cuesta ponerme a hacer listas), me ilusionó tener otra oportunidad para darme importancia y me puse manos a la obra.

En cinco minutos llevaba casi treinta. Y sabía que había muchas más escondidas en mi memoria que, tarde o temprano, saldrían. Y me pasó como cuando me propuse hacer el concurso de canciones. ¿Fase previa? ¿Selección por directores? ¿Por géneros? ¿Por décadas? Y como no me vi capaz de descartar hasta llegar a trece, abandoné el proyecto.

Mucho más fácil habría sido si me hubieran pedido (¿Hubieran pedido? ¿Alguien te ha pedido algo?) mis tres películas favoritas. Porque ahí no tengo duda. La primera de ellas es “Historias de Filadelfia”, de George Cukor. Las otras dos (no sé en qué orden) serían “El manantial”, de King Vidor y “El tercer hombre”, de Carol Reed (que las tres sean en blanco y negro y de los años cuarenta puede dar una pista de mi criterio).

Y entonces me di cuenta de que sobre “Historias de Filadelfia” y “El tercer hombre” tengo entradas escritas. Pero no sobre “El manantial”. Y estoy en deuda. Y podría escribirla ahora, pero escribiría desde la memoria. Porque hace demasiado que no la veo. Así que, me pongo tarea: volver a verla y escribir sobre ella. Me lanzo ese guante. Y, como siempre ocurrió, lo recojo.

domingo, 10 de septiembre de 2023

Siempre miro los nombres de las calles

 Y también me gusta mucho leer los títulos de los cuadros.

Qué palabra tan bonita: sitial. Una palabra orgullosa, poderosa, elegante. Y está casi en desuso. Tenemos que reivindicarla, que vuelva a su lugar, un lugar eminente.

No puedo dejar de pensar en la cara que tendrán los campesinos (otra palabra preciosa en vías de extinción), una mezcla de ¿ande irán? y ¿te parece qué?

(Y si lo que miran pasar son chicas, tengo que enlazar la fabulosa canción de Bob Crewe).

Sólo di un año de Latín (y saqué sobresaliente, por cierto. Mi único sobresaliente en BUP). Y algunas cosas se me quedaron y así, tal como leí el título, me puse a declinar (otra palabra muy bonita: declinar). Lunaria, lunaria, lunariam, lunariae, lunariae, lunaria. Lunariae, lunariae, lunarias, lunarium, lunaris, lunaris.

Éste me fascina. No puedo añadir nada. ¿Por qué no iban a tener los duendes espejos? 

Y éste me hace dudar sobre la intención del autor. Cuando escribe "elucidación lúdica", ¿es en serio? ¿o sólo pretende que nos riamos? Yo elegí la segunda opción. No lo pude evitar.

lunes, 4 de septiembre de 2023

La cara más desconocida

Escribe Antonio Muñoz Molina en “Plenilunio” …, como cuando en un escaparate se ve uno a sí mismo y no sabe quién es porque está viendo no la expresión premeditada de la cara que suelen mostrarle los espejos, sino la otra, la que ven los demás, que resulta ser la más desconocida de todas.

Y ya no pude seguir leyendo.

Recordé que mi padre siempre decía que no somos como nos vemos sino como nos ven.

Y empecé a pensar.

O, más bien, a hacerme preguntas.

¿Soy un desconocido para mí?

¿Soy el reflejo que veo en las otras personas?

El camino para conocerse, ¿se encuentra mirando dentro o fuera?

¿Somos en los demás?

¿Somos las personas que nos quieren? ¿Las que nos odian? ¿Las que nos ignoran?

¿Somos lo que pensamos? ¿Lo que decimos? ¿Lo que hacemos?

Y me cansé de hacerme preguntas, más que nada porque, cuando respondía, acto seguido preguntaba, ¿seguro? Y ya me callaba.

Llevo un verano un tanto aciago de lecturas (libros que lees porque te los recomiendan y no puedes decir que no) y llego a Muñoz Molina sediento de literatura y en la página doce ya estoy sentado mirando al infinito reflexionando sobre si me conozco, sobre mi cara desconocida y preguntándome quién soy y cómo puedo averiguarlo.

Me gusta ponerme interesante y reflexivo. Me siento profundo. Grandes cuestiones que buscan grandes respuestas. Medito. Valoro. Busco palabras sonoras que den a las respuestas un halo trascendente.

Pero duro poco.

No sé lo que soy. No conozco mi cara desconocida. Dudo mucho sobre quién soy y lo que me queda por conocerme. Pero lo que sí sé es lo que no soy.

Como sea todo el libro así…