Hisako Matsubara nació en Kyoto en 1935 y era hija de un sacerdote shinto o sintoísta, llegando ella a ser sacerdotisa. Estudió en Japón y en Estados Unidos, se casó con un físico alemán y se instaló en Colonia, donde se doctoró. Comenzó a escribir en prensa y llegó a publicar tres novelas y cinco libros de ensayo, todo ello, curiosamente, en alemán.
Bo no se limitaba a escuchar el cuento. Repetía los gritos de las grullas (traa...traa…traa, shraa…shraa…shraa). El niño del relato agitaba los brazos intentando volar. Los otros niños se reían de él. Saya, con sus diez años, estaba preocupada: Bo tenía fiebre y no pensaba que fuera bueno que se alterase. Pero Bo no quería renunciar a su cuento. Los otros niños ponían una trampa para cazar al mapache (pobre mapache). El niño de la aldea se acostaba y escuchaba el canto de la salamanquesa (gok…gok…gok), del grillo (chinchiro-rin…chinchiro-rin), del viento (srrr…srrr…srrr), de las estrellas (pikka…pikka) y también de las grullas (traa…traa…traa…). Y entendía lo que decían.
Una de las novelas que Matsubara publicó es “Pájaros del crepúsculo”. La traducción del título es incorrecta por tres razones. La primera, porque el original se llama “Grullas del crepúsculo”. La segunda, por la simbología de las grullas, en concreto, en Japón, simbología que se pierde con "pájaros". Y la tercera, porque en uno de los capítulos finales se narra un cuento de unas grullas volando durante el ocaso. El libro nos sitúa en Kyoto, una de las pocas ciudades japonesas que no fue bombardeada por los Estados Unidos, en 1945, cuando el emperador, el Tenno, anunció por radio la rendición del Japón (soportar lo insoportable).
La gran grulla blanca que guiaba la bandada, la más experimentada, la que conocía todas las montañas, todos los valles, los ríos, los lagos, los vientos, la lluvia, los rayos, la más sabia, la más prudente, la que había sobrevivido a los dientes de la marta, a las garras del halcón, la que sabía esquivar las flechas de los cazadores, vio que se acercaba una tormenta y decidió que debían de posarse junto a la aldea de la montaña a esperar a que pasase el temporal. (¡No! ¡Una trampa!). Bajando en círculos se posaron en un arrozal. Y una de las grullas cayó en la trampa para cazar al mapache. El niño de la aldea, que lo había escuchado, saltó de la cama y fue hasta allí. –He venido a ayudaros. –Te sacaremos los ojos- respondieron. Y la gran grulla blanca dijo –No. No le hagáis daño. Es un niño bueno.
El libro no cuenta una historia lineal. Es más bien una sucesión de escenas que dibujan aquella realidad. Aquel momento. Los personajes principales son Saya, una niña de diez años, hija del Guji, el gran sacerdote sintoísta, un hombre abierto, crítico, respetuoso. Su madre, nieta de un samurái, que se aferra a la tradición de manera enfermiza y que no soporta la flexibilidad de su marido. También están los hermanos de Saya, Ryo, el mayor, y Bo, de tres años; sus compañeras de clase, y su maestra, y los vecinos del barrio de los telares y los estadounidenses, que se van incorporando a la vida en Kyoto.
El niño de la aldea fue a su casa y volvió con hierbas, ungüentos, algodón y vendas. Liberó a la grulla y curó sus heridas. La tormenta había pasado. –Eres un niño bueno- le dijo la gran grulla blanca. –Puedes formular un deseo. –Me gustaría volar contigo. –Sube a mis espaldas. Sube. Sube. Duerme bien. Duerme, para que pueda llevarte muy lejos, al lugar donde el tiempo nunca se acaba.
En este libro podemos ver el paso de un Japón imperialista y supremacista, con un emperador mitificado de carácter divino, a una nación derrotada con un emperador humano que se dirige a su pueblo por radio anunciando la rendición con una voz ridícula y atiplada. Podemos sentir el hambre. El temor a las bombas. A las represalias. A los saqueos. A las violaciones. Podemos escuchar los rumores que cuentan que en Hiroshima y en Nagasaki ha debido de ocurrir algo terrible. Podemos sentir la vida en el barrio. Observar sus costumbres, sus tradiciones, sus creencias. El sometimiento de las mujeres con respecto a los hombres. El desprecio a los coreanos. El contraste con los estadounidenses. Las reflexiones sobre el monoteísmo y el politeísmo. Los padres que han perdido a sus hijos en la guerra. Los hijos que vuelven. El chantaje emocional de la madre. Es un libro duro, pero contado de una manera amable. Como si estuviese escrito a través de los ojos de un niño. Parece inevitable, cuando escribe un japonés (aunque sea en alemán), no decir delicadeza y sensibilidad, pero, en este caso, es cierto. Es un libro irregular. A veces maniqueo en exceso. O demasiado amable. No importa. Al menos yo, lo perdono. Por lo que me ha hecho sentir. Emocionarme. Disfrutar.
Bo se ha quedado dormido. Saya lo arropa. Está ardiendo de fiebre. Sentada junto a él piensa en sus exámenes. En sus ilusiones. Una beca. Salir. Aprender inglés. En las conversaciones con su padre. En una tierra sin años, donde el tiempo no exista. La lámpara se apaga. El sueño le vence. Se acurruca junto a su hermano. Piensa que tendría que avisar a su padre. Bo tiene demasiada fiebre. Pero se queda dormida.
Y Saya sentada junto a la tumba de Bo susurrando -¿dónde estás?
Y Saya sentada junto a la tumba de Bo, recorriendo con sus dedos las letras de su nombre, cantándole sus canciones favoritas.
Algunas veces toda la belleza cabe en unas pocas páginas.
Algunas veces toda la tristeza cabe en unas pocas líneas.
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