Feria del libro antiguo y de ocasión en Valencia. Voy mirando casi todo. En mi mente llevaba la consigna Bradbury-Hammett-Ishiguro-Camilleri sin negar la posibilidad a cualquier otro. Dos mujeres mayores me interrumpían el paso. Una sujetaba en su mano “El misterio de la cripta embrujada”, de Eduardo Mendoza. La otra, de manera, en mi opinión, pobre, trataba de explicarle quién era Mendoza. -No te vas a meter, Car. No vas a decir nada. No quieren saber tu opinión. No necesitan lo que les puedas contar. Limítate a bordearlas y sigue tu camino.
-Con ese libro se va a usted a reír a carcajadas.
Imposible luchar.
Con todo el entusiasmo del mundo les hablé del libro y de su autor (igual me excedí cuando pedí para él el Nóbel, el Balón de Oro, el Bunyol d’Or amb Fulles de Llorer i Brillants y su beatificación). El caso fue que me escucharon atentas (al menos lo parecía). Y me hicieron preguntas. Y cuando vi que se lo llevaban, el señor mayor cansino que llevo dentro (y fuera) sonrió satisfecho levantando la cabeza, oteando nuevas víctimas.
En un libro, de uno de los personajes se nos dice que tenía los ojos azules, seguramente de tanto mirar al mar. Que el color de los ojos dependiera de lo que estamos mirando. Que dependiera de nuestros pensamientos. De nuestros sentimientos. De nuestros deseos. Que el color de los ojos fuera un reflejo del exterior. Del interior.
Y pensé que lo que parecía poesía sería un crimen. Que sea la mirada la que hable, si quiere, y dejemos a los ojos con su color como están. No los molestemos.
Le contaba un niño a su madre cuánto le gustaba la lluvia. ¿Y eso? Porque el abuelo está en el cielo. Y cuando llueve, llueve un poco de él. Y me gusta verla. Y me gusta mojarme. Porque sé que está en ella.
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