Estoy leyéndome ahora “La vida negociable”, de Luis Landero. En él, el personaje protagonista cuenta su vida en sus distintas etapas, una vida errática en donde llega a causar mucho dolor, y que él justifica una vez tras otra, negociando siempre con ventaja con su conciencia, con su pasado, con su futuro, argumentando para no tener que pedir nunca perdón, para no ser jamás culpable.
Desde mis tres hasta mis quince años, cuando nos vinimos a vivir a Valencia, todos los fines de semana íbamos a la capital del Secarral. Todos. Y en Navidad. Y en Semana Santa. Y buena parte del verano. Mi abuela tenía casa en el barrio conocido como Corea y en ella nos alojábamos. Coincidimos allí con un montón de chavales de nuestra edad: Alfredo, Jose, los dos Manolos, los dos Enriques, Pedro Pablo, Fernando, Miguel Ángel, Jesús, Sebastián, José Andrés. Las eras, los dos parques, el nuevo y el viejo, el paseo, el instituto y su pista y la piscina (en verano) eran nuestro territorio de juegos. Millones de partidos de fútbol. Y el trompo. Y las chapas. Y las canicas. Y otros juegos como la dola. Y el rescatao. Y las partidas de tute en los bancos del paseo. Y la rivalidad con los chavales de otros barrios, que se dirimían jugando al fútbol y que terminaban, muchas veces, con lo que se llamaba el “apedreo”.
Y llegó el día en que todo lo que fue divertido deja de serlo (todo menos el fútbol, claro). El día en que, por algún mecanismo hormonal, supongo, las inquietudes empiezan a ser otras. Y mi hermano y yo, de manera consciente, pensamos que para el camino que entonces se abría, y para el cual no estábamos preparados aunque creíamos que sí, mucha de aquella gente, muchos de los que habían sido nuestros amigos, nuestros compañeros de juegos desde que éramos muy niños, no valían. Y nos apartamos de ellos. Les dimos de lado. Les hicimos de menos. Sin dar ninguna explicación. Y encontramos nuevos amigos.
Por supuesto que me acuerdo de Manolo. He hablado muchas veces con él en todos estos años. Conversaciones de hombre, qué tal, cómo te va. Pero no puedo evitar sentirme culpable cuando lo veo. Sentirme avergonzado. Porque me porté mal con él. Porque no fui justo. Porque le fallé y lo hice a conciencia y sin dar la cara. Algunas veces pensé en sincerarme con él, con Jesús, con Alfredo, con Sebastián, con tantos otros, en hablarles de mi sentimiento de vergüenza, de mi arrepentimiento y en pedirles perdón. No lo he hecho. Y no lo he hecho porque sería inútil. Y no por el tiempo pasado. No porque tema su respuesta pues ellos ya ni se acordarán y seguro que me habrán perdonado por indiferencia. Tampoco es porque ya no podamos recuperar lo que se fue, lo que no pasó. No lo he hecho porque no es su perdón el que realmente quiero. Es otro. Y sé que ése no lo voy a conseguir. Porque siempre me sentiré avergonzado por lo que hicimos. Siempre me sentiré culpable. Porque no todo en la vida es negociable. No todo.
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