martes, 24 de junio de 2025

Ponle freno

Paco nos tentó. Nos dijo que se había inscrito a una carrera junto a su mujer, O., cuya salida estaba cerca de mi casa (ese anzuelo iba para mí) y nos propuso hacerla rodando, juntos. El Barbas contestó que no decía que no. Yo…

La carrera era de ésas de carácter solidario exhibicionista que organiza y promociona un grupo mediático en contra de los accidentes de tráfico, siguiendo las corrientes buenistas que imperan y que le permitirá, supongo, captar alguna que otra subvención y, por supuesto, arrogarse cierta autoridad moral. Cada vez que me sale algún anuncio de esta carrera, lo quito mascullando palabras tales como gilipollas, runners, miserables y demás.

Paco forma parte de una facción climaturia, junto a Tomás y al Máquina, que se caracteriza en que, corriendo, lo que dicen que van a hacer no se parece a lo que hacen. Innumerables veces, haciendo series, compitiendo, hemos quedado en algo y, tal y como dan la salida, ni caso. Nunca supe qué pasa por su mente en ese instante para borrar todo lo que dijeron, por qué túnel espacio temporal pasan y al que los demás no tenemos acceso. Así, cuando Paco dice rodando juntos, piensas –claro que sí, hombre.

La prueba se disputaba en Valencia a mitad de junio a las ocho y media de la tarde. La temperatura ya sabías que iba a estar cerca de los treinta grados. La humedad, por el dos mil por cien. Aunque no vayas a disputarla, tentadora no era.

Y por último, ésta es una carrera de runners, de hacerse fotos, de contarlo, de exhibirlo. No era una carrera de diez kilómetros. Ni un diez mil. Ni un diez. Era una 10K. En femenino. Así lo dicen ellos, en su jerga.

Así que tenemos una carrera de capullos, innecesaria, sin sentido, que no aporta nada, en mal horario y en mala fecha. La respuesta fue evidente

 -Vale.

Cuando digo que la edad no protege de la estupidez, no pienso sólo en la gente de mi alrededor.

Me arrepentí al instante. Entré en la página y vi que la carrera discurría casi por completo por el viejo cauce del Turia. Para correr por el río rodeado de cretinos, no hace falta apuntarse a ninguna carrera (no le vendría mal al cauce una fumigación). Para colmo, el viernes me escribe Paco que a qué ritmo voy a correr. -¿Ritmo? Ni idea. Iré sin reloj. Se trata de ir juntos, ¿no? O en eso quedamos. –Joder, es que entonces me gana mi mujer: -Paco, tenía esperanzas de que, por una vez, respetaras tu palabra. Ya me has vuelto a engañar.

Así que, todo ventajas. Ya no sólo iba a una carrera arrepentido y sintiéndome un idiota. También iba enfadado. Recogí por la mañana el dorsal y la bolsa del corredor: una bolsa de cuerdas (si alguno necesita, tengo. Si alguno necesita cien, tengo), una camiseta bastante buena, aunque un rato fea, y que nunca me podré poner (cada vez que suelto una de mis soflamas a favor de los corredores y en contra de los runners, bastaría con que alguno mostrara una foto mía con esa camiseta para que me hundiera el argumentario) y una bolsita con un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Por la tarde, rodé unos cinco kilómetros solo. Nos juntamos los cuatro (Paco, Barbas, O. y yo) un cuarto de hora antes. Observamos que, evidentemente, era una carrera de runners, porque todos estaban haciéndose fotos y porque en torno al ochenta por cien llevaban puesta la camiseta de la carrera (siempre recomiendan no estrenar nada en una competición. Entre la sensatez y presumir, el runner lo tiene claro). Nos ubicamos en la salida, empapados en sudor, junto a una paraeta de la Guardia Civil de Tráfico (que se presten a esto) y escuchamos aplausos a alguno que estaría dando un discurso del estilo –no estamos a favor de los accidentes de tráfico. Estamos en contra- y otras obviedades similares.

Dan la salida. Prolongación de la Alameda, y vuelta por el puente de Monteolivete. Allí se produce un hecho que iba a marcar toda nuestra carrera: nos adelanta un motivado que se considera necesario para el colectivo cargando en sus espaldas con un altavoz del tamaño del Miguelete, con una intensidad sonora que no se mide en decibelios sino en kilobelios, y con un criterio musical, como hubiera dicho Mendoza, tres puntos por encima de nefasto y uno por debajo de deleznable. Volvemos a la Alameda y ya bajamos al río a la altura del Jamonero.

Y en el río, pues lo que es el río, con sus paseantes, sus ciclistas, sus perros, sus turistas, sus carritos de bebé y sus baches. El mendrugo del altavoz va cincuenta metros delante pero como si lo tuviéramos al lado. A mí me vibraban los cristales de las gafas. O. y yo íbamos juntos. Paco y el Barbas estaban en plena lucha interior, entre su naturaleza y sus ganas de desbocarse, por no hablar de la humillación que sentían al mirar a su alrededor y verse rodeados y adelantados por esa fauna, y la obediencia a la palabra dada. Se adelantaban. Frenaban. Esperaban. Aceleraban. Y así estuvimos hasta el puente de la Trinidad, donde ya se giraba y se bajaba.

Poco antes del puente estaba el avituallamiento. Había cuatro dando agua. Exactamente, cuatro (uno más que tres, dos menos que seis). Sorprendentemente, una causa tan mediática y tan solidaria no había previsto más voluntarios para avituallar en una carrera donde corrían más de mil personas. No pillamos agua. No hidratarse en una carrera de diez kilómetros con esa temperatura y esa humedad es algo que recomiendan nueve de cada diez hijoputas (el décimo, como dirían Faemino y Cansado, recomienda un chicle con azúcar). Por cierto, a la mañana siguiente temprano pasó el Barbas corriendo por allí. Todavía estaban tanto los puntos kilométricos como las botellas vacías de agua desperdigadas. Como dijo él, bien está, cuando uno se consagra a una buena causa como organizador, concentrarse en ella y no desviarse en algo tan secundario como podría ser dejar tu entorno tal y como te lo encontraste

Dimos la vuelta. El del altavoz empezó a dar muestras de fatiga. O., también. Íbamos recortando, pero muy despacio. Aquí sí que tuve tenciones de acelerar para alejarme de la música. No lo hice. No lo hicimos. Y en el kilómetro ocho, lo adelantamos. La satisfacción de aquel momento estuvo un punto por encima de épica y dos por debajo de gloriosa. Delante la música se oía menos (ya sólo me vibraban los imperdibles del dorsal). Y alejándonos del mal, con O. al límite, llegamos a la meta.

La cruzamos los cuatro cogidos de la mano. Ese momento tan hermoso que reflejaba el triunfo del equipo venciendo todas las tendencias individualistas. Ese momento que quedó inmortalizado en una foto en la cual se ve a tres tirillas junto a uno con gafas en un lateral que, si tirase sal, sería confundido con un luchador de sumo.

Aún nos quedamos un ratillo los cuatro, sin parar de sudar, con ganas de llegar a casa (para limpiarnos los dientes con ese fabuloso obsequio que nos habían dado), y riéndonos. Porque, al menos, nos reímos. ¿Fue ésta una de las peores carreras que hemos corrido? Sí. ¿Hemos aprendido algo? Ojalá. ¿Volveremos? Mejor estar callado. Por si acaso.

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