En “The Derry Girls” se cuentan las aventuras de cinco adolescentes, estudiantes de secundaria, en la ciudad de Londonderry (para los protestantes probritánicos) o Derry (para los católicos proirlandeses) en la Irlanda del Norte de los años noventa, con el IRA atentando, con el ejército británico en todas partes, con algaradas, barricadas, revueltas y manifestaciones permanentes, con el alto el fuego, con las negociaciones, con el Acuerdo de Viernes Santo, con el referéndum. Las cinco chicas protagonistas (una es un chico, se llama James, es inglés y no es homosexual, pero como él se define en uno de los capítulos como una Chica Derry, no seré yo quien se lo niegue) estudian en un colegio católico, se consideran irlandesas (fenianas), tienen personalidades muy distintas y forman una unidad.
La serie es muy divertida. Las situaciones. Los diálogos. Los personajes. Tan divertida como humana. Es el mayor mérito que le doy: cómo te conquista. No desde el humor sino desde el sentimiento. Erin, Michelle, Orla, Clare, James. Son cinco y son una. Y son nuestras cinco. Su suerte es la nuestra. Sus despropósitos, sus éxitos, sus alegrías, sus problemas, sus aventuras, sus dramas los compartimos. Y no sólo ellas cinco. Hay una primera fila de personajes secundarios que también nos adoptan (todas las madres, especialmente la de Erin. Y el abuelo Joe). Una segunda fila donde estarían el tío Colm (qué personaje), el padre Peter (y su pelo), Eammon, Ciaran, el tendero (fabuloso), a los cuales sentimos también. Y también hay otros dos personajes, tal vez secundarios pero esenciales. Para la serie. Para mi recuerdo: la hermana Michael y el padre de Erin, Gerry, el personaje que más crece a lo largo de la serie. No hay frase ni gesto en ellos dos que no sea para enmarcar. Para celebrar. Para admirar. Desde luego que detrás hay una guionista. Y una directora. Es la misma (Lisa McGee). Y también está la música, que juega su papel y muy bien jugado (“Rock the boat” nunca volverá a ser la misma canción). Cada episodio es una historia. En cada episodio hemos reído y nos hemos emocionado. Todos los capítulos nos llevaron por el camino de la alegría, de la melancolía, de la ironía, de la esperanza. Todos los episodios nos enseñaron el camino de la felicidad. Y despedirse de ese camino…no es fácil.
Y terminó la última escena. Y no nos movimos. Como cuando, especialmente con las películas de Woody Allen, nos quedábamos sentados en la butaca a leer los créditos, con la excusa de la música, hasta que encendían las luces. No nos movimos. Nos cogimos de la mano. Nos abrazamos. Quisimos decir algo. Callamos. Y, en silencio, huérfanos, tristes, negándonos a despedirnos, no nos movimos.
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