jueves, 28 de agosto de 2025

El peldaño superior

Estábamos tomando el aperitivo. Cuatro éramos: mi hermano, dos amigos de siempre y yo. Empecé a contrales una anécdota. A mitad estaba cuando llegó un conocido. Lo saludamos. Charlamos un rato con él. Se fue. Iba a seguir con el relato en el punto en que lo había dejado cuando pensé -voy a esperar a que me pidan que continúe. No lo hicieron. Empezaron a hablar de otra cosa. Me quedé pensando -ya no eres ameno, Car. Ya eres, oficialmente, un cansino.

Me fastidió. Mira que repito veces que soy un señor mayor cansino, pero, joder, era broma. Y ahora resulta que es verdad. No lo acepto. Debiera sentirme orgulloso por haber llegado a este estado, pero veo que aún me faltan unos cuantos peldaños. Ahora me noto acomplejado. No quiero molestar. No quiero ser un pesado. No me siento cómodo cuando hablo. Me impongo frases cortas. Apostillas breves y, a ser posible, que aporten. Y nada de contar historias. Guardo mi anecdotario bajo llave, a la espera de subir los peldaños.

Allí estábamos, Gonzalo y yo, comiéndonos nuestro almuerzo en el banco junto al Museo de la Molienda, en el balcón de La Mancha. Las bicicletas reposaban a nuestro lado. Cercanos teníamos a un grupo de ciclistas que conversaban con un hombre de más de setenta años. Éste iba vestido de calle y estaba subido a una bicicleta BH antigua de paseo. Se fueron los ciclistas. Llegó a nuestra vera el hombre de la BH.

-Buenos días.

-Buenos días.

Y empezó a hablar.

Nos contó que era de Mota. Y también su infancia. Su adolescencia. Sus años en Madrid. Su trabajo. Su familia. Su afición al ciclismo. Sus rutas favoritas. La enfermedad de su mujer. Sus enfermedades. Sus planes. Sus recuerdos. Llevaba cerca de diez minutos sin parar cuando se calló, nos miró, y dijo:

-Hablo mucho, ¿verdad?

-No se preocupe. Sólo estamos respetando su turno. Espere a que empecemos nosotros.

-Es que tengo que hacerlo. El neurólogo me ha recetado dos cosas: que haga deporte y que hable. Y yo soy muy obediente.

Y se fue a por un grupo de paseantes incautos que acababan de llegar.

Nos quedamos aún un rato en el banco, reflexionando. Porque hasta ese momento pensábamos que el camino dentro de la cansinez empezaba con la vergüenza, los complejos y la timidez y terminaba, una vez asumido, en el cansino orgulloso. Pero acabábamos de descubrir que estaba incompleto, que hay un peldaño superior, protegido por la sensiblería: el cansino por prescripción facultativa. Y aquello fue una revelación. Aún me queda trecho. Esto acaba de empezar.

sábado, 23 de agosto de 2025

Porque en agosto, por las noches, refresca: fotografías


En todas partes. En cada rótulo. Don Quijote. Sancho. Dulcinea. Rocinante. En un lugar de La Mancha. Donde mires. No te alborotes, porque vas a la tierra de don Quijote. ¿Cuántos lo habrán leído? Aquí también habría que hacer un examen antes de permitir su uso. Nos escapamos a Almagro, al Campo de Calatrava. Primero, el recorrido. Mancha, Mancha y más Mancha. Rectas y llanuras interminables. Viñas. Un paisaje monótono que siempre fascina. Y Almagro. Vas al reclamo de las representaciones de teatro clásico (los que vayan), del corral, del teatro, de la plaza mayor. Y es más. Mucho más. Donde pases. Donde mires. Callejear. Perderse. Cada fachada. Cada patio. Tan cuidado. Tan bien conservado. Tan sobrio. Tan bello. Tan elegante. Donde tomamos el aperitivo, con dos bufandas rojiblancas engalanando sus paredes. Donde comimos. –Les recomendamos el canelón de gachas. Cien vidas que vivamos y no terminaremos de agradecérselo. Y en mitad de la saturación quijotesca y cervantina, el cartel de la foto. Nosotros tampoco. No llegó a cumplir como reclamo. Pero le reconocemos que es bueno.




Esta foto está sacada en lo que en la capital del Secarral se conoce como la Ruta de los Sabores, El nombre es añejo. Por allí pasaban los residuos líquidos (bajo el puente) de la antigua estación depuradora (bautizada en el lugar con el delicado nombre de “casa de la mierda”) y vecinos, entonces, estaban un corral de terneros, otro de corderos y otro de pollos. En cuestión de olfato y de gusto el lugar ha mejorado. No para la vista. La aridez del lugar. La desolación, cuando el sol del verano te castiga, cuando no. Al pasar por allí, te sientes próximo al horror. Y piensas cómo puede estar tanta fealdad, tanto abandono, tanto vacío, tanta muerte, tan cercana a la belleza.




Nunca los he escuchado y me temo que jamás lo haré, pero tienen toda mi admiración. ¿Qué habría sido de nosotros sin el Panta Rhei heraclitiano y sin el Ser en Parménides?

domingo, 17 de agosto de 2025

Porque en agosto, por las noches, refresca: canciones

Musicalmente estaba siendo un verano de reencuentros. Empezó cuando, en un festejo, sonó “La cuenta atrás”, de Los Enemigos. Estaba un tanto apartado en un rincón, por lo que me entretuve cantándola a gusto, sin molestar. Alguien me vio, le sorprendió que la conociera y trató de explicarme (¡A MÍ!) quiénes son Los Enemigos. Vencí el pequeño pulso que me planteó por aplastamiento, cuando dijo que “Septiembre” era una canción divertida y lo mandé a que se fijase en la letra y luego volviera. A partir de ahí, y ya que Josele había cogido el micrófono, cada vez que me subo al coche sólo suenan Los Enemigos y me entretengo cantando a gusto sin importarme si molesto.

En su momento Luis Cobos, melena al viento, obtuvo mucha popularidad haciendo potpourris de zarzuelas y demás con una base rítmica deleznable. Se ve que han recuperado la fórmula y la aplican sin pudor a todo tipo de canciones. En el bar de la piscina, a mediodía, suenan en sucesión enlazadas sin especial criterio. Y creo que no son conscientes de que se les cuela algún diamante de vez en cuando que desvirtúa el conjunto. Porque, entre la nada, “Let’s stay together”, de Al Green. Los ojos se me salían de las órbitas. (Ya que hablo de esta canción, aprovecho para colar la versión de Margie Joseph, que está ahí ahí con la original). Y “Tusk”, de Fleetwood Mac. Y “Disco 2000”, de los Pulp. Eran fragmentos, pero lo suficientemente largos como para congraciarme (levemente) con quien sea responsable de la música que suena. Y los reencuentros siguieron cuando estuvimos cenando en casa del Senséi y Mar, con la emisora que tenían puesta de fondo, donde sonó “Brigde over troubled water” (aquí tengo que abrir paréntesis para confesar mi debilidad extrema por esta canción, especialmente en su tercera parte, tan recargada, cuando entran las percusiones y las cuerdas, y que siempre me pareció lo más cercano a lo sublime, y también para recordar, una vez más, que el primer LP que me compré, en 1980, fue un grandes éxitos de Simon y Garfunkel, disco que, por supuesto, todavía conservo). Y "Whole lotta Rosie”, de AC/DC. Y “You can’t always get what you want”, de los Rolling Stones. Y el placer de estos reencuentros, cuando son estas canciones las que vienen sin ser llamadas, sigue siendo infinito.

Y en este verano de viejas canciones, de viejos amigos, de volver a pensar que ya todo está dicho, que ya todo está escrito, llegó mi hija y me dijo:

-Escucha “Johnny Glamour” de (un tal) Rusowsky (enlazo además el concierto del Tiny Desk, porque la versión (es la primera) me encanta). Te gustará.

Y ya me ha abierto otra puerta. Tal vez no todo esté ya escrito. Tal vez (en el libro que me estoy leyendo (“La más recóndita memoria de los hombres”, de Mohamed Mbougar Sarr), el autor afirma que la vida es lo que hay en medio de tal y vez) no todo esté dicho.

lunes, 11 de agosto de 2025

Porque en agosto, por las noches, refresca

No he encontrado un buen subtítulo para esta entrada. Seguro que hay una palabra que define correctamente cuando lees algo y te quedas pensando sobre lo que has leído. Quizá reflexiones. Pensamientos. Divagaciones. Aunque no sé si llega a tanto.

Un personaje del libro que acabo de terminar (“El mágico aprendiz”, de Luis Landero) se hace enterrar con un cilindro metálico donde guarda el escrito de su defensa para el día del Juicio Final. Tenemos tendencia a humanizarlo todo y, puestos a pensar en el Juicio Final, imaginamos un tribunal con juez, fiscal, abogado defensor, jurado, estrado, discursos, alegatos y juramento. Y maza. Pero no tengo muy claro que el Juicio Final, de haberlo, sea un juicio. Más bien creo que habrá un tablero donde, con una chincheta, habrán fijado un listado (pocas cosas había tan terribles como, cuando salían las notas, el momento en que te acercabas a ver si estabas aprobado o no. Hay miedos que nunca se superan) con nombres y, a su lado, una c, una p o una i (porque todavía confío en que en el Cielo no pondrán emoticonos de caritas sonrientes, caritas tristes o caritas indecisas). Y mi duda es si habría revisión en caso de que uno no esté de acuerdo. Pero, ¿juicio? No. De aquí ya salimos juzgados. Y condenados.

En este mismo libro leí la siguiente frase: “Nunca bailó mejor Damocles que bajó la espada”. Todos aquellos que sólo saben responder bajo presión, que necesitan la tensión, el miedo y las prisas para funcionar, ya tienen eslogan. Y es muy bueno.

Me venía la imagen mientras leía de los niños cuando están viendo un guiñol y le gritan a los muñecos que actúan. No me gusta cuando el lector (o el espectador) tiene más información que los personajes. En el escenario siempre he defendido la cuarta pared. El espectador está para recibir, pero no para participar en el espectáculo. Es mi opinión. No quiero ni que me saquen ni que pregunten ni nada. Espacios estancos. Y en una novela de Henning Mankell que también acabo de terminar (“La falsa pista”), por un lado vas siguiendo al asesino y sus crímenes y, por otro, la evolución de la investigación. Es decir, que tú sabes lo que la policía aún no sabe y no logra averiguar. Y, lo dicho, como un niño en un espectáculo de guiñol, gritándole al libro, sintiendo impotencia y rabia. Y decidí, reafirmándome en lo de la cuarta pared y en el papel que ha de interpretar el lector o el espectador, siempre como receptor, que, cuando los citados tengan más información que los personajes, exigir el abrir una vía de comunicación para compartir dicha información y reconducir la trama acelerando la conclusión. Hacer de soplón. De chivato, vamos. ¿Te cargas la novela (o la película o la serie)? Sí. Porque de eso se trata. Dejemos al espectador en su lugar, sentado en una silla. Y olvidémonos de experimentos.

martes, 5 de agosto de 2025

Mil. Milenario

Pues ésta es la entrada número mil en este cuaderno.

Llevo tiempo pensando si conmemorarlo. Y dudando. Mi cerebro se desdoblaba. Una parte decía sí. La otra, no. No eran el ángel y el demonio, positivo y negativo. Uno era parecido a un duende, con sus cascabeles y todo –venga, tenemos que hacer algo especial, que el llegar a este punto lo merece. Vamos a pensar, que seguro que se nos ocurren ideas memorables. Y el otro, el señor mayor cansado, con un carácter que cada vez se parece más al del Dios del Antiguo Testamento (mi héroe) – ¿Qué va a merecer? Anda, cállate y déjame en paz.

¿Por qué no escribes una entrada desde la envergadura de la efeméride, pero con emotividad, en un tono que se mueva entre el envanecimiento, la autocomplacencia y la falsa modestia y que termine con un párrafo de esos de mirada firme y orgullosa hacia el futuro? ¿Tú eres tonto o eres tonto? Si no, podríamos buscar a todos los que pasaron por aquí alguna vez, aquellos que fueron parte de este cuaderno, y que participen del homenaje. ¿Para qué? Cuando uno no está en un sitio es porque no quiere. Sería bastante patético. Pues haremos una selección de las mejores entradas y las enlazaremos. Empieza. E, incluso, haremos una lista con todas las canciones que han aparecido en este cuaderno (de título “Canciones que no quiero compartir con nadie”) como regalo. Empieza. Y, de hecho, empecé. Me fui al archivo. Me leí las entradas de abril de dos mil ocho. Y seguí con las de mayo. Y me quedé a la mitad. No le veía el sentido (aparte de que sentía mucho pudor y mucha vergüenza al hacerlo). ¿Lo ves? Y mira que quería haber hecho una selección de ciento veintiocho entradas y, a partir de ahí, sesentaicuatroavos, treintaidosavos y sucesivos, con resultado, esta vez, incierto. Y mira que me gusta hacer listas de canciones (y aquí sólo tenía que apuntar). No fue desanimarme ante la tarea que tenía delante. Fue ver que no iba a ninguna parte. Así, el duende saltarín se sentó apagando sus cascabeles y el señor mayor gruñón se retrepó en su asiento amagando un principio de sonrisa.

Y entonces apareció la palabra milenario.

Y el duende encendió sus cascabeles. Y el señor mayor se incorporó en su asiento.

Porque celebrar el número mil, y querer festejarlo, tal vez sea un disparate sin sentido. Pero, que este cuaderno se convierta en milenario, con toda la solemnidad que te deja en la boca cuando lo pronuncias, eso ya es otra cosa.

Y no, no haremos fiestas. Pero estamos buscando símbolos. Las selecciones llevan una estrella sobre el escudo por cada Mundial ganado. Los ciclistas, en la manga, llevan los colores de los campeonatos (mundiales, nacionales, olímpicos) que han logrado. ¿Pongo una M en algún lugar preeminente? ¿Me rebautizo como El Impenitente Milenario? ¿Puedo considerarme ya oficialmente intelectual y otorgarme el carnet reglamentario?

Seguiremos buscando. Los tres. Duende, señor mayor y yo.

Y los tres estamos de acuerdo en decir que ésta no es la entrada que conmemora haber llegado al número mil. Esta es la entrada que celebra, y queremos dejar constancia de ello, que este cuaderno es milenario.

Y aquí dejo el eco para que reverbere.

Milenario.

Milenario.

miércoles, 30 de julio de 2025

Los balcones de La Mancha

Una de las rutas ciclistas favoritas de Gonzalo y de Juanan pasa por Monreal del Llano, Mota del Cuervo y Santa María de los Llanos terminando (y saliendo) en la capital del Secarral. Cuarenta kilómetros relativamente suaves por buenos caminos sin un árbol que dé sombra. Dos veces les he acompañado en lo que va de verano. Tienen sus rutinas. En Mota paran junto a los molinos de viento y se sientan en un banco cercano al Museo de la Molienda. Las vistas allí, de toda la llanura que se extiende delante, son preciosas. Fabulosas. Juanan, brazos en jarra, exclama solemne: ¡el balcón de La Mancha! Y ya en el banco, reponen fuerzas con el almuerzo. Fruta. Galletas. Cada uno el suyo. No se comparte.

Cuando leí la noticia siguiente


se la envié a Gonzalo pidiendo que invitaran al visitante de la noticia a la próxima ruta y que almorzase con nosotros (el plátano es el producto estrella en los almuerzos). Gonzalo lo rechazó, ya que le parecía indigno invitar a alguien que no se comía su propio almuerzo. No desistí en mi idea, y propuse que, ya que se trataba de un personaje insigne y digno de toda alabanza, podríamos hacer una excepción y dejarle el almuerzo pegado con cinta americana en la pared del molino del Museo de la Molienda. Volvió a rechazar mi propuesta. –No podemos arriesgarnos a convertirnos en millonarios. Eso es algo que no nos merecemos.

Me inscribí a una carrera en la capital del Secarral. La distancia era de un kilómetro. Salía de la plaza del Pilar, subía el Cerrillo, subía la cuesta bajo el atrio, subía la cuesta del cementerio y terminaba junto al molino Puntal. La habían llamado “Vertical race” pues siempre se puede ser más gilipollas en cualquier rincón de España. Me apunté porque eran amigos los que la organizaban, porque estaba por allí, porque no me hace falta mucho para apuntarme a una carrera y porque muy listo no parezco pues una distancia tan corta toda para arriba con esas pendientes y con calor es lo más opuesto a lo que soy. Y, evidentemente, aquello fue muerte. Pero muerte. Salíamos como en una contrareloj, de minuto en minuto. Treinta y cinco grados. En una carrera así sales a tope y en el Cerrillo ya iba desencajado (no ayudaban las cervezas del mediodía con el Senséi y Mar). Por el atrio, los ojos se me salían de las órbitas. En mi cabeza sólo pensaba en llegar al cementerio (por fuera) porque, de ahí a los molinos, ya era suave. Error. Han acondicionado un paseo con una rampa inicial que fue ya la remataera. Ahí me dobló el que había salido detrás de mí. No recuerdo cómo crucé la meta. Para colmo, había público en todo el recorrido, por lo que mi agonía no fue discreta. Y, por lo visto, aún tuve suerte: fui de los pocos que no vomitó al llegar.

No todo fue malo, pues descubrí aquel paseo. En la capital han reconstruido unos cuantos molinos de viento (se supone que donde hubieron) que, aparte de como reclamo turístico, embellecen el perfil del pueblo, acompañando al castillo, a la colegiata y demás monumentos, especialmente cuando vienes desde Mota y que se ve perfectamente durante los últimos diez kilómetros antes de llegar (la verdad, nunca he sabido dónde empieza La Mancha, si en Belmonte o si en Mota del Cuervo). Y ese paseo que han asfaltado junto a los molinos, con un murete lateral, iluminado por las noches, y que termina en el molino Puntal, en el extremo del último cerro, no es que sea un acierto, especialmente al atardecer, con esas luces, con esas vistas. Es una maravilla. A pesar de las cuestas. A pesar de esa rampa.

Mi paraíso como corredor está en la aldea del Secarral. Suelo tener dos máximas: no me gusta repetir circuitos y jamás vuelvo por donde he ido. Y aquí las puedo cumplir. Tengo rutas por los cuatro puntos cardinales, rutas que combino, que extiendo, que confirmo, que añado. No sé cuántos días voy a salir este verano por aquí (con cinco semanas de vacaciones, igual treinta veces), pero estoy convencido de que respetaré mis dos máximas.

Uno de los caminos que me es más antipático es el que une directamente la aldea con la capital del Secarral. Tiene cuatro rampas muy áridas (cada vez que te explican cómo es el Mont Ventoux, ahora que tenemos tan reciente el Tour, pienso en ellas) que hace que los seis kilómetros entre un punto y otro los vaya posponiendo. Hasta este jueves pasado. A las cuatro rampas añadí una quinta: la que lleva hasta el molino Puntal. Y le dio sentido a todo. Llegué hasta el molino. Contemplé toda la llanura que se extendía delante y, brazos en jarra, exclamé: ¡el balcón de La Mancha! No tuve almuerzo. Comer algo corriendo, cuando aún tenía que volver (por La Mina. Nunca por el mismo sitio), no era muy aconsejable. Pero sí pensé, para lo próxima vez, dejar un plátano, fijado con cinta americana a la pared del molino, preparado. Por si cuando llego estoy desfallecido. O por arriesgarme a convertirme en millonario, no vaya a ser que, por un casual, sí que me lo merezca.

jueves, 24 de julio de 2025

A veces no

Leyendo me encontré con la palabra vanilocuente. Me gustó. Supuse que su origen lo tenía en vanidad. Pensé en discursos fatuos (y les puse cara, de hecho). La busqué en el diccionario y no, no venía de vanidad sino de vano (aunque vanidad también deriva de vano. No iba desencaminado). Discurso vacío de contenido (también le puse cara). Y ya que me la he aprendido, ¿la guardo en mi acervo cultural? Sí. Pero no la archivo. La tengo aquí preparada, en la punta de la lengua, junto a serendipia, onironauta, mutatis mutandi y otras muchas (acervo, por ejemplo), deseando que llegue la oportunidad para darles uso, vengan o no a cuento.

No sólo es poder utilizar una palabra que epate a la audiencia. También disfruto cuando tengo la posibilidad de soltar uno de mis chascarrillos. El clásico es, ante la pregunta -¿para qué?- responder -paraguayo. Ahora tengo otro. Soy feliz cuando mi interlocutor dice bipolar. Entonces irrumpo (e interrumpo): El oso polar nunca tiene frío. El oso bipolar, a veces sí, a veces no. Suelo decir que estos chistes me permiten evaluar a mi auditorio en inteligencia (según mi criterio), y no es del todo falso, aunque también es cierto que, sea cual sea el resultado, hay dos cosas que no van a cambiar: que yo me parta de risa cada vez que lo suelto (porque el chiste del oso bipolar es buenísimo. Gracias, Luis Santángel) y que no dejaré de contarlo cada vez que pueda.

Raúl Somarro suele decir que “la naturaleza es sabia porque nos ha dado una tontería infinita, pero el dinero justo”. Él lo afirma en relación a su círculo más cercano y a su afición a la bicicleta, pero la frase puede extrapolarse fácilmente.

Y la extrapolaremos. Necesito audiencia. No es nuevo, pero va a más. Cada vez soy peor conversador. Escucho para competir. Mis réplicas han de ser ingeniosas. Cada una de mis frases, inteligentes. Brillantes. Mis pensamientos siempre están llenos de escenas en las que me luzco. Impresiono. Triunfo con mi humor. Con mi originalidad. Con mi vocabulario. Con mi cultura. Y mi fama se expande. Y tengo público. Numeroso. Soy reconocido. Admirado. Y ante mi tontería infinita (y en expansión), la naturaleza responde sabiamente con la inteligencia de los demás, no haciéndome demasiado caso y dejándome en mi sitio. ¿Y es mal sitio? Hombre, si lo piensas bien, una vez deshinchado el globo, la verdad es que no. Porque tampoco se vive tan mal siendo El Impenitente. Seguramente mucho mejor, aunque sea mi sueño, que siendo El Vanilocuente.

viernes, 18 de julio de 2025

La taberna Kamogawa

Nagare y Koishi Kamogawa son padre e hija. Ambos tienen un restaurante, una taberna, en Kioto. Dicha taberna es peculiar: ningún cartel la anuncia y no hay nada en el exterior que indique que es un negocio abierto. Tampoco tiene carta. Nagare, que es un policía retirado, cocina, con los productos de temporada, a voluntad y a sentimiento. No buscan crecer, ni expandirse, ni popularidad, ni reseñas favorables. Sólo atender bien a sus clientes y vivir tranquilos.

Otra peculiaridad del negocio es que, además, es una agencia de detectives. De detectives culinarios. Dicha agencia se publicita en una revista gastronómica especializada. En el anuncio no aparece ni una dirección. Ni un teléfono. Como ellos repiten (en cada capítulo), sólo son encontrados por los que están destinados a encontrarlos.

¿Qué es un detective culinario? Bueno, los clientes van buscando platos cocinados de una manera determinada. Van buscando un sabor. Un lugar pasado. Un recuerdo. Una persona. Una vivencia. Un futuro. Lo que signifique para ellos ese plato. Y el detective busca satisfacer a sus clientes.

La novela se titula “Los misterios de la taberna Kamogawa” y su autor es Hisashi Kashiwai. Más que una novela, es una colección de relatos. De seis relatos, exactamente.

Los protagonistas de las historias son Nagare y Koishi. Nagare, el padre, es para llevárselo a casa, y no para que te cocine (bueno, también). Tiene una humanidad, un humor, una perspicacia y una sensibilidad que me ha conquistado (nunca se deben olvidar la humildad y la seriedad de cuando uno era principiante). Koishi, su hija, me rechina más. Sus impertinencias me irritan un tanto. Además, es un personaje prescindible. Aporta poco a la trama. Dar réplicas. Los relatos, sin ella, también habrían funcionado. Otros personajes de la novela son un gato (Hirune), la esposa de Nagare, ya fallecida, pero que está presente; la ciudad de Kioto, en todas sus estaciones (aquí abro un paréntesis que no debería abrir, pues sólo sirve para delatar mi ignorancia: hace poco descubrí que Tokio y Kioto son simétricos silábicamente. Entiendo que se escribirán con dos ideogramas y, según el orden, tendrán un significado u otro. Y son un lugar y otro) y la cocina. Podría decir que sería recomendable leer este libro con el estómago lleno, mas sería inútil. Aunque estuvieras recién llegado de pasar seis meses con Pantagruel, salivarías igual. Las ganas de coger un avión destino Kioto (practicando toda la duración del vuelo con los palillos) sólo para sentarte en una mesa de la taberna y comerte lo que te vayan sirviendo, son permanentes mientras lees.

La estructura de los seis capítulos, de los seis relatos, es idéntica. Una primera parte donde un futuro cliente deambula por Kioto buscando el local, con lluvia y frío en invierno, con los cerezos en flor en primavera. La entrada, con dudas, en la taberna. Los comentarios sobre la dificultad de hallarlos y cómo supo de ellos. La intención de contratarlos como detectives, aunque, previamente, comen un menú degustación a voluntad de Nagare, en una vajilla especial, y que siempre les encanta. El traslado al despacho por un pasillo lleno de fotos, fotos que se comentan. La toma de datos del nuevo cliente. Las pistas que pueden dar sobre lo que están buscando y que parecen insuficientes. La cita para la resolución. El gato, que está fuera y que quiere entrar. Y una segunda parte, con la presentación del plato, con la resolución del caso, siempre satisfactoria, y la explicación de cómo se llegó a la misma. La forma de pago, algún aforismo de los que te deja un rato pensando, el gato merodeando y, al final, el padre y la hija celebrando el éxito.

He leído sobre esta novela y muchos la consideran repetitiva. Y es probable que tengan razón, y más tras lo que he contado en el párrafo anterior.

Pero, a mí, cada relato me ha parecido distinto.

Porque cada historia es distinta.

El plato que es una despedida, que te permite decir adiós y volver a empezar. El plato del momento en que tomaste una decisión que condicionó el resto de tu vida y que nunca has dejado de cuestionar, de reprocharte. El plato que te recuerda quién querías ser frente a quién eres ahora, por muy poderoso que seas. El plato que permite que la historia de amor continúe y siga latente, a pesar de las imposiciones, del honor, de la tradición, del orgullo. A pesar de la muerte. El plato que supuso un principio y añoras sin saber por qué y que ahora averiguas. El plato que piensas que te va a llevar a un pasado y te devuelve otro.

No todos los relatos son igual de buenos. Yo les hubiera dado otro orden, pensando en dejar para el final los mejores y que las emociones fueran creciendo con el libro y cerraras la última página con el sabor que te deja uno de los capítulos intermedios y que no tienen los dos últimos.

Aunque esto sería por ponerle otro pero. Y sería mi pero.

Y sería uno de los pocos.

sábado, 12 de julio de 2025

El indiscriminado uso de la técnica del name-dropping y sus nulas consecuencias: '68 Comeback Special

Escribí hace tiempo una entrada en donde contaba que, mientras volvía de Ribarroja de una carrera un domingo por la mañana, iba escuchando por la radio un programa de nombre “Club Elvis” que hacía Vicente Ahumada (quien ya abandonó el edificio). Sonaron canciones aquel día de un concierto que había dado Elvis Presley en el Madison Square Garden de Nueva York en el año setenta y dos. Tal y como lo iba escuchando tuve la sensación o la revelación de que aquel era el momento y el lugar en el que me hubiese gustado estar. El Elvis crooner, gordo, con su cazadora de flecos y sus pantalones de campana, con sus patillas, con sus pastillas, con sus gafas de sol. El Nueva York de “Cowboy de medianoche” y de “Taxi driver”. Allí. Entonces.

Seguía después con un segundo párrafo en el cual recordaba un juego que teníamos el grupo de amigos del colegio (y que mutó al grupo del futbolín), y que consistía en preguntar ¿qué preferirías? En aquel juego eran mucho más importantes las preguntas que las respuestas. En realidad, nos daban igual las respuestas. Porque no se trataba de saber si carne o pescado, dulce o salado o mar o montaña. Las preguntas tenían que estar trabajadas. Había que pensarlas bien. ¿Ejemplos? ¿Qué preferirías? ¿Salir en la portada del ABC Cultural o en la del SuperPop? ¿Ver a Joan Crawford haciendo el gesto con los dedos de “entre comillas” o escuchar a Clint Eastwood decir -no me da la vida? ¿Tropezar y caerte en el último obstáculo cuando vas destacado en la final olímpica de ciento diez metros vallas o estar en un local donde está sonando a todo meter “Sultans of Swing”, de Dire Straits, rodeado por más de cien tíos (con una cinta de hacer aerobic en sus cabezas) que están tocando sus guitarras imaginarias? 

Terminaba con un tercer párrafo en el cual le contaba a Sanfélix mi revelación escuchando por la radio aquellos fragmentos del concierto de Elvis. Poco después me entraba un mensaje: ¿Qué preferirías? ¿Ver a Elvis en el Madison en el setenta y dos o presenciar en directo las quince primeras ediciones del Festival de San Remo? Y ahí empezó una de nuestras batallas pretenciosas, que tanto nos gustan. ¿Y por qué no ir a ver a Herb Alpert y a Sergio Mendes y Brasil-66 en cualquier boite con sillones de skay de finales de los sesenta? ¿Y estar en el café-concert La Fusa de Buenos Aires en julio de mil novecientos setenta viendo a Vinicius de Moraes, Toquinho y María Creuza? ¿Y tomarnos unos combinados cualquier atardecer de finales de los cincuenta en el Shell Bar de Honolulu mientras tocan Martin Denny y su combo? ¿Y pasarnos a ver actuar a The Rat Pack a principios de los sesenta en Las Vegas? ¿Y acercarnos al Hot Club de París a escuchar a Django Reinhardt y a Stephane Grappelli a mitad de los años treinta? La discusión acabó en uno de nuestros paraísos comunes: Beatles, “Álbum blanco”, George Harrison. Y allí nos quedamos. No era mal sitio.

En 1968 Elvis Presley llevaba siete años sin actuar en directo. Su mánager, el coronel Parker, tras su retorno del ejército, había dirigido su carrera hacia el cine. Dos o tres películas al año. Ninguna para recordar, pero todas funcionando muy bien comercialmente. No se había desligado de la música, grabando las bandas sonoras y discos de música góspel. Seguía siendo una estrella, pero ya no era quien marcaba el camino. Las bandas británicas lo habían desbancado. Tenía treinta y tres años y era una vieja gloria.

La recaudación de las películas comenzaba a estancarse, y el coronel Parker pensó, para no perder vigencia, en que Elvis grabara un especial navideño televisivo y negoció entonces con la cadena NBC. La idea de Parker era que fuera un programa de villancicos. El productor (Bones Howe) y el director (y psicólogo a tiempo parcial Steve Binder) del mismo propusieron darle un giro a esa propuesta. No sería un especial navideño. Sería algo más. Porque, según el productor y el director, Elvis era algo más. A Elvis le entusiasmó la idea. Y Parker, por una vez, dio su brazo a torcer.

Se planificó un programa en tres partes. Una primera, con coreografías. Una segunda, en acústico (¿De dónde sacó la MTV la idea del “Unplugged”?). Y una tercera, con Elvis sólo en el escenario.

Se grabaron cuatro horas de actuaciones, que terminaron convirtiéndose en una. La grabación no fue fácil. Elvis se sentía inseguro. Tenía miedo. Miedo a no estar a la altura. Miedo al fracaso. Miedo a que fuera el último acto. El final.

No lo fue. Todo lo contrario. No sólo el éxito de audiencia. Es lo que supuso (aquel programa pasó a la historia con nombre propio: '68 Comeback Special). Particularmente memorable (en mi opinión) es la parte acústica, sentados en círculo Elvis y sus músicos, los mismos que estaban con él al principio, en las grabaciones de la RCA: Scottie Moore, DJ Fontana. Un Elvis pletórico, vestido de cuero de arriba abajo, confiado, seguro, cómodo, feliz, derrochando talento, derrochando carisma, derrochando magnetismo, derrochando personalidad. Ni rastro de sus inseguridades (la labor psicológica de Steve Binder funcionó).

El programa se cerró con una canción que se estrenó aquel día, escrita a la sombra de los discursos de Martin Luther King, tras su muerte y la de Robert Kennedy. La canción es “If i can dream”. Al terminar la misma se le escucha decir -Thank you. Goodnight. Pero realmente no estaba diciendo eso. Porque aquel día Elvis no hizo un especial para la televisión. Efectivamente, fue algo más. Y lo que realmente estaba diciendo era: señores Lennon, McCartney, Jagger, Richards, Davies, pueden postrarse ante el Rey. Porque yo soy el Rey.

A partir de ese momento vinieron los conciertos en Las Vegas. Su degradación como persona. Su muerte en vida, como dicen algunos. Pero ese día, con ese programa, Elvis, en su trono, estuvo sentado de nuevo en la cima del mundo.

Así que, mi muy querido Sanfélix, siguiendo con la batalla, ¿no preferirías estar un día de las navidades de 1968 sentado delante del televisor en cualquier lugar de los Estados Unidos (Tupelo o Memphis incluidos), viendo en la NBC cómo, estando la pantalla en negro, suena la introducción de “Trouble” y aparece Elvis con una guitarra eléctrica vestido de negro con un pañuelo rojo al cuello?

P.D. Toda la historia del especial navideño de Elvis la escuché en un podcast llamado ”Sofá Sonoro. Elvis y el regreso más arrollador de la música” (en Spotify se puede encontrar). Fue Sanfélix quien me lo recomendó. Quién si no.

sábado, 5 de julio de 2025

Ella y el método

El método. Ella, mi hija, me hacía callar. Resultados, ¿no? Ya, pero… Resultados. Mira. Funciona. Sí, pero… Funciona. No puedes decir nada. Y aunque me moría de ganas, no, no decía nada.

La universidad. La advertí: no sabes jugar. Todo esto es nuevo. Las reglas son otras. Aprenderás, pero todavía no sabes. Ni caso. Su seguridad, que a veces raya en la arrogancia. Su confianza en el método. En sí misma. El método funciona. Y funcionaba. Hasta que llegaron los primeros reveses. Se quedó descolocada. ¿A ella? ¿De verdad que esto le estaba pasando a ella? No estaba seguro de cuál podría ser su reacción ante las dificultades. Ante la adversidad. El método era útil en la vida fácil, cuando ella dominaba y sentía que dominaba y hacía lo justo. Ahora, no. Ahora se daba cuenta de que no era así. De que no sabía jugar. De que no conocía las reglas. Y estaba estupefacta. Descolocada. Desbordada. ¿Bajaría los brazos? ¿Llegaría el desánimo? ¿El desaliento? No. Orgullo. Rabia. ¿El método? El método se adapta. Y se adaptó. Aprendió a jugar. A fajarse. En campo abierto y en las trincheras. En casa y en la biblioteca. En los exámenes y en las revisiones de examen. ¿Ella derrotada? ¿Ella hundida? ¿Ella? Ya está en segundo. Y pasa limpia. Fatigada. Extenuada. Reventada. Triunfadora.

Repito muchas veces que mi hija me fascina. Lo que no sé es si soy capaz de expresar cuánto. Y no sólo es fascinación. Orgullo. Admiración. Cómo ha combatido. Cómo ha encajado. Cómo ha reaccionado. Cómo ha vencido. Ella. Ella y su método. Sigo callado. Con la boca abierta. Con los ojos como platos. Rendido. Y callado.

lunes, 30 de junio de 2025

Carta de amor a Marisol en dos fotos y dos canciones


En un callejón que da a la plaza del Negrito. Otro lugar donde peregrinar. O para pasar a saludar.

Mis padres tenían el sencillo de la versión que hizo Marisol del “Corazón contento” de Palito Ortega. Ahora lo tengo yo. Es una canción a la que quiero de tal manera, una canción que lleva tanto tiempo acompañándome, que soporta sin problemas su popularidad sin sufrir menoscabo en mi estima (qué palabra tan hermosa es menoscabo). Los demás no consiguen arrebatármela. Con esa letra, la carta de amor por excelencia. Se podrá decir de muchas otras maneras, la mayoría de ellas más bonitas. Pero todas llevarán la esencia de esta canción dentro.



La “Balada para la soledad de mi guitarra” es a la tristeza lo que “Corazón contento” es a la alegría. Es a la tristeza, para mí, lo que “Diario”, de Nacha Guevara. Es al nihilismo, para mí, lo que aquel verso de Serrat (y me pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente). La canción es de Caco Senante (que no sólo le escribía al mojo picón y a las gaviotas perdidas en Madrid). Tal vez la producción no haya envejecido muy bien. La melodía, la letra y la voz de Marisol no han envejecido. Esta canción también me acompañó muchas veces. Y la canté en mis soledades. Y será bonito cantarla junto a ella, igual que el “Corazón contento”, cada vez que pase a saludarla, cuando me pierda por el centro y termine junto a la plaza del Negrito.


martes, 24 de junio de 2025

Ponle freno

Paco nos tentó. Nos dijo que se había inscrito a una carrera junto a su mujer, O., cuya salida estaba cerca de mi casa (ese anzuelo iba para mí) y nos propuso hacerla rodando, juntos. El Barbas contestó que no decía que no. Yo…

La carrera era de ésas de carácter solidario exhibicionista que organiza y promociona un grupo mediático en contra de los accidentes de tráfico, siguiendo las corrientes buenistas que imperan y que le permitirá, supongo, captar alguna que otra subvención y, por supuesto, arrogarse cierta autoridad moral. Cada vez que me sale algún anuncio de esta carrera, lo quito mascullando palabras tales como gilipollas, runners, miserables y demás.

Paco forma parte de una facción climaturia, junto a Tomás y al Máquina, que se caracteriza en que, corriendo, lo que dicen que van a hacer no se parece a lo que hacen. Innumerables veces, haciendo series, compitiendo, hemos quedado en algo y, tal y como dan la salida, ni caso. Nunca supe qué pasa por su mente en ese instante para borrar todo lo que dijeron, por qué túnel espacio temporal pasan y al que los demás no tenemos acceso. Así, cuando Paco dice rodando juntos, piensas –claro que sí, hombre.

La prueba se disputaba en Valencia a mitad de junio a las ocho y media de la tarde. La temperatura ya sabías que iba a estar cerca de los treinta grados. La humedad, por el dos mil por cien. Aunque no vayas a disputarla, tentadora no era.

Y por último, ésta es una carrera de runners, de hacerse fotos, de contarlo, de exhibirlo. No era una carrera de diez kilómetros. Ni un diez mil. Ni un diez. Era una 10K. En femenino. Así lo dicen ellos, en su jerga.

Así que tenemos una carrera de capullos, innecesaria, sin sentido, que no aporta nada, en mal horario y en mala fecha. La respuesta era evidente

 -Vale.

Cuando digo que la edad no protege de la estupidez, no pienso sólo en la gente de mi alrededor.

Me arrepentí al instante. Entré en la página y vi que la carrera transcurría casi por completo por el viejo cauce del Turia. Para correr por el río rodeado de cretinos, no hace falta apuntarse a ninguna carrera (no le vendría mal al cauce una fumigación). Para colmo, el viernes me escribe Paco que a qué ritmo voy a correr. -¿Ritmo? Ni idea. Iré sin reloj. Se trata de ir juntos, ¿no? O en eso quedamos. –Joder, es que entonces me gana mi mujer: -Paco, tenía esperanzas de que, por una vez, respetaras tu palabra. Ya me has vuelto a engañar.

Así que, todo ventajas. Ya no sólo iba a una carrera arrepentido y sintiéndome un idiota. También iba enfadado. Recogí por la mañana el dorsal y la bolsa del corredor: una bolsa de cuerdas (si alguno necesita, tengo. Si alguno necesita cien, tengo), una camiseta bastante buena, aunque un rato fea, y que nunca me podré poner (cada vez que suelto una de mis soflamas a favor de los corredores y en contra de los runners, bastaría con que alguno mostrara una foto mía con esa camiseta para que me hundiera el argumentario) y una bolsita con un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Por la tarde, rodé unos cinco kilómetros solo. Nos juntamos los cuatro (Paco, Barbas, O. y yo) un cuarto de hora antes. Observamos que, evidentemente, era una carrera de runners, porque todos estaban haciéndose fotos y porque en torno al ochenta por cien llevaban puesta la camiseta de la carrera (siempre recomiendan no estrenar nada en una competición. Entre la sensatez y presumir, el runner lo tiene claro). Nos ubicamos en la salida, empapados en sudor, junto a una paraeta de la Guardia Civil de Tráfico (que se presten a esto) y escuchamos aplausos a alguno que estaría dando un discurso del estilo –no estamos a favor de los accidentes de tráfico. Estamos en contra- y otras obviedades similares.

Dan la salida. Prolongación de la Alameda, y vuelta por el puente de Monteolivete. Allí se produce un hecho que iba a marcar toda nuestra carrera: nos adelanta un motivado que se considera necesario para el colectivo cargando en sus espaldas con un altavoz del tamaño del Miguelete, con una intensidad sonora que no se mide en decibelios sino en kilobelios, y con un criterio musical, como hubiera dicho Mendoza, tres puntos por encima de nefasto y uno por debajo de deleznable. Volvemos a la Alameda y ya bajamos al río a la altura del Jamonero.

Y en el río, pues lo que es el río, con sus paseantes, sus ciclistas, sus perros, sus turistas, sus carritos de bebé y sus baches. El mendrugo del altavoz va cincuenta metros delante pero como si lo tuviéramos al lado. A mí me vibraban los cristales de las gafas. O. y yo íbamos juntos. Paco y el Barbas estaban en plena lucha interior, entre su naturaleza y sus ganas de desbocarse, por no hablar de la humillación que sentían al mirar a su alrededor y verse rodeados y adelantados por esa fauna, y la obediencia a la palabra dada. Se adelantaban. Frenaban. Esperaban. Aceleraban. Y así estuvimos hasta el puente de la Trinidad, donde ya se giraba y se bajaba.

Poco antes del puente estaba el avituallamiento. Había cuatro dando agua. Exactamente, cuatro (uno más que tres, dos menos que seis). Sorprendentemente, una causa tan mediática y tan solidaria no había previsto más voluntarios para avituallar en una carrera donde corrían más de mil personas. No pillamos agua. No hidratarse en una carrera de diez kilómetros con esa temperatura y esa humedad es algo que recomiendan nueve de cada diez hijoputas (el décimo, como dirían Faemino y Cansado, recomienda un chicle con azúcar). Por cierto, a la mañana siguiente temprano pasó el Barbas corriendo por allí. Todavía estaban tanto los puntos kilométricos como las botellas vacías de agua desperdigadas. Como dijo él, bien está, cuando uno se consagra a una buena causa como organizador, concentrarse en ella y no desviarse en algo tan secundario como podría ser dejar tu entorno tal y como te lo encontraste

Dimos la vuelta. El del altavoz empezó a dar muestras de fatiga. O., también. Íbamos recortando, pero muy despacio. Aquí sí que tuve tenciones de acelerar para alejarme de la música. No lo hice. No lo hicimos. Y en el kilómetro ocho, lo adelantamos. La satisfacción de aquel momento estuvo un punto por encima de épica y dos por debajo de gloriosa. Delante la música se oía menos (ya sólo me vibraban los imperdibles del dorsal). Y alejándonos del mal, con O. al límite, llegamos a la meta.

La cruzamos los cuatro cogidos de la mano. Ese momento tan hermoso que reflejaba el triunfo del equipo venciendo todas las tendencias individualistas. Ese momento que quedó inmortalizado en una foto en la cual se ve a tres tirillas junto a uno con gafas en un lateral que, si tirase sal, sería confundido con un luchador de sumo.

Aún nos quedamos un ratillo los cuatro, sin parar de sudar, con ganas de llegar a casa (para limpiarnos los dientes con ese fabuloso obsequio que nos habían dado), y riéndonos. Porque, al menos, nos reímos. ¿Fue ésta una de las peores carreras que hemos corrido? Sí. ¿Hemos aprendido algo? Ojalá. ¿Volveremos? Mejor estar callado. Por si acaso.

miércoles, 18 de junio de 2025

La felicidad (y sus escondites)

En dos de las tres carreras que organizamos en la aldea del Secarral tenemos clasificaciones y hay, por tanto, podio. Suelo encargarme de los premios y no es raro que me toque entregar algunos.

El fin de semana anterior celebramos el duatlón. Los trofeos de cada categoría los personalizamos. Como teníamos de sobra improvisamos otra categoría, que no está en el circuito (parejas mixtas) y llamamos a las tres primeras al podio.

No se lo esperaban.

Les pedimos perdón porque los trofeos llevaban etiquetas que no correspondían.

¿Les importó?

No.

En absoluto.

Y no fue porque el premio fuera nuestro bote de queso en aceite (legendario).

Fue porque en el podio está la felicidad.

Es divertido observar la felicidad. Y encontrarla.

Hay un local cerca del puerto que nos gusta mucho. Solemos ir dando un paseo y allí nos tomamos algo. El sitio es agradable. Estamos tranquilos. La música está bien y, a veces…




Muy bien.

Tienen un piano. Un día coincidió que dieron un concierto. Piano y voz femenina. Música italiana. Modugno. Mina. “Grande, grande, grande”, “Volare”, “Parole, parole”. Disfruté. Disfrutamos. Y me puse a imaginar. Me vi junto al piano. “Un bacio e troppo poco”. “Vecchio frac”. “Il cielo en una stanza”. “Meraviglioso". Breve amore”. Apoyado en el piano. Mi propio podio.

La felicidad.

jueves, 12 de junio de 2025

El sitio más aburrido del mundo

El lugar más aburrido del mundo estaba en El Perelló y se llamaba “Graffiti”. Entrabas allí y el tiempo se eternizaba. No sé si era la clientela, la música o la decoración. O la iluminación. O el camarero. O todo junto. Allí dentro no te reías. No se te ocurría nada ingenioso. Ni no ingenioso. No se te ocurría nada. Entrabas, salías y no te quedaba ni el recuerdo. ¿Qué podía quedarte cuando el cerebro se apagaba y la tensión se desplomaba conforme llegabas? Bastante era con que respirásemos (boqueando como los peces) y el corazón, a duras penas, bombease.

En tediosa competencia con “Graffiti” estaba el “Café Colón”, en la calle Manuel Candela de Valencia. Era el segundo lugar más aburrido del mundo, pero únicamente porque llegó después. Mismas características, mismos síntomas, mismos efectos. Cuando me preguntan si alguna vez estuve en coma, la respuesta oficial es no, pero la real difiere, si sumamos los ratos, cortos en el reloj, infinitos en el tiempo, pasados allí.

En el libro “El signo de los cuatro”, de Arthur Conan Doyle, puede leerse lo siguiente:

Fue la nuestra una comida alegre. Holmes, cuando quería, era un excelente conversador, y aquella noche quiso serlo. Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Nunca lo he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: sobre las comedias de milagros, sobre vajilla medieval, sobre violines Stradivarius, sobre el budismo en Ceilán y sobre los barcos de guerra del porvenir.

Sobremesa en el 221 B de Baker Street, en Londres. De repente, “Graffiti” me pareció el sambódromo de Río de Janeiro en Carnaval, y el “Café Colón”, la Tomatina. El lugar más aburrido del mundo cambia de ubicación. Al llegar al budismo en Ceilán, el coma ya sería profundo e irreversible. Y con los barcos de guerra del porvenir, la extremaunción.

viernes, 6 de junio de 2025

En esta entrada se cuenta quién mató a Rogelio Ackroyd

Pecados de juventud. Las novelas de Agatha Christie parece que sean pecados de mi juventud. No sé cuántas leí. O devoré. En la casa de la capital del Secarral, por sus estanterías, habrá más de veinte. Una de mis hermanas, un primo nuestro y yo nos las pasábamos, nos las quitábamos, las compartíamos, las comentábamos. Dejamos de leerlas. Dejé de leerlas. Igual fue por saturación. No recuerdo haber vuelto a leer ninguna pasados los veinte años. Y al hablar de aquellas novelas, es un sí, pero. Libros menores. Etapas que hay que pasar. Como los libros de Martín Vigil o de Richard Bach. O los de Hesse, Tagore, Huxley u Orwell. Los leí, sí. Pero justificándolo. Con la necesidad de dar una explicación. Y menospreciando, por supuesto. Lo dicho. Pecados de juventud. Pecadillos. Así, en diminutivo, que no tienen ni que confesarse.

Tiene Raymond Chandler un libro llamado “Peces de colores” que consta de dos relatos y una introducción titulada “Apuntes sobre la novela policiaca” donde enumera unas pautas y da sus opiniones. Una de las reglas que define es que el lector, en estas novelas, debe tener en quién confiar. El detective es el personaje encargado de buscar la verdad y es a quien sigue el lector. Que nos pueda decepcionar tanto el narrador o el personaje a través del cual se escribe la historia, es calificado por Chandler como un “flagrante delito de deshonestidad” por parte del autor. Sin embargo, luego abre un paréntesis para explicar por qué la violación de esta regla en “El asesinato de Rogelio Ackroyd” (en la traducción que me he leído todos los nombres están castellanizados: Carolina, Rogelio, Jaime, Carlos… Y así lo dejo) de Agatha Christie nunca le había afectado: primero, porque “esa deshonestidad está muy bien explicada”; segundo, porque “la presentación de la historia y el elenco de personajes demuestran claramente que el narrador es el único asesino posible, hasta el punto de que el problema que se le plantea al lector inteligente no es el de saber quién ha cometido el asesinato sino, más bien, “sígueme de cerca y atrápame si puedes””.

No leí en su momento este libro. Y, en fin, me entró la curiosidad. Agatha Christie me quedaba ya muy lejos, pero Chandler es Chandler. Aunque leer una novela policiaca sabiendo de antemano quién es el asesino, pues algo de gracia le quita. Pero Chandler es Chandler. Y como Chandler es Chandler…

Pues me la he leído.

En un santiamén.

¿Puede la estructura de un libro ser una espiral? Esta sensación es la que he tenido mientras la leía, con un comienzo parsimonioso, pero que se iba acelerando a cada paso convergiendo en espiras a un punto central, a una apoteosis. El sentido del ritmo que logra la autora, en mi opinión, es admirable. Y siendo ella como es una maestra de las puestas en escena, de las sorpresas y de los giros, pues me he dejado llevar por la espiral y su aceleración. El hecho de saber quién mató a Rogelio (perdón por la familiaridad) me hizo fijarme en detalles que no sé si habría captado: el nerviosismo que le causaba al narrador ciertas situaciones imprevistas, aunque siempre era capaz de justificarlas; la forma en que Poirot le dosificaba la información. Me resultaba extraño que el asesino estuviera haciendo una crónica como espectador de todo el proceso, sin dar ni una pista, pero esto queda bien explicado al final. Porque todo queda bien explicado. Todo está atado cuando la autora te deja en el punto central, cuando cierras el libro. Y es entonces cuando me acordé de mi hermana y de mi primo y cómo compartimos y comentamos aquellas novelas. De cómo las vivimos. Y los eché de menos.

Tal vez sea cierto que la vida es simétrica y que estoy volviendo a mi juventud.

Y si he de volver también a sus pecados, por favor, que sean sólo los literarios.

sábado, 31 de mayo de 2025

¿Donde trabajo?

Donde trabajo no se resaltan las cosas. Se highlightean.

Donde trabajo no tenemos sucesos imprevistos. Tenemos sucesos intempestivos.

Donde trabajo, no se sustituyen a las personas. Se las suplanta.

Donde trabajo, si ven que podrías necesitar plantillas para el calzado, te recomiendan ir al logopeda.

Donde trabajo, no te prometen el oro y el moro. Te prometen el oro y el muro.

Donde trabajo, Harrelson se jubiló. Ahora vienen los hombres de Harrison.

Donde trabajo no se replica. Se repica.

Donde trabajo no se piensa que los futbolistas brasileños salen, en su mayoría, de las favelas. Salen de las chabelas.

Donde trabajo no te apuntas a un curso. Te enrolas.

Donde trabajo no te hacen la pelota. Te adoran la píldora.

Donde trabajo somos tan bíblicos que, además de galimatías, tenemos galimateo.

Donde trabajo no tienes tiempo libre. Tienes espacio de tiempo.

lunes, 26 de mayo de 2025

Swoops

El muñeco de la foto se llama Swoops y llegó a casa ya bautizado. Siendo mi hija muy niña, se puso enferma y, para animarla en su malestar, su hermano se lo llevó. Ella se alegró mucho. Estaba encaprichada de él desde que lo viera. Y se convirtió en su juguete favorito. Su mejor amigo. A todas partes iba con él. Se lo llevaba hasta a clase. Donde estaba mi hija, estaba Swoops. Inseparables.

Ella fue creciendo y el muñeco pasó a un segundo plano. Y a un tercero. Y a un cuarto. Y yo, de vez en cuando, le preguntaba. Y sus respuestas fueron variando con el tiempo.

-¿Dónde está Swoops? Hace tiempo que no lo veo.

-Está de campamento. En mitad de la montaña. Está incomunicado.

-Este curso está estudiando fuera. Con los amigos que hizo en el campamento.

-De vacaciones. Quería estar solo. Necesitaba meditar.

-Ahora está aquí. Pero está muy serio. Creo que se volverá a marchar.

-Se ha ido de voluntario. No sé exactamente dónde. Pero sé que está bien.

Acumulando ausencias y retornos discretos de Swoops, mi hija ha llegado a la universidad. Su poder para fascinarme sigue siendo ilimitado. Y a este poder ha ido añadiendo ciertas peculiaridades. Él otro día nos contó que, antes de un examen de ”Derecho Romano”, ella, tan descreída a tiempo parcial, había rezado un Padrenuesto. Pero que lo había rezado en latín. Lo consideró más apropiado.

También nos contó que había tenido que aprenderse los distintos poderes del Estado y su relación. Y para hacerlo más fácil, decidió hacer una representación gráfica de los mismos dentro del bastión inexpugnable de su habitación (me contó Ana que se está imponiendo como método de castigo a adolescentes el quitarles la puerta de su habitación. No es mala idea). Y así, sobre su cama, colocó muñecos, trastos y cachivaches que le permitieron asimilarlo todo mejor.

-¿Y a Swoops le diste algún papel?

-Por supuesto.

-¿Cuál?

-Él es el rey.

Ha vuelto. Está aquí. Viva el rey.

martes, 20 de mayo de 2025

La vida innegociable

Nos juntamos este sábado los amigos en la capital del Secarral. Fuimos el Senséi y yo a comprar el pan. Andando, vi que se saludaba con alguien a lo lejos. –Es Manolo- me dijo. ¿No te acuerdas de él?

Estoy leyéndome ahora “La vida negociable”, de Luis Landero. En él, el personaje protagonista cuenta su vida en sus distintas etapas, una vida errática en donde llega a causar mucho dolor, y que él justifica una vez tras otra, negociando siempre con ventaja con su conciencia, con su pasado, con su futuro, argumentando para no tener que pedir nunca perdón, para no ser jamás culpable.

Desde mis tres hasta mis quince años, cuando nos vinimos a vivir a Valencia, todos los fines de semana íbamos a la capital del Secarral. Todos. Y en Navidad. Y en Semana Santa. Y buena parte del verano. Mi abuela tenía casa en el barrio conocido como Corea y en ella nos alojábamos. Coincidimos allí con un montón de chavales de nuestra edad: Alfredo, Jose, los dos Manolos, los dos Enriques, Pedro Pablo, Fernando, Miguel Ángel, Jesús, Sebastián, José Andrés. Las eras, los dos parques, el nuevo y el viejo, el paseo, el instituto y su pista y la piscina (en verano) eran nuestro territorio de juegos. Millones de partidos de fútbol. Y el trompo. Y las chapas. Y las canicas. Y otros juegos como la dola. Y el rescatao. Y las partidas de tute en los bancos del paseo. Y la rivalidad con los chavales de otros barrios, que se dirimían jugando al fútbol y que terminaban, muchas veces, con lo que se llamaba el “apedreo”.

Hasta que llegó el día en que todo lo que fue divertido dejó de serlo (todo menos el fútbol, claro). El día en que, por algún mecanismo hormonal, supongo, las inquietudes empiezan a ser otras. Y mi hermano y yo, de manera consciente, pensamos que para el camino que entonces se abría, y para el cual no estábamos preparados aunque creíamos que sí, mucha de aquella gente, muchos de los que habían sido nuestros amigos, nuestros compañeros de juegos desde que éramos muy niños, no valían. Y nos apartamos de ellos. Les dimos de lado. Les hicimos de menos. Sin dar ninguna explicación. Y encontramos nuevos amigos.

Por supuesto que me acuerdo de Manolo. He hablado muchas veces con él en todos estos años. Conversaciones de hombre, qué tal, cómo te va. Pero no puedo evitar sentirme culpable cuando lo veo. Sentirme avergonzado. Porque me porté mal con él. Porque no fui justo. Porque le fallé y lo hice a conciencia y sin dar la cara. Algunas veces pensé en sincerarme con él, con Jesús, con Alfredo, con Sebastián, con tantos otros, en hablarles de mi sentimiento de vergüenza, de mi arrepentimiento y en pedirles perdón. No lo he hecho. Y no lo he hecho porque sería inútil. Y no por el tiempo pasado. No porque tema su respuesta pues ellos ya ni se acordarán y seguro que me habrán perdonado por indiferencia. Tampoco es porque ya no podamos recuperar lo que se fue, lo que no pasó. No lo he hecho porque no es su perdón el que realmente quiero. Es otro. Y sé que ése no lo voy a conseguir. Porque siempre me sentiré avergonzado por lo que hicimos. Siempre me sentiré culpable. Porque no todo en la vida es negociable. No todo.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Regresar. Acompasar

La palabra regresión tiene connotaciones negativas. De hecho, en su definición, se hace referencia a otros términos como retroceso o involución. Regresar, sin embargo, suena mejor. Y es, pienso, por las emociones que esta palabra consigue arrastrar.

Hace poco regresé a María Dolores Pradera. No tuve una regresión después de ver la historia que comenté donde cantaban “Amarraditos” y “Caballo de paso”. Regresé, si es que alguna vez me fui. Y regresé a la María Dolores Pradera que siempre me gustó, a la que cantaba sin más acompañamiento que las dos guitarras de Los Gemelos. He escuchado canciones. He visto vídeos. Sin parar, por supuesto. Nunca tuve la oportunidad de verlos en directo. Por una parte, lo lamento. Por la otra casi lo agradezco, puesto que me hubieran expulsado de la sala ya que no habría sido capaz de dejar de cantar ni un momento, y me habría convertido en una molestia.

Llegué a María Dolores Pradera siendo muy niño. Mis padres tenían una cinta (casete. Qué bien suena casete) titulada “Folclore hispanoamericano” (qué buena era) donde venían tres canciones interpretadas por ella (por ellos): “Amarraditos” y luego otras dos de Chabuca Granda (otro paréntesis. Una de las últimas (o la última) novelas que escribió Mario Vargas Llosa es “Le dedico mi silencio” y la trama tiene como trasfondo la música popular peruana, donde Chabuca Granda es uno de sus puntales. Podríamos decir que es un Vargas Llosa menor, pero un Vargas Llosa menor es el Aconcagua), “Fina estampa” y “La flor de la canela”.

La letra de “La flor de la canela” es poesía pura. Es de una belleza casi infinita (según mi opinión, que es la buena). No es una canción que se cante. Ni que se escuche. Más bien se saborea. Se paladea. Entra por los poros. Por todos los sentidos. Y la frase –alfombra de nuevo el puente y engalana la alameda, que el río acompañará su paso por la vereda- me desarma. Que el río acompañe a La flor de la canela siempre me pareció algo muy bonito. Que un río te acompañe. Que nos acompañe.

En mi regreso a María Dolores Pradera he escuchado “La flor de la canela” una cuantas veces. Y he descubierto que estaba equivocado. Porque el río no acompaña su paso. La letra dice exactamente -que el río acompasará su paso por la vereda. Y aquí sonreí. Y lo hice dos veces. Porque que sea el río y su cadencia la que marque el paso de La flor de la canela me pareció muy hermoso. Pero también puede interpretarse con que es el río quien acompasa su corriente al paso de La flor de la canela. Y esto es más bonito. Mucho más. Por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas, llevando el compás del río. Con sus jazmines en el pelo. Con sus rosas en la cara.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Y cuántos hombres caen en la tórrida tristeza

Existe una secta llamada “Yo también pienso que “El hombre que mató a Liberty Valance” es una obra maestra” y que tiene un primer mandamiento que afirma – ante los mitos o las leyendas, la realidad es secundaria.

Coincidimos Kyezitri y yo de boda la pasada Semana Santa. Empezamos hablando de libros, de lecturas, de hijos, de canciones cuartofinalistas. Nos pasamos al deporte. Nos centramos en la actualidad, en las clásicas de primavera, en Van der Poel y en Pogacar. Abandonamos rápido el presente y nos fuimos al pasado, a los mitos, a los recuerdos. Fútbol. Brasil del 82. Milán de Sacchi. La Romareda, el lugar, según él, donde más tiempo pasa desde que el balón cruza la línea de meta hasta que toca la red. La Romareda, donde un diez de abril de mil novecientos noventa y seis marcó Milinko Pantic un gol de cabeza que todavía estoy gritando. Confesó que su jugador es Van Basten. Y que le plantea a sus hijos dilemas (junto a Yoli) tales como Beckenbauer o Baresi, Maldini o Roberto Carlos, Iniesta o Zidane. Balonmano. El Atlético de Madrid que jugó la final de la Copa de Europa contra la Metaloplástika después de eliminar en semifinales al Dukla de Praga. Él tuvo la suerte de estudiar la carrera en Ciudad Real cuando el Balonmano Ciudad Real ganaba Ligas y Copas de Europa. No sólo es que viera aquellos partidos en el pabellón. Es que se cruzaba por la calle con los jugadores. Y me contó que, una de las Copas de Europa que ganó, tras una remontada heroica ante el Kiel alemán, le pilló en Barcelona, y allí él, en la Rambla de Canaletas, con la camiseta de Jonas Källman, dando saltos (aquí contaré una anécdota personal. El Atlético de Madrid estaba en segunda división. Jugábamos contra el Nastic de Tarragona en casa. Si ganábamos, ascendíamos. Estábamos en Barcelona. Me llevé la bufanda para celebrar el ascenso en la Rambla de Canaletas. El Nastic empató en el último minuto. A la bufanda no le dio el aire. El Atleti tiene estas cosas). Llevé la conversación al atletismo y recordamos la final de longitud de Tokio 91, con Powell y Lewis. Y terminamos en el ciclismo. Su terreno. Él es ciclista. Yo sólo soy un globero veraniego (aquí ahora alguno dirá lo de que las bicicletas son para el verano y yo le prohibiré utilizar esa frase hasta que me haga un resumen de la obra de teatro de Fernán Gómez), pero un globero con muchas horas delante del televisor viendo etapas, que no durmió cuando Roche le levantó el Tour a Perico, que ha visto pasar por delante de él a Marino y a Induráin charlando a cola de pelotón en la clásica Luis Puig, que se ha colado en la Vuelta a la Comunitat y ha estado al lado de Olano con el maillot arco iris, o viendo cómo le curaban las heridas a Ugriumov o detrás del equipo ONCE, con Chozas y Jalabert al frente, antes de subir al podio. Un aficionado que confiesa su pecado de no haber descubierto las Clásicas y los Monumentos hasta ahora, cegado por Vuelta, Giro y Tour (y Mundial). Hubo un amago de discusión. Él defendió al ciclismo como el gran refugio de la épica y de la leyenda. Saqué la bandera del atletismo. Aunque es cierto que un cross o cualquier prueba de pista o en ruta no dura lo que una etapa, lo que una Clásica, lo que un Mundial. Enterramos el hacha de guerra para hablar del Tour. Y del Giro. Y de la montaña del Giro: Stelvio, Gavia, Mortirolo…Entonces me dijo, te voy a dejar un libro. Te garantizo que te va a gustar. Que te va a emocionar. Que te va a hacer llorar.

El libro se titula "Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey" y su autor es un donostiarra llamado Ander Izagirre, nacido en 1976 y a quien, como se lee en la solapa, el gol de Zamora lanzó por los aires cuando tenía cinco años (cuento ahora otra anécdota. Jesús Mari Zamora suele ponerse, durante la Behobia San Sebastián, casi en la cima del Alto de Mirakruz, cerca de Arzak. Una vez lo vi. No me suelo fijar, porque, a esas alturas (kilómetro quince), suelo tener la cabeza en otro sitio y a mí su gol no me lanzó por los aires. No ocurre lo mismo con Jose, devoto tanto de la Behobia como de la amistad como de la Real Sociedad (como de la cena del viernes en la sidrería). Él siempre sube Mirakruz buscándolo. Y se para a saludarlo. Y se hace fotos con él. Porque a Jose aquel gol también lo lanzó por los aires y todavía sigue flotando). El libro cuenta la historia del Giro de Italia desde su nacimiento hasta 2018, el año en que lo ganó Froome. Hablar del Giro es hablar de los italianos y su amor por el ciclismo desde el principio: Milán Sanremo, Giro de Lombardía, Tirreno Adriático. Hablar del Giro es hablar de los italianos y su sentido de la ética: trampas, engaños, clavos, chinchetas, puertos que desaparecen del recorrido, envenenamientos del rival, datos de la tasa de hematocrito falseados (Pantani) para que la Camorra gane con las apuestas, ciclistas (italianos) que suben a empujones, ciclistas (no italianos) a los que escupen, insultan, agarran de los maillots, a los que ponen un helicóptero delante para que el aire los frene. Es hablar de ciclismo, un deporte que se encontró con enemigos tan poderosos en su origen como el Vaticano (“el velocipedismo (qué hermosa palabra) es la anarquía aplicada a la locomoción, un intento de negar las leyes físicas y las del transporte” (según el autor, "cuesta encontrar una definición más bella y apetecible del ciclismo")) o Mussolini, “a quien seducía la modernísima velocidad del automovilismo, la aviación y el esquí, el porte viril de boxeadores y nadadores, la fuerza del fútbol para adoctrinar a las masas y que despreciaba a los ciclistas como figuras tristes, escuálidas y lentas, indignas del hombre nuevo fascista”. Es hablar de sus puertos, de los Dolomitas, de las Tres Cimas de Lavaredo, del Gavia, del Stelvio, del Mortirolo, subidos, en plena primavera, en condiciones muchas veces infames, entre la nieve, azotados por el viento, el granizo, el frío. Es hablar del lado sucio del ciclismo, del consumo masivo de anfetaminas, de los años tremendos de la EPO, de las autotransfusiones, de los doctores Corconi y Ferrari. Es hablar, sobre todo, de ciclistas, de Girardino, de Binda, de la fabulosa rivalidad entre Bartali y Coppi (y conocer a estos dos personajes y sus propias historias), con Fiorenzo Magni, el tercer hombre; de Charly Gaul y sus ojos extraviados; de Anquetil (como Fignon), jurando no volver nunca al Giro, pero volviendo (aquí abro otro paréntesis (uno más) para poner un enlace sobre la vida personal de Anquetil. Si lo contase, nadie me creería); de Eddy Merckx, el que siempre quería, (casi) siempre podía y que se retiró a los treinta años sin un milinewton de fuerza en su cuerpo (y que tiene una cuesta llegando a la aldea del Secarral, justo antes de bajar a la Nava viniendo desde Villalgordo. Allí, siendo nosotros niños, nos llevaron mis padres y mi tío Pepe para ver pasar la Vuelta. Por aquel sitio pasó Eddy Merckx en cabeza tirando del pelotón. Yo no recuerdo verlo, pero mis padres siempre dijeron que sí. Y aquella cuesta fue bautizada en nuestra casa con su nombre); de la rivalidad ridícula entre Saronni y Moser; de “nuestros” (porque, en el deporte individual, todos pueden ser nuestros, hayan nacido donde hayan nacido) José Manuel Fuente, Marino Lejarreta y Miguel Induráin; de Marco Pantani y, como dice el autor, su portentosa ascensión a los infiernos (el título de esta entrada está sacado del texto que dejó escrito); de Vicenzo Nibali o el reencuentro del ciclismo con la pureza. Es hablar de una carrera en la que puede pasar cualquier cosa, donde, por mucho control que exista, muchos súper equipos, mucha parametrización del esfuerzo en watios, ratios, valores y demás, la poesía, lo imposible todavía es posible. Pero, sobre todo, es hablar de algo intangible. De algo que supera a la historia, a los datos, a las personas, a los hechos. De algo que excede a la realidad y sólo puede tener sentido en el sentimiento, que sólo se percibe con el alma.

Kyezitri acertó. Este libro me ha gustado. Este libro me ha emocionado. Este libro me ha hecho llorar (¿quién no podría llorar con las palabras de Chaves después de que Nibali le hubiese ganado el Giro? ¿Quién no podría llorar con las palabras de agradecimiento después de aquella etapa de Nibali a su equipo, especialmente a Scarponi, para quien pide una estatua por su trabajo y su comportamiento para después leer –A Scarponi le levantaron estatuas en varios lugares de Italia al año siguiente, cuando una furgoneta lo mató mientras entrenaba cerca de su casa. Dejó viuda y dos hijos pequeños- Quién?). Este libro me ha hecho reafirmarme y enorgullecerme de ser miembro numerario (como Kyezitri) de la secta llamada “Yo también pienso que “El hombre que mató a Liberty Valance” es una obra maestra”, creyendo con devoción en su primer mandamiento. Y alegrarme de haber descubierto con este libro en Ander Izagirre a uno de los sacerdotes de la misma.

miércoles, 30 de abril de 2025

Duna

Siete millones de turistas visitan cada año Budapest. Por la zona del Castillo y por el Parlamento es por donde más se les suele ver (aunque no a todas horas. Pasar por estos sitios (y por otros muchos) corriendo al alba bajo la lluvia pudiendo sentir que todo aquello es para ti, es incomparable). Por mucha gente que te encuentres, se agradece estar por allí y que no haya nadie disfrazado de Pikachu y de Dora la exploradora gigantes tratando de sacarle algo a los turistas. Y que te puedas sentar en una terraza o en un banco sin tener a un tío tocando o cantando a cinco metros, hablando tranquilamente y sin tensión, también.

Otra cosa que he valorado mucho de Budapest es que apenas ves a gente en patinete. Puedes ir andando por la calle sin preocuparte porque pase un cretino a tu lado a treinta (mínimo) kilómetros por hora. En Valencia cada vez anhelo más salir de casa con una guadaña e ir regando de cabezas la ciudad. Allí no tuve ese deseo.

Y tampoco hay palomas apenas. Y los coches se paran en los pasos de cebra cuando ven que se acerca un tío (un señor) corriendo. Y todos los puentes que cruzan el Danubio (al menos los que visité y atravesé, que fueron cinco) son metálicos. Muy bonitos algunos (mucho más que muy bonitos), en acero, con esos roblones, esas estructuras, esos adornos. Una mezcla de ingeniería y arte que tienen el poder de emocionar.

En contrapartida, allí no ponen tapa con la cerveza. Un atraso. Traté de hacer una solicitud en el ayuntamiento para solucionarlo. Como todo está en húngaro y la única palabra que fui capaz de aprender en ese idioma fue Ferenc y que significa Francisco (al menos así llamaban al papa fenecido), desistí.

Mis conocimientos de literatura húngara son muy escasos. De hecho, sólo he leído a Sandor Marai. Dos libros, exactamente (“La gaviota” y “Ultimo encuentro”), que no me entusiasmaron. Pero como conozco a alguien que admira a Marai, en su honor hice la foto que acompaña.


Para subir al Castillo, a la zona del Palacio Real, hay un funicular. Pasamos varias veces por delante. Cada una de ellas traté de hacerlo sin cantar “funiculí, funiculá”. Imposible. No fui el único. Ana tampoco lo consiguió.

Hemos subido todos los peldaños exigidos para 2025 y espero nos convaliden también 2026.

Una colección que sería muy bonita, aunque poco práctica por lo difícil de robar, de ocultar, de trasladar y por el espacio que ocuparía, sería la de tapas de alcantarilla. Estuve tentado de empezarla con la siguiente. Muy tentado.


Durante la primera mitad de la década de los cincuenta, el Honved de Budapest fue la base de la selección húngara de fútbol que ganó el oro olímpico en Helsinki 52, derrotó a Inglaterra en Wembley (3-6) con una lección inolvidable y que perdió la final del Mundial de Suiza en el 54 contra Alemania. Allí destacaban Puskas, Czibor y Kocsis. Con aquella generación de futbolistas coincidió en el Honved otra generación menos conocida, puesto que eran atletas, pero que marcaron también una época, estos en el medio fondo mundial. Allí estaban Iharos, Tabory y Rozsavolgyi, que batieron récords mundiales, compitieron al primer nivel y que fueron víctimas de la represión soviética a la revolución húngara, impidiéndoles ser competitivos en Melbourne 56 primero, y marcando el resto de su carrera después (aquí enlazo la historia, para quien le pueda interesar). Fue aquel Honved un fogonazo de luz muy breve en el tiempo pero que todavía perdura. Y cuando pasamos por aquella calle, tuve que hacerle una foto.


Ernst Lubistch dirigió en 1940 la película “El bazar de las sorpresas” (el título original (traducido) sería “La tienda de la esquina”). La película está protagonizada por el gran grandísimo James Stewart y por Margaret Sullavan y tiene una colección de personajes secundarios a cual mejor. No contaré la trama, por si alguno no la ha visto y quisiera. Sólo puedo decir que yo la tengo clasificada en la categoría “películas maravillosas que siempre me emocionan”. La historia transcurre en Budapest. El bazar se encuentra en la calle Andrássy. Y hasta allí peregrinamos.


La frase del viaje la dije yo (y perdón por la presunción). Estábamos discutiendo por dónde ir. Yo proponía un camino y lo hice con argumentos. Mi propuesta fue rechazada por la mayoría y nos fuimos por el lado opuesto a por donde yo decía. Mi hija me miró y dijo –la paciencia que tenemos contigo. Le respondí. –Vosotros tenéis paciencia. Yo tengo razón.

Hungría es uno de los pilares mundiales de la natación. Tres campeonatos del mundo se han celebrado allí en los últimos años (2017, 2022 (piscina larga) y 2024 (piscina corta)), en el Duna Arena donde fueron campeones, entre otros muchos, Dressel, Ledecky, Peaty o Mireia. Este recinto está en uno de los extremos de la ciudad, en el quinto pino exactamente. Allí estábamos dos fetichistas del deporte: mi hijo y yo. Él, nadador, ahora en excedencia, que ama su deporte, me propuso que fuéramos a verlo. Respondí que sí, con cierto orgullo por haberle contagiado esta tara (presumo siempre que puedo el haber visitado los estadios olímpicos de Estocolmo, Berlín, Roma y Barcelona), y por mi propia tara, ya que visitar templos del deporte siempre me llama. Nos dimos un paseo junto al río tan largo como bonito. Entramos a la recepción. Allí había un listado con todos los campeones olímpicos húngaros en natación (Laszlo Cseh no estaba y se lo hubiera merecido). Mi hijo se presentó como un nadador enamorado de la natación y pidió si le dejaban subir al graderío para ver donde se celebraron aquellos campeonatos. La respuesta fue no. Para mí la respuesta fue cultural. Un latino jamás hubiera dicho que no y habría buscado cómo. Un eslavo no valora ni por un instante que alguien pueda emocionarse viendo una piscina donde los mejores compitieron y respondió conforme al reglamento. Yo, ya que estaba allí, pues me hice una foto. Y en el largo paseo de vuelta, le deseamos todo tipo de bondades, a cual más retorcida, a la funcionaria que nos negó el paso.


Y esta foto me la hice porque, a veces, me encanta ser un turista. No sé quién es el señor del sombrero. Espero no me guarde rencor. 


Alguna vez dije que, para mí, hay ciudades para ir y ciudades para volver. Y fui a Budapest con la convicción de que sería una ciudad para ir. Tal vez viajé lleno de prejuicios. Sabía de su monumentalidad, de su espectacularidad, pero tenía miedo de ver más cosas que no me gustaran que las que me gustaran. Tengo que decir que no ha sido así. No han sido muchos días, y casi siempre nos hemos movido por zonas turísticas. Pero el turismo corredor te hace abarcar más recorrido y meterte por sitios distintos. Y ver más cosas. No voy a descubrir Budapest ni todos los tesoros que contiene, que son incontables. Sólo puedo decir que siento que una parte de mí se ha quedado allí. Y también que un trozo de Budapest se ha venido conmigo. Y no me importaría que se volvieran a encontrar.

jueves, 24 de abril de 2025

But i can't help falling in love with you

No fue lo mejor el pasodoble que bailaron Ana y nuestro hijo. Ni los miles de besos que le di al novio en la mejilla (más en un minuto que todos los que le daría su madre durante la EGB) cuando empezó a sonar “Kentucky rain”. No fue lo mejor algunas de las conversaciones (muy buenas) que tuve y que, estoy seguro, aparecerán por este cuaderno más tarde o más temprano. Tampoco los sándwiches mixtos que sacaron durante el resopón. Ni mi elegancia natural, compitiendo codo con codo con la pajarita de Javi. Ni que el baile nupcial fuera con “How can you mend a broken heart” (aunque me guste más la original). Lo mejor fue cuando Elvis volvió a coger el micrófono y comenzó a cantar “Can’t help falling in love”. Y noté entonces que me pasaban la mano por la cintura y apoyaban la cabeza en mi hombro. Mi hija. Tan espléndida. Tan rotunda. Y los dos, take my hand, take my whole life too. Fue lo mejor. Sin duda. Lo mejor.

viernes, 18 de abril de 2025

Cosas que nunca me van a pasar

La historia me la mostró Ana. El ascensor del ambulatorio se bloquea. Cuatro personas se quedan atrapadas. Tres de ellos, dos mujeres y un hombre, están en torno a los setenta años. El cuarto, más joven, no llega a los cuarenta. Éste lleva una guitarra y, para tranquilizar, dados los nervios por la situación, empieza a tocar y a cantar “Amarraditos”. -Una de su época, a ver si se calmaban- dice. Los otros tres se miran estupefactos y, en la siguiente escena -tú saludas tocando el ala de tu sombrero mejor y yo agito con donaire mi pañuelo- todos juntos. De repente, un silencio sorprendido. -Oye, qué bien entonamos. -Pues vamos a por otra. “Caballo de paso”. Y cuando arreglan el ascensor y abren las puertas, salen de allí cantando. Y deciden juntarse todos los viernes para ensayar. Y, según se nos cuenta, ya tienen tres actuaciones contratadas.

Por qué nunca me pasarán a mí estas cosas.

sábado, 12 de abril de 2025

Varios

Una conversación entre compañeros me ha llevado a los campamentos con los Scouts. Diez años estuvimos, entre los setenta y los ochenta. Dos semanas cada vez. Un montón de nombres se han vuelto a presentar ante mí. Con sus caras. Con su forma de ser. Y la primera pregunta es -¿qué habrá sido de ellos? Y la respuesta inmediata es -¿para qué quieres saberlo? Por curiosidad, claro. ¿Es suficiente razón? Todos aquellos nombres pertenecen a entonces. A aquellos lugares. A aquellos momentos. Con aquella edad. Con aquella personalidad. En aquellas circunstancias. ¿Para qué saber ahora? ¿Para qué? Fueron y son lo que fueron donde y cuando fueron. ¿Curiosidad? Calla. Así está mejor. 


Me encanta callejear. Deambular. Y siempre voy mirando, tratando de encontrar. Vivo en Valencia, aunque a veces tenga dudas. Suelo ir haciendo fotos. Este miércoles hice tres en cincuenta metros. Si siempre se puede ser más gilipollas, en algunas zonas, más todavía.


Creo que a esto antes se le llamaba "Gimnasio".


Y esto creo que era conocido como "Peluquería". Y si querías que sonara con estilo, "Salón de belleza".


Este rótulo sí que me tiene descolocado. Belleza profunda. ¿Qué es la belleza profunda? ¿La belleza interior? ¿La belleza intelectual? ¿La belleza en la Fosa de las Marianas? Me quedé con las ganas de entrar y preguntar.




Y este cartel me emocionó. Siempre he defendido al despecho como uno de los motores del universo y considero que está poco reconocido para su importancia, mereciendo ser reivindicado conforme a su categoría. Pero cuando vi este cartel y descubrí que tenía un estilo musical propio, se me llenaron los ojos de lágrimas y sonreí satisfecho. Por fin se ha hecho justicia.

domingo, 6 de abril de 2025

Querido diario (reflexiones apasionantes sobre mi vida corredora)

Pues estoy un tanto preocupado, porque no sé si esto es provisional o es hacia donde voy. O lo que soy.

Y es que siento que he perdido el hambre, las ganas, el ansia por ponerme un dorsal.

Veo que los últimos kilómetros del pasado maratón me dejaron huella. En aquellos momentos, sufriendo, cuando debiera estar echando mano de pensamientos positivos, de pequeños objetivos, de metas parciales, de algo que me animase, sólo me repetía –me parece que esto ya no es para ti.

Suelen abrir inscripciones del maratón del año siguiente a los dos días, para aprovechar la euforia, las endorfinas. Y no me inscribí. Ni siquiera tuve la tentación. Ni lucha interna. Nada.

De correr no he perdido las ganas. Eso sí que no. Mis cinco días semanales. Mis sesenta kilómetros. ¿A qué ritmo? Cuando mi madre confiese su edad, yo confesaré a los ritmos que entreno.

Rehuí la San Silvestre de la capital del Secarral. Corrí un diez mil en enero en Valencia, pero sólo porque el día anterior (después de haberme metido hora y media) me llamó Pérez para decirme que tenía un dorsal y no supe decirle que no (podría haber llamado antes). Me salió por debajo de cuatro treinta el kilómetro (los cuatro treinta son los nuevos cuatro). Y el caso fue que terminé fuerte y eufórico. En otro tiempo hubiera llegado a casa y buscado carreras para inscribirme y me habría preparado mentalmente un plan. No lo hice.

Corrí otra carrera. Una de cinco kilómetros, también en Valencia. Volvió a engañarme Pérez. Nos mojamos (perdón. Nos calamos). Volví a correr (fácil) por debajo de cuatro treinta. Volví a disfrutar. No me apunté a ninguna otra.

Correr cinco días a la semana (y nadar otro) a ritmos inconfesables empezaron a tener un efecto extraño en los botones de mis pantalones, que cada vez me apretaban más. Y en lo que me decía el espejo. Y en la imagen que reflejaba en los escaparates cuando iba corriendo, que me hacía preguntarme si lo que estaba viendo era un corredor de fondo o un lanzador de disco (decir discóbolo me parece un tanto pretencioso). Y, lo peor de todo, me empezaron a decir que me veían más guapo. No quería pesarme porque tenía miedo al dato. Y el dato llegó en el reconocimiento médico anual de la empresa.

Cuando mi madre confiese su edad yo diré mi peso.

Sólo puedo decir que me sobran cinco kilos.

Y, entonces, le dije a mi fuerza de voluntad que fuera despertándose, que llevaba ya demasiados meses de letargo. No a la fuerza de voluntad de comer menos (ésa no la tengo), sino a la de esforzarme más.

Y empecé a seguir un plan de entrenamiento. Plan con sus series y sus cambios de ritmo. Plan que ha vuelto a llevar a mi corazón a pulsaciones que ni recordaba y que me han llevado a resollar al final de la última de las series de tal forma que los que pasaban por allí llamaban al 112.

Los tiempos de las series son muy tristes (mamá, no digas nunca tu edad), pero lo tomaremos como el primer peldaño de un proceso de reconstrucción.

Y el proceso pasa por volver a correr carreras.

Esta mañana he corrido un quince mil que se ha disputado en Valencia (salgo poco de la capital últimamente), por la zona de la playa y el puerto (mi territorio). Carrera muy de runners (ellos dicen que es un 15K). Los servidores de las redes sociales supongo que se habrán caído con todas las fotos que han subido, tanto en la recogida de dorsales, como en la previa de la carrera (porque estos no hacen las cosas por hacerlas sino para contarlas). Prácticos que tienen las matemáticas pendientes de la EGB (si a las nueve salen los que van a correr, en teoría, por debajo de cinco el kilómetro, y a las nueve y diez sale el resto, ¿qué hacía el práctico de cinco treinta saliendo a las nueve debajo del mismo arco de salida?). Gente muy estilosa (mientras estiraba ha pasado una chica que le decía a otra que se había puesto unos calcetines cuquis porque le daban súper buena suerte). He ido trotando desde casa. Yendo ya he visto que íbamos a pasar calor. No me he colocado demasiado bien. Hasta el dos no he podido coger ritmo. Me he sentido bien hasta el doce. A partir de allí, se me ha hecho largo. Supongo que el calor. Tres kilómetros un tanto agónicos, pero sin pensamientos negativos (ni por asomo me he dicho –esto ya no es para ti). He terminado, he mirado el crono, he dicho qué lamentable (los cuatro cuarenta son los nuevos cuatro treinta) y me he vuelto a casa cabizbajo, meditabundo, cariacontecido, derrotado.

Querido diario: estoy confundido. No es haber hecho una mala carrera. No es estar pasado de peso y en baja forma. Es pensar si estoy o que, simplemente, soy. Es sentir que me asusta el dato, de la báscula, del crono, y me refugio en si merece o no merece la pena el esfuerzo para el resultado sin intentarlo. Es sentir que he perdido el hambre y que esto sea una forma de autodefensa, una secuela del maratón. O, simplemente, miedo. Y me temo que sólo hay una forma de averiguar si sólo es que estoy o es que ya soy. Y que, aunque no sea más que por respeto a mí mismo, no puedo quedarme con la duda. Así que, mi querida fuerza de voluntad, vete espabilando, que vas a estar entretenida los próximos meses.