Pasamos el día en Vitoria. No la conocíamos. Aparcamos en Mendizorroza (por supuesto que me hice una foto delante del estadio y se la mandé a mi hijo). Fuimos andando hasta la parte vieja. Allí visitamos el casco antiguo, con sus iglesias, sus calles, sus plazas y sus catedrales (tienen dos. Son así). Más tarde pasamos por Turismo y se ciñeron en sus explicaciones a ese núcleo. No dije nada, aunque a punto estuve. Porque sí, la plaza de la Virgen Blanca y los alrededores, muy bonitos. Pero, al menos a nosotros, no fue lo que más nos gustó. Hay ciudades para ir, ciudades para volver y ciudades donde podría vivir perfectamente. Y Vitoria es una de ellas. Me impresionó la elegancia de la ciudad. El estilo. Esas avenidas. Esos paseos. Esas zonas residenciales. Tienen a gala ser una capital verde y muchas veces no sabíamos si estábamos en una ciudad con parques o en un parque con casas. Esas villas. Esas mansiones. Sentías que estabas en una ciudad del norte de Europa. La gente hablaba bajo, incluso dentro de los bares. Una ciudad con mucha personalidad. Y con mucha clase.
La foto está tomada en la cafetería del hotel que está situado en la cima del monte Igueldo. Desde la terraza, las vistas de la bahía de la Concha, y de toda la costa del Cantábrico son fabulosas. Se veía hasta el Ratón de Guetaria (el sol ya se ocultó tras el Ratón). Y dentro de la cafetería, todo tan perfecto, tan respetuoso, tan educado, tan sofisticado, tan distinguido, tan elegante. Y allí, sentado, sintiéndome un hombre de mundo, aparentando naturalidad y saber estar, mirándolo todo fascinado.
Alguno de mis numerosos lectores ya estará pensando que destilo envidia y un quieroynopuedismo alarmante hablando de yates y de barcos, de sus dueños y de quienes lo disfrutan y presumiendo de sentirme parte del señorío de Vitoria o de haber sido cliente de una cafetería de postín en San Sebastián. Tal vez no les falte razón, aunque yo lo veo de otra manera (excusatio non petita…). No envidio a los ricos. Yo, personalmente, no quiero ser rico. Pienso que tener mucho dinero o un gran patrimonio conlleva responsabilidad. Y obligaciones. Y trabajo. Y no quisiera tener que pagar ese precio. Yo sólo quiero tener el dinero suficiente para poder comprar mi tiempo y no mucho más. Sé que hacer con mi tiempo. Y mi ambición es muy escasa: estar a gusto, vivir tranquilo y ser feliz. Y una vez dejado bien claro esto, también diré que una cosa es que no quiera ser rico y otra bien distinta es que me encantaría vivir como un rico. Y pasar la tarde sentado en un yate no muy lejos de la costa (el mar es muy bonito desde tierra firme. Dentro, no tanto), leyendo, merendando. O pasear por Vitoria pasando delante de Ajuria Enea y entrando en mi casa, que está justo al lado. O enfrente. O pasar las tardes viendo la bahía de la Concha, tomando café en la cafetería del hotel en Igueldo, mientras le explico a la camarera porqué el de abajo a la derecha de la foto podría ser Alfonso XIII (aunque esto ya lo he hecho) convertido en un cliente de referencia. No tengo frustración. Ni rabia. No me come la envidia. Sólo sé que estoy preparado para vivir como un rico. Muy bien preparado. Porque nací para ello. Y lo sé.
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