miércoles, 12 de noviembre de 2025

El corredor

Dentro del cometido como diario que tiene este cuaderno, me toca reflejar lo que ha sido mi vida corredora durante los últimos meses. Quizá –me toca- no sea la mejor expresión. Me complace. Me apetece. Me siento obligado. Ardo en deseos. Tampoco.

Tras correr un quince mil en primavera que me dejó tocado (y tocando fondo) me puse el objetivo de la media maratón de Alcácer. Durante ocho semanas fui disciplinado y cumplí el plan (más o menos. Las series largas, las respeté. Las cortas, las sustituí por cambios de ritmo) y me presenté en la salida con nervios. Una media maratón siempre impone y allí estaba, entrenado y con ganas de recuperar la sonrisa.

Poco antes del disparo, por megafonía recordaron que la prueba se había tenido que acortar. - ¿Cómo? - le pregunté al de mi lado. Sí. Estábamos en alerta naranja por lluvias y habían recortado el recorrido evitando acercarse al barranco. No llovió durante toda la carrera. No completé la media que había preparado. Pero hice un quince (y pico) muy digno, con un último cinco mil quitando pegatinas. Sonreí y la camiseta que nos habían dado, una de las más feas que yo haya visto (tengo pendiente de hacer una entrada sobre camisetas y belleza con ejemplos gráficos), se convirtió en cisne.

Y mantuve las ganas de ponerme un dorsal. Un diez mil por el río en compañía detrás de un tío con altavoz que ya conté. Duatlón cross en la aldea del Secarral que, como habitualmente, perpetré sufriendo hasta el extremo y en donde, como el año anterior, ganamos en la categoría local por parejas (el mundo visto desde lo más alto del podio sigue siendo hermoso).

Llegó el verano. Seis carreras en poco más de un mes. El kilómetro vertical de la capital del Secarral, donde vi pasar toda mi vida por delante varias veces. Y luego cinco de características similares: distancias entre cinco y ocho kilómetros, dos o tres vueltas, temperatura por encima de los treinta grados (y de los treinta y cinco también), cuestas y más cuestas. Campillo de Altobuey, Iniesta, la mejor carrera del mundo, Fuentelespino y la Almarcha. Las cinco detrás (muy detrás) de Fernando (tres con los Somarros, volviendo a hacer equipo), siendo la última vuelta la más rápida, a ritmos discretos, disfrutando todas menos la mejor carrera del mundo, donde pinché y padecí. Podría poner como excusa que a las siete de la mañana ya estaba de pie y no me senté hasta la una de la mañana del día siguiente, pero eso no fue diferente de las diez ediciones anteriores, así que no lo aceptamos como excusa. No fue el día.

Terminé el verano exultante. Bien de peso, con ganas. Dos carreras estaban en el objetivo en otoño: media maratón de Valencia y Behobia San Sebastián, las dos en quince días. Saco el plan de media maratón y lo pongo en marcha para un ritmo objetivo de cuatro treinta. En dos semanas de series veo que puedo ser más ambicioso. Estoy eufórico.

Vuelvo del Club Náutico por el carril bici de Pinedo haciendo cambios de ritmo. En la cara posterior de mi muslo derecho empieza a manifestarse un hormigueo que es conocido. El ciático, el mismo que me retiró de la maratón de 2023. Decido forzar a ver hasta dónde me deja y, en el último cambio, el hormigueo sube de grado y paro un segundo antes del bloqueo.

Adiós euforia.

Como esta lesión me deja correr, pero no forzar, pues nada, a hacer kilómetros a ritmos tranquilos. De vez en cuando probaba, y me dejaba ilusionarme. Un día. Al siguiente ya veía que aquello no. Y, es más, como cambias la pisada para proteger la zona, tenía dolores en los lugares más recónditos. Debería haber parado, pero ¿parar? No.

Diez días antes de la media decido probarme. Dos cuatro miles, uno a cuatro cuarenta y, el otro, a cuatro veinte. Los hice muy bien. Pero, trotando ya para casa, el hormigueo. Ahí estaba.

En la salida de la carrera, el objetivo era claro. No arriesgar. No salir a lo que diera. Coger el ritmo que la pierna me dejase y, más tarde, pues veríamos. Y así fue. Quince kilómetros muy regulares y, a partir de ahí, en progresión.

Correr en negativo siempre te deja una sensación fabulosa, tan intensa que ni el cronómetro puede con ella (repito mucho que el reloj no me va a decir si he disfrutado o no, y ahora resulta que es verdad). Y más en una carrera tan espectacular como en la que se ha convertido la media maratón de Valencia, de público, de participantes, de ambiente, de organización. Y terminar feliz en una carrera así, pues multiplica el sentimiento.

Las dos semanas entre Valencia y Behobia me las tomé de recuperación. Nada que ganar, mucho que perder. Hice los kilómetros que tocaban, con mis dolores insospechados, sin pruebas ni alegrías.

Salida de la Behobia. Estaba nervioso. El plan de carrera era el mismo que para Valencia, pero había matices distintos. El primero, si en Valencia me tenía que retirar, como mucho estaría a cinco kilómetros de mi casa. Aquí, al principio, estaría en mitad de la nada. El segundo, Valencia es una carrera llana, de ritmo. La Behobia es un sube y baja permanente, y tenía miedo a las bajadas.

Ni me acordé de la pierna.

Misma carrera que en Valencia. Hasta el diez me vi bien, a partir de ahí, mis piernas empezaron a ir solas.

Y terminé pletórico.

Porque sí Valencia es una carrera especial, la Behobia San Sebastián es la mejor carrera del mundo (bueno, la segunda. Después de la nuestra). Y sentir que he corrido bien aquí, disfrutar aquí, hace que la felicidad se dispare.

Y fui al encuentro de los míos con la medalla colgando. Sonriendo. Igual que en Valencia. Y preguntándome, ¿cómo puede ser que cuanto peor tiempo haces año tras año, más feliz te sientes, con más orgullo luces una medalla que antes te guardabas en el bolsillo tras cruzar la meta?

Y mientras averiguo la respuesta, miraré para ver cuál es la próxima.

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