No discuto con mi hermana. Suele tener razón. Yo no sé si elevaría esta tara al estatus de generacional o la dejaría en el nivel doméstico. Ni tengo datos ni voy a buscarlos, pero, ¿que si a mí también me pasa? Por supuesto que me pasa.
Un ejemplo: los espectáculos de fuegos artificiales (en Valencia, castillos). Mira que he ido. Sobre todo en Fallas. En realidad era algo social. Quedábamos, íbamos todos juntos, lo veíamos y luego ya, pues de verbena o donde fuera. Pero, durante el castillo, yo estaba en todas partes menos allí. Me fijaba en los de al lado, pensaba en mis cosas. Cuando notaba que estábamos en el final, volvía y esperaba a que los demás aplaudiesen, por si acaso. Tengo que reconocer que los castillos mejoraron cuando a Maroto se le ocurrió contarnos que el color morado era el más caro ya que el producto químico de cuya combustión se obtenía era el más costoso de conseguir. Encontramos (encontré) un entretenimiento superior al espectáculo en sí: ver cuánto morado había en el castillo. Y así –qué caro. Carísimo. Qué despilfarro. Luego se quejan de que no les alcanza el presupuesto. O –qué cicateros. Qué miserables. Racaneando de aquí y de allá. Un castillo incompleto. Mutilado. Lo quieren todo para ellos. Qué vergüenza. Pero, sin el morado, terminaba el castillo y yo no tenía nada que contar sobre él.
Los castillos más importantes en Valencia son los de Fallas, desde luego. Pero el que tiran la víspera del nueve de octubre (Nou d’Octubre) no es menor. Para esta fecha hicieron varios experimentos. Inventaron un concurso exhibición, con tres participantes, dos foráneos y uno local. Era como en el chiste: el holandés, el gallego y el valenciano y donde siempre ganaba el valenciano. Si en un castillo me disperso, en tres (teniendo en cuenta que los dos primeros no eran tan ruidosos como los locales y sí más sutiles y delicados), me daba tiempo a dar varias vueltas al mundo. Luego tuvieron otra época en que hicieron las castillos piromusicales (hubo otra variedad un año: el castillo piropedomusical, pero me reservo contar ésta). Sonaba la música por altavoces y se suponía que los fuegos iban acordes a la melodía y al ritmo. En uno de aquellos castillos sonó el “canon de Pachelbel” y una pareja que tenía delante entró en éxtasis escuchándolo, levantando sus manos y oscilando sus brazos como si se mecieran en el oleaje. Me resultó tan grimoso aquel momento que aborrecí la pieza y no me reconcilié con ella hasta hace muy poco, cuando volví a ver “Volver a empezar”, de Garci (abro paréntesis para decir que nunca ha habido ni habrá actores como Encarna Paso, Antonio Ferrandis, José Bódalo y Agustín González), donde esa obra es fundamental. Luego, creo, se dejaron de experimentos.
Todo esto que estoy contando ocurrió en el siglo pasado. Los castillos los tiran muy tarde. Siempre a partir de las doce (la Nit del Foc, incluso, y hasta hace poco, a la una y media). Y, para mí, ahora, no son horas. Y entre eso, el ir con tiempo para coger sitio, y luego pasarme todo el rato abstraído, aunque me ría solo cada vez que sale el morado, pues no me compensa. Prefiero madrugar. Y no lo echo nada de menos.
A los únicos fuegos artificiales a los que voy son los del Secarral (aquí, la pólvora). Bastante más modestos (el presupuesto no es el mismo), aunque sin escatimar en morados, tienen su peculiaridad. Tiran una primera parte, de la cual nunca me entero. Luego iluminan una imagen, la banda toca el himno de España y aquí es cuando vuelvo, y ya hago el esfuerzo de concentrarme en lo que queda, que es breve y es el final.
En Valencia, los castillos los tiraban en la plaza del Ayuntamiento. Luego, por aforo y por seguridad, los sacaron a la Alameda. Más recientemente los han movido y primero los montaban en la prolongación de la Alameda, junto al puente de Monteolivete y ahora ya, directamente, sobre el puente. Es decir, que tiran los castillos al lado de mi casa. No es que los oiga a lo lejos. No. Los tenemos dentro. Aún así, no son horas. Los escucho en la cama. No hago ni el amago de asomarme ni de bajar a verlos y, cuando terminan, sigo durmiendo.
Este miércoles, ocho de octubre, al volver de trabajar, vi que estaban montando el castillo sobre el puente. Y a las diez de la noche, comenzaron a dispararlo. Lo adelantaron debido a la alerta por lluvias (ahora encadenamos una con otra. La ley del péndulo). Estaba ya tumbado en la cama, leyendo. Me incorporé y pensé –venga, vamos a verlo.
Me asomé al balcón y no voy a decir que se veía perfectamente, porque tenemos un edificio de cien metros de altura delante que tapaba una parte, pero sí que se veía bastante bien.
Qué barbaridad de castillo.
Pero qué barbaridad.
Fueron veinte minutos espectaculares. No soy técnico. Llevaba años sin ver un castillo de esta envergadura. Vi muchas figuras que no había visto. Estaba con la boca abierta. Había morado por todas partes.
Y no me distraje en ningún momento.
En ningún momento.
Pensaba que la edad lo único bueno que me había traído era la presbicia, que me permite ver de cerca sin gafas perfectamente.
A ver si ahora también me ha traído una capacidad de atención más poderosa.
Tengo que hablar con mi hermana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario