miércoles, 30 de julio de 2025

Los balcones de La Mancha

Una de las rutas ciclistas favoritas de Gonzalo y de Juanan pasa por Monreal del Llano, Mota del Cuervo y Santa María de los Llanos terminando (y saliendo) en la capital del Secarral. Cuarenta kilómetros relativamente suaves por buenos caminos sin un árbol que dé sombra. Dos veces les he acompañado en lo que va de verano. Tienen sus rutinas. En Mota paran junto a los molinos de viento y se sientan en un banco cercano al Museo de la Molienda. Las vistas allí, de toda la llanura que se extiende delante, son preciosas. Fabulosas. Juanan, brazos en jarra, exclama solemne: ¡el balcón de La Mancha! Y ya en el banco, reponen fuerzas con el almuerzo. Fruta. Galletas. Cada uno el suyo. No se comparte.

Cuando leí la noticia siguiente


se la envié a Gonzalo pidiendo que invitaran al visitante de la noticia a la próxima ruta y que almorzase con nosotros (el plátano es el producto estrella en los almuerzos). Gonzalo lo rechazó, ya que le parecía indigno invitar a alguien que no se comía su propio almuerzo. No desistí en mi idea, y propuse que, ya que se trataba de un personaje insigne y digno de toda alabanza, podríamos hacer una excepción y dejarle el almuerzo pegado con cinta americana en la pared del molino del Museo de la Molienda. Volvió a rechazar mi propuesta. –No podemos arriesgarnos a convertirnos en millonarios. Eso es algo que no nos merecemos.

Me inscribí a una carrera en la capital del Secarral. La distancia era de un kilómetro. Salía de la plaza del Pilar, subía el Cerrillo, subía la cuesta bajo el atrio, subía la cuesta del cementerio y terminaba junto al molino Puntal. La habían llamado “Vertical race” pues siempre se puede ser más gilipollas en cualquier rincón de España. Me apunté porque eran amigos los que la organizaban, porque estaba por allí, porque no me hace falta mucho para apuntarme a una carrera y porque muy listo no parezco pues una distancia tan corta toda para arriba con esas pendientes y con calor es lo más opuesto a lo que soy. Y, evidentemente, aquello fue muerte. Pero muerte. Salíamos como en una contrareloj, de minuto en minuto. Treinta y cinco grados. En una carrera así sales a tope y en el Cerrillo ya iba desencajado (no ayudaban las cervezas del mediodía con el Senséi y Mar). Por el atrio, los ojos se me salían de las órbitas. En mi cabeza sólo pensaba en llegar al cementerio (por fuera) porque, de ahí a los molinos, ya era suave. Error. Han acondicionado un paseo con una rampa inicial que fue ya la remataera. Ahí me dobló el que había salido detrás de mí. No recuerdo cómo crucé la meta. Para colmo, había público en todo el recorrido, por lo que mi agonía no fue discreta. Y, por lo visto, aún tuve suerte: fui de los pocos que no vomitó al llegar.

No todo fue malo, pues descubrí aquel paseo. En la capital han reconstruido unos cuantos molinos de viento (se supone que donde hubieron) que, aparte de como reclamo turístico, embellecen el perfil del pueblo, acompañando al castillo, a la colegiata y demás monumentos, especialmente cuando vienes desde Mota y que se ve perfectamente durante los últimos diez kilómetros antes de llegar (la verdad, nunca he sabido dónde empieza La Mancha, si en Belmonte o si en Mota del Cuervo). Y ese paseo que han asfaltado junto a los molinos, con un murete lateral, iluminado por las noches, y que termina en el molino Puntal, en el extremo del último cerro, no es que sea un acierto, especialmente al atardecer, con esas luces, con esas vistas. Es una maravilla. A pesar de las cuestas. A pesar de esa rampa.

Mi paraíso como corredor está en la aldea del Secarral. Suelo tener dos máximas: no me gusta repetir circuitos y jamás vuelvo por donde he ido. Y aquí las puedo cumplir. Tengo rutas por los cuatro puntos cardinales, rutas que combino, que extiendo, que confirmo, que añado. No sé cuántos días voy a salir este verano por aquí (con cinco semanas de vacaciones, igual treinta veces), pero estoy convencido de que respetaré mis dos máximas.

Uno de los caminos que me es más antipático es el que une directamente la aldea con la capital del Secarral. Tiene cuatro rampas muy áridas (cada vez que te explican cómo es el Mont Ventoux, ahora que tenemos tan reciente el Tour, pienso en ellas) que hace que los seis kilómetros entre un punto y otro los vaya posponiendo. Hasta este jueves pasado. A las cuatro rampas añadí una quinta: la que lleva hasta el molino Puntal. Y le dio sentido a todo. Llegué hasta el molino. Contemplé toda la llanura que se extendía delante y, brazos en jarra, exclamé: ¡el balcón de La Mancha! No tuve almuerzo. Comer algo corriendo, cuando aún tenía que volver (por La Mina. Nunca por el mismo sitio), no era muy aconsejable. Pero sí pensé, para lo próxima vez, dejar un plátano, fijado con cinta americana a la pared del molino, preparado. Por si cuando llego estoy desfallecido. O por arriesgarme a convertirme en millonario, no vaya a ser que, por un casual, sí que me lo merezca.

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