lunes, 30 de junio de 2025

Carta de amor a Marisol en dos fotos y dos canciones


En un callejón que da a la plaza del Negrito. Otro lugar donde peregrinar. O para pasar a saludar.

Mis padres tenían el sencillo de la versión que hizo Marisol del “Corazón contento” de Palito Ortega. Ahora lo tengo yo. Es una canción a la que quiero de tal manera, una canción que lleva tanto tiempo acompañándome, que soporta sin problemas su popularidad sin sufrir menoscabo en mi estima (qué palabra tan bonita es menoscabo). Los demás no consiguen arrebatármela. Con esa letra, la carta de amor por excelencia. Se podrá decir de muchas otras maneras, la mayoría de ellas más bonitas. Pero todas llevarán la esencia de esta canción dentro.




La “Balada para la soledad de mi guitarra” es a la tristeza lo que “Corazón contento” es a la alegría. Es a la tristeza, para mí, lo que “Diario”, de Nacha Guevara. Es al nihilismo, para mí, lo que aquel verso de Serrat (y me pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente). La canción es de Caco Senante (que no sólo le escribía al mojo picón y a las gaviotas perdidas en Madrid). Tal vez la producción no haya envejecido muy bien. La melodía, la letra y la voz de Marisol no han envejecido. Esta canción también me acompañó muchas veces. Y la canté en mis soledades. Y será bonito cantarla junto a ella, igual que el “Corazón contento”, cada vez que pase a saludarla, cuando me pierda por el centro y pase junto a la plaza del Negrito.


martes, 24 de junio de 2025

Ponle freno

Paco nos tentó. Nos dijo que se había inscrito a una carrera junto a su mujer, O., cuya salida estaba cerca de mi casa (ese anzuelo iba para mí) y nos propuso hacerla rodando, juntos. El Barbas contestó que no decía que no. Yo…

La carrera era de ésas de carácter solidario exhibicionista que organiza y promociona un grupo mediático en contra de los accidentes de tráfico, siguiendo las corrientes buenistas que imperan y que le permitirá, supongo, captar alguna que otra subvención y, por supuesto, arrogarse cierta autoridad moral. Cada vez que me sale algún anuncio de esta carrera, lo quito mascullando palabras tales como gilipollas, runners, miserables y demás.

Paco forma parte de una facción climaturia, junto a Tomás y al Máquina, que se caracteriza en que, corriendo, lo que dicen que van a hacer no se parece a lo que hacen. Innumerables veces, haciendo series, compitiendo, hemos quedado en algo y, tal y como dan la salida, ni caso. Nunca supe qué pasa por su mente en ese instante para borrar todo lo que dijeron, por qué túnel espacio temporal pasan y al que los demás no tenemos acceso. Así, cuando Paco dice rodando juntos, piensas –claro que sí, hombre.

La prueba se disputaba en Valencia a mitad de junio a las ocho y media de la tarde. La temperatura ya sabías que iba a estar cerca de los treinta grados. La humedad, por el dos mil por cien. Aunque no vayas a disputarla, tentadora no era.

Y por último, ésta es una carrera de runners, de hacerse fotos, de contarlo, de exhibirlo. No era una carrera de diez kilómetros. Ni un diez mil. Ni un diez. Era una 10K. En femenino. Así lo dicen ellos, en su jerga.

Así que tenemos una carrera de capullos, innecesaria, sin sentido, que no aporta nada, en mal horario y en mala fecha. La respuesta era evidente

 -Vale.

Cuando digo que la edad no protege de la estupidez, no pienso sólo en la gente de mi alrededor.

Me arrepentí al instante. Entré en la página y vi que la carrera discurría casi por completo por el viejo cauce del Turia. Para correr por el río rodeado de cretinos, no hace falta apuntarse a ninguna carrera (no le vendría mal al cauce una fumigación). Para colmo, el viernes me escribe Paco que a qué ritmo voy a correr. -¿Ritmo? Ni idea. Iré sin reloj. Se trata de ir juntos, ¿no? O en eso quedamos. –Joder, es que entonces me gana mi mujer: -Paco, tenía esperanzas de que, por una vez, respetaras tu palabra. Ya me has vuelto a engañar.

Así que, todo ventajas. Ya no sólo iba a una carrera arrepentido y sintiéndome un idiota. También iba enfadado. Recogí por la mañana el dorsal y la bolsa del corredor: una bolsa de cuerdas (si alguno necesita, tengo. Si alguno necesita cien, tengo), una camiseta bastante buena, aunque un rato fea, y que nunca me podré poner (cada vez que suelto una de mis soflamas a favor de los corredores y en contra de los runners, bastaría con que alguno mostrara una foto mía con esa camiseta para que me hundiera el argumentario) y una bolsita con un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Por la tarde, rodé unos cinco kilómetros solo. Nos juntamos los cuatro (Paco, Barbas, O. y yo) un cuarto de hora antes. Observamos que, evidentemente, era una carrera de runners, porque todos estaban haciéndose fotos y porque en torno al ochenta por cien llevaban puesta la camiseta de la carrera (siempre recomiendan no estrenar nada en una competición. Entre la sensatez y presumir, el runner lo tiene claro). Nos ubicamos en la salida, empapados en sudor, junto a una paraeta de la Guardia Civil de Tráfico (que se presten a esto) y escuchamos aplausos a alguno que estaría dando un discurso del estilo –no estamos a favor de los accidentes de tráfico. Estamos en contra- y otras obviedades similares.

Dan la salida. Prolongación de la Alameda, y vuelta por el puente de Monteolivete. Allí se produce un hecho que iba a marcar toda nuestra carrera: nos adelanta un motivado que se considera necesario para el colectivo cargando en sus espaldas con un altavoz del tamaño del Miguelete, con una intensidad sonora que no se mide en decibelios sino en kilobelios, y con un criterio musical, como hubiera dicho Mendoza, tres puntos por encima de nefasto y uno por debajo de deleznable. Volvemos a la Alameda y ya bajamos al río a la altura del Jamonero.

Y en el río, pues lo que es el río, con sus paseantes, sus ciclistas, sus perros, sus turistas, sus carritos de bebé y sus baches. El mendrugo del altavoz va cincuenta metros delante pero como si lo tuviéramos al lado. A mí me vibraban los cristales de las gafas. O. y yo íbamos juntos. Paco y el Barbas estaban en plena lucha interior, entre su naturaleza y sus ganas de desbocarse, por no hablar de la humillación que sentían al mirar a su alrededor y verse rodeados y adelantados por esa fauna, y la obediencia a la palabra dada. Se adelantaban. Frenaban. Esperaban. Aceleraban. Y así estuvimos hasta el puente de la Trinidad, donde ya se giraba y se bajaba.

Poco antes del puente estaba el avituallamiento. Había cuatro dando agua. Exactamente, cuatro (uno más que tres, dos menos que seis). Sorprendentemente, una causa tan mediática y tan solidaria no había previsto más voluntarios para avituallar en una carrera donde corrían más de mil personas. No pillamos agua. No hidratarse en una carrera de diez kilómetros con esa temperatura y esa humedad es algo que recomiendan nueve de cada diez hijoputas (el décimo, como dirían Faemino y Cansado, recomienda un chicle con azúcar). Por cierto, a la mañana siguiente temprano pasó el Barbas corriendo por allí. Todavía estaban tanto los puntos kilométricos como las botellas vacías de agua desperdigadas. Como dijo él, bien está, cuando uno se consagra a una buena causa como organizador, concentrarse en ella y no desviarse en algo tan secundario como podría ser dejar tu entorno tal y como te lo encontraste

Dimos la vuelta. El del altavoz empezó a dar muestras de fatiga. O., también. Íbamos recortando, pero muy despacio. Aquí sí que tuve tenciones de acelerar para alejarme de la música. No lo hice. No lo hicimos. Y en el kilómetro ocho, lo adelantamos. La satisfacción de aquel momento estuvo un punto por encima de épica y dos por debajo de gloriosa. Delante la música se oía menos (ya sólo me vibraban los imperdibles del dorsal). Y alejándonos del mal, con O. al límite, llegamos a la meta.

La cruzamos los cuatro cogidos de la mano. Ese momento tan hermoso que reflejaba el triunfo del equipo venciendo todas las tendencias individualistas. Ese momento que quedó inmortalizado en una foto en la cual se ve a tres tirillas junto a uno con gafas en un lateral que, si tirase sal, sería confundido con un luchador de sumo.

Aún nos quedamos un ratillo los cuatro, sin parar de sudar, con ganas de llegar a casa (para limpiarnos los dientes con ese fabuloso obsequio que nos habían dado), y riéndonos. Porque, al menos, nos reímos. ¿Fue ésta una de las peores carreras que hemos corrido? Sí. ¿Hemos aprendido algo? Ojalá. ¿Volveremos? Mejor estar callado. Por si acaso.

miércoles, 18 de junio de 2025

La felicidad (y sus escondites)

En dos de las tres carreras que organizamos en la aldea del Secarral tenemos clasificaciones y hay, por tanto, podio. Suelo encargarme de los premios y no es raro que me toque entregar algunos.

El fin de semana anterior celebramos el duatlón. Los trofeos de cada categoría los personalizamos. Como teníamos de sobra improvisamos otra categoría, que no está en el circuito (parejas mixtas) y llamamos a las tres primeras al podio.

No se lo esperaban.

Les pedimos perdón porque los trofeos llevaban etiquetas que no correspondían.

¿Les importó?

No.

En absoluto.

Y no fue porque el premio fuera nuestro bote de queso en aceite (legendario).

Fue porque en el podio está la felicidad.

Es divertido observar la felicidad. Y encontrarla.

Hay un local cerca del puerto que nos gusta mucho. Solemos ir dando un paseo y allí nos tomamos algo. El sitio es agradable. Estamos tranquilos. La música está bien y, a veces…




Muy bien.

Tienen un piano. Un día coincidió que dieron un concierto. Piano y voz femenina. Música italiana. Modugno. Mina. “Grande, grande, grande”, “Volare”, “Parole, parole”. Disfruté. Disfrutamos. Y me puse a imaginar. Me vi junto al piano. “Un bacio e troppo poco”. “Vecchio frac”. “Il cielo en una stanza”. “Meraviglioso". Breve amore”. Apoyado en el piano. Mi propio podio.

La felicidad.

jueves, 12 de junio de 2025

El sitio más aburrido del mundo

El lugar más aburrido del mundo estaba en El Perelló y se llamaba “Graffiti”. Entrabas allí y el tiempo se eternizaba. No sé si era la clientela, la música o la decoración. O la iluminación. O el camarero. O todo junto. Allí dentro no te reías. No se te ocurría nada ingenioso. Ni no ingenioso. No se te ocurría nada. Entrabas, salías y no te quedaba ni el recuerdo. ¿Qué podía quedarte cuando el cerebro se apagaba y la tensión se desplomaba conforme llegabas? Bastante era con que respirásemos (boqueando como los peces) y el corazón, a duras penas, bombease.

En tediosa competencia con “Graffiti” estaba el “Café Colón”, en la calle Manuel Candela de Valencia. Era el segundo lugar más aburrido del mundo, pero únicamente porque llegó después. Mismas características, mismos síntomas, mismos efectos. Cuando me preguntan si alguna vez estuve en coma, la respuesta oficial es no, pero la real difiere, si sumamos los ratos, cortos en el reloj, infinitos en el tiempo, pasados allí.

En el libro “El signo de los cuatro”, de Arthur Conan Doyle, puede leerse lo siguiente:

Fue la nuestra una comida alegre. Holmes, cuando quería, era un excelente conversador, y aquella noche quiso serlo. Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Nunca lo he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: sobre las comedias de milagros, sobre vajilla medieval, sobre violines Stradivarius, sobre el budismo en Ceilán y sobre los barcos de guerra del porvenir.

Sobremesa en el 221 B de Baker Street, en Londres. De repente, “Graffiti” me pareció el sambódromo de Río de Janeiro en Carnaval, y el “Café Colón”, la Tomatina. El lugar más aburrido del mundo cambia de ubicación. Al llegar al budismo en Ceilán, el coma ya sería profundo e irreversible. Y con los barcos de guerra del porvenir, la extremaunción.

viernes, 6 de junio de 2025

En esta entrada se cuenta quién mató a Rogelio Ackroyd

Pecados de juventud. Las novelas de Agatha Christie parece que sean pecados de mi juventud. No sé cuántas leí. O devoré. En la casa de la capital del Secarral, por sus estanterías, habrá más de veinte. Una de mis hermanas, un primo nuestro y yo nos las pasábamos, nos las quitábamos, las compartíamos, las comentábamos. Dejamos de leerlas. Dejé de leerlas. Igual fue por saturación. No recuerdo haber vuelto a leer ninguna pasados los veinte años. Y al hablar de aquellas novelas, es un sí, pero. Libros menores. Etapas que hay que pasar. Como los libros de Martín Vigil o de Richard Bach. O los de Hesse, Tagore, Huxley u Orwell. Los leí, sí. Pero justificándolo. Con la necesidad de dar una explicación. Y menospreciando, por supuesto. Lo dicho. Pecados de juventud. Pecadillos. Así, en diminutivo, que no tienen ni que confesarse.

Tiene Raymond Chandler un libro llamado “Peces de colores” que consta de dos relatos y una introducción titulada “Apuntes sobre la novela policiaca” donde enumera unas pautas y da sus opiniones. Una de las reglas que define es que el lector, en estas novelas, debe tener en quién confiar. El detective es el personaje encargado de buscar la verdad y es a quien sigue el lector. Que nos pueda decepcionar tanto el narrador o el personaje a través del cual se escribe la historia, es calificado por Chandler como un “flagrante delito de deshonestidad” por parte del autor. Sin embargo, luego abre un paréntesis para explicar por qué la violación de esta regla en “El asesinato de Rogelio Ackroyd” (en la traducción que me he leído todos los nombres están castellanizados: Carolina, Rogelio, Jaime, Carlos… Y así lo dejo) de Agatha Christie nunca le había afectado: primero, porque “esa deshonestidad está muy bien explicada”; segundo, porque “la presentación de la historia y el elenco de personajes demuestran claramente que el narrador es el único asesino posible, hasta el punto de que el problema que se le plantea al lector inteligente no es el de saber quién ha cometido el asesinato sino, más bien, “sígueme de cerca y atrápame si puedes””.

No leí en su momento este libro. Y, en fin, me entró la curiosidad. Agatha Christie me quedaba ya muy lejos, pero Chandler es Chandler. Aunque leer una novela policiaca sabiendo de antemano quién es el asesino, pues algo de gracia le quita. Pero Chandler es Chandler. Y como Chandler es Chandler…

Pues me la he leído.

En un santiamén.

¿Puede la estructura de un libro ser una espiral? Esta sensación es la que he tenido mientras la leía, con un comienzo parsimonioso, pero que se iba acelerando a cada paso convergiendo en espiras a un punto central, a una apoteosis. El sentido del ritmo que logra la autora, en mi opinión, es admirable. Y siendo ella como es una maestra de las puestas en escena, de las sorpresas y de los giros, pues me he dejado llevar por la espiral y su aceleración. El hecho de saber quién mató a Rogelio (perdón por la familiaridad) me hizo fijarme en detalles que no sé si habría captado: el nerviosismo que le causaba al narrador ciertas situaciones imprevistas, aunque siempre era capaz de justificarlas; la forma en que Poirot le dosificaba la información. Me resultaba extraño que el asesino estuviera haciendo una crónica como espectador de todo el proceso, sin dar ni una pista, pero esto queda bien explicado al final. Porque todo queda bien explicado. Todo está atado cuando la autora te deja en el punto central, cuando cierras el libro. Y es entonces cuando me acordé de mi hermana y de mi primo y cómo compartimos y comentamos aquellas novelas. De cómo las vivimos. Y los eché de menos.

Tal vez sea cierto que la vida es simétrica y que estoy volviendo a mi juventud.

Y si he de volver también a sus pecados, por favor, que sean sólo los literarios.

sábado, 31 de mayo de 2025

¿Donde trabajo?

Donde trabajo no se resaltan las cosas. Se highlightean.

Donde trabajo no tenemos sucesos imprevistos. Tenemos sucesos intempestivos.

Donde trabajo, no se sustituyen a las personas. Se las suplanta.

Donde trabajo, si ven que podrías necesitar plantillas para el calzado, te recomiendan ir al logopeda.

Donde trabajo, no te prometen el oro y el moro. Te prometen el oro y el muro.

Donde trabajo, Harrelson se jubiló. Ahora vienen los hombres de Harrison.

Donde trabajo no se replica. Se repica.

Donde trabajo no se piensa que los futbolistas brasileños salen, en su mayoría, de las favelas. Salen de las chabelas.

Donde trabajo no te apuntas a un curso. Te enrolas.

Donde trabajo no te hacen la pelota. Te adoran la píldora.

Donde trabajo somos tan bíblicos que, además de galimatías, tenemos galimateo.

Donde trabajo no tienes tiempo libre. Tienes espacio de tiempo.

lunes, 26 de mayo de 2025

Swoops

El muñeco de la foto se llama Swoops y llegó a casa ya bautizado. Siendo mi hija muy niña, se puso enferma y, para animarla en su malestar, su hermano se lo llevó. Ella se alegró mucho. Estaba encaprichada de él desde que lo viera. Y se convirtió en su juguete favorito. Su mejor amigo. A todas partes iba con él. Se lo llevaba hasta a clase. Donde estaba mi hija, estaba Swoops. Inseparables.

Ella fue creciendo y el muñeco pasó a un segundo plano. Y a un tercero. Y a un cuarto. Y yo, de vez en cuando, le preguntaba. Y sus respuestas fueron variando con el tiempo.

-¿Dónde está Swoops? Hace tiempo que no lo veo.

-Está de campamento. En mitad de la montaña. Está incomunicado.

-Este curso está estudiando fuera. Con los amigos que hizo en el campamento.

-De vacaciones. Quería estar solo. Necesitaba meditar.

-Ahora está aquí. Pero está muy serio. Creo que se volverá a marchar.

-Se ha ido de voluntario. No sé exactamente dónde. Pero sé que está bien.

Acumulando ausencias y retornos discretos de Swoops, mi hija ha llegado a la universidad. Su poder para fascinarme sigue siendo ilimitado. Y a este poder ha ido añadiendo ciertas peculiaridades. Él otro día nos contó que, antes de un examen de ”Derecho Romano”, ella, tan descreída a tiempo parcial, había rezado un Padrenuesto. Pero que lo había rezado en latín. Lo consideró más apropiado.

También nos contó que había tenido que aprenderse los distintos poderes del Estado y su relación. Y para hacerlo más fácil, decidió hacer una representación gráfica de los mismos dentro del bastión inexpugnable de su habitación (me contó Ana que se está imponiendo como método de castigo a adolescentes el quitarles la puerta de su habitación. No es mala idea). Y así, sobre su cama, colocó muñecos, trastos y cachivaches que le permitieron asimilarlo todo mejor.

-¿Y a Swoops le diste algún papel?

-Por supuesto.

-¿Cuál?

-Él es el rey.

Ha vuelto. Está aquí. Viva el rey.

martes, 20 de mayo de 2025

La vida innegociable

Nos juntamos este sábado los amigos en la capital del Secarral. Fuimos el Senséi y yo a comprar el pan. Andando, vi que se saludaba con alguien a lo lejos. –Es Manolo- me dijo. ¿No te acuerdas de él?

Estoy leyéndome ahora “La vida negociable”, de Luis Landero. En él, el personaje protagonista cuenta su vida en sus distintas etapas, una vida errática en donde llega a causar mucho dolor, y que él justifica una vez tras otra, negociando siempre con ventaja con su conciencia, con su pasado, con su futuro, argumentando para no tener que pedir nunca perdón, para no ser jamás culpable.

Desde mis tres hasta mis quince años, cuando nos vinimos a vivir a Valencia, todos los fines de semana íbamos a la capital del Secarral. Todos. Y en Navidad. Y en Semana Santa. Y buena parte del verano. Mi abuela tenía casa en el barrio conocido como Corea y en ella nos alojábamos. Coincidimos allí con un montón de chavales de nuestra edad: Alfredo, Jose, los dos Manolos, los dos Enriques, Pedro Pablo, Fernando, Miguel Ángel, Jesús, Sebastián, José Andrés. Las eras, los dos parques, el nuevo y el viejo, el paseo, el instituto y su pista y la piscina (en verano) eran nuestro territorio de juegos. Millones de partidos de fútbol. Y el trompo. Y las chapas. Y las canicas. Y otros juegos como la dola. Y el rescatao. Y las partidas de tute en los bancos del paseo. Y la rivalidad con los chavales de otros barrios, que se dirimían jugando al fútbol y que terminaban, muchas veces, con lo que se llamaba el “apedreo”.

Y llegó el día en que todo lo que fue divertido deja de serlo (todo menos el fútbol, claro). El día en que, por algún mecanismo hormonal, supongo, las inquietudes empiezan a ser otras. Y mi hermano y yo, de manera consciente, pensamos que para el camino que entonces se abría, y para el cual no estábamos preparados aunque creíamos que sí, mucha de aquella gente, muchos de los que habían sido nuestros amigos, nuestros compañeros de juegos desde que éramos muy niños, no valían. Y nos apartamos de ellos. Les dimos de lado. Les hicimos de menos. Sin dar ninguna explicación. Y encontramos nuevos amigos.

Por supuesto que me acuerdo de Manolo. He hablado muchas veces con él en todos estos años. Conversaciones de hombre, qué tal, cómo te va. Pero no puedo evitar sentirme culpable cuando lo veo. Sentirme avergonzado. Porque me porté mal con él. Porque no fui justo. Porque le fallé y lo hice a conciencia y sin dar la cara. Algunas veces pensé en sincerarme con él, con Jesús, con Alfredo, con Sebastián, con tantos otros, en hablarles de mi sentimiento de vergüenza, de mi arrepentimiento y en pedirles perdón. No lo he hecho. Y no lo he hecho porque sería inútil. Y no por el tiempo pasado. No porque tema su respuesta pues ellos ya ni se acordarán y seguro que me habrán perdonado por indiferencia. Tampoco es porque ya no podamos recuperar lo que se fue, lo que no pasó. No lo he hecho porque no es su perdón el que realmente quiero. Es otro. Y sé que ése no lo voy a conseguir. Porque siempre me sentiré avergonzado por lo que hicimos. Siempre me sentiré culpable. Porque no todo en la vida es negociable. No todo.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Regresar. Acompasar

La palabra regresión tiene connotaciones negativas. De hecho, en su definición, se hace referencia a otros términos como retroceso o involución. Regresar, sin embargo, suena mejor. Y es, pienso, por las emociones que esta palabra consigue arrastrar.

Hace poco regresé a María Dolores Pradera. No tuve una regresión después de ver la historia que comenté donde cantaban “Amarraditos” y “Caballo de paso”. Regresé, si es que alguna vez me fui. Y regresé a la María Dolores Pradera que siempre me gustó, a la que cantaba sin más acompañamiento que las dos guitarras de Los Gemelos. He escuchado canciones. He visto vídeos. Sin parar, por supuesto. Nunca tuve la oportunidad de verlos en directo. Por una parte, lo lamento. Por la otra casi lo agradezco, puesto que me hubieran expulsado de la sala ya que no habría sido capaz de dejar de cantar ni un momento, y me habría convertido en una molestia.

Llegué a María Dolores Pradera siendo muy niño. Mis padres tenían una cinta (casete. Qué bien suena casete) titulada “Folclore hispanoamericano” (qué buena era) donde venían tres canciones interpretadas por ella (por ellos): “Amarraditos” y luego otras dos de Chabuca Granda (otro paréntesis. Una de las últimas (o la última) novelas que escribió Mario Vargas Llosa es “Le dedico mi silencio” y la trama tiene como trasfondo la música popular peruana, donde Chabuca Granda es uno de sus puntales. Podríamos decir que es un Vargas Llosa menor, pero un Vargas Llosa menor es el Aconcagua), “Fina estampa” y “La flor de la canela”.

La letra de “La flor de la canela” es poesía pura. Es de una belleza casi infinita (según mi opinión, que es la buena). No es una canción que se cante. Ni que se escuche. Más bien se saborea. Se paladea. Entra por los poros. Por todos los sentidos. Y la frase –alfombra de nuevo el puente y engalana la alameda, que el río acompañará su paso por la vereda- me desarma. Que el río acompañe a La flor de la canela siempre me pareció algo muy bonito. Que un río te acompañe. Que nos acompañe.

En mi regreso a María Dolores Pradera he escuchado “La flor de la canela” una cuantas veces. Y he descubierto que estaba equivocado. Porque el río no acompaña su paso. La letra dice exactamente -que el río acompasará su paso por la vereda. Y aquí sonreí. Y lo hice dos veces. Porque que sea el río y su cadencia la que marque el paso de La flor de la canela me pareció muy hermoso. Pero también puede interpretarse con que es el río quien acompasa su corriente al paso de La flor de la canela. Y esto es más bonito. Mucho más. Por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas, llevando el compás del río. Con sus jazmines en el pelo. Con sus rosas en la cara.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Y cuántos hombres caen en la tórrida tristeza

Existe una secta llamada “Yo también pienso que “El hombre que mató a Liberty Valance” es una obra maestra” y que tiene un primer mandamiento que afirma – ante los mitos o las leyendas, la realidad es secundaria.

Coincidimos Kyezitri y yo de boda la pasada Semana Santa. Empezamos hablando de libros, de lecturas, de hijos, de canciones cuartofinalistas. Nos pasamos al deporte. Nos centramos en la actualidad, en las clásicas de primavera, en Van der Poel y en Pogacar. Abandonamos rápido el presente y nos fuimos al pasado, a los mitos, a los recuerdos. Fútbol. Brasil del 82. Milán de Sacchi. La Romareda, el lugar, según él, donde más tiempo pasa desde que el balón cruza la línea de meta hasta que toca la red. La Romareda, donde un diez de abril de mil novecientos noventa y seis marcó Milinko Pantic un gol de cabeza que todavía estoy gritando. Confesó que su jugador es Van Basten. Y que le plantea a sus hijos dilemas (junto a Yoli) tales como Beckenbauer o Baresi, Maldini o Roberto Carlos, Iniesta o Zidane. Balonmano. El Atlético de Madrid que jugó la final de la Copa de Europa contra la Metaloplástika después de eliminar en semifinales al Dukla de Praga. Él tuvo la suerte de estudiar la carrera en Ciudad Real cuando el Balonmano Ciudad Real ganaba Ligas y Copas de Europa. No sólo es que viera aquellos partidos en el pabellón. Es que se cruzaba por la calle con los jugadores. Y me contó que, una de las Copas de Europa que ganó, tras una remontada heroica ante el Kiel alemán, le pilló en Barcelona, y allí él, en la Rambla de Canaletas, con la camiseta de Jonas Källman, dando saltos (aquí contaré una anécdota personal. El Atlético de Madrid estaba en segunda división. Jugábamos contra el Nastic de Tarragona en casa. Si ganábamos, ascendíamos. Estábamos en Barcelona. Me llevé la bufanda para celebrar el ascenso en la Rambla de Canaletas. El Nastic empató en el último minuto. A la bufanda no le dio el aire. El Atleti tiene estas cosas). Llevé la conversación al atletismo y recordamos la final de longitud de Tokio 91, con Powell y Lewis. Y terminamos en el ciclismo. Su terreno. Él es ciclista. Yo sólo soy un globero veraniego (aquí ahora alguno dirá lo de que las bicicletas son para el verano y yo le prohibiré utilizar esa frase hasta que me haga un resumen de la obra de teatro de Fernán Gómez), pero un globero con muchas horas delante del televisor viendo etapas, que no durmió cuando Roche le levantó el Tour a Perico, que ha visto pasar por delante de él a Marino y a Induráin charlando a cola de pelotón en la clásica Luis Puig, que se ha colado en la Vuelta a la Comunitat y ha estado al lado de Olano con el maillot arco iris, o viendo cómo le curaban las heridas a Ugriumov o detrás del equipo ONCE, con Chozas y Jalabert al frente, antes de subir al podio. Un aficionado que confiesa su pecado de no haber descubierto las Clásicas y los Monumentos hasta ahora, cegado por Vuelta, Giro y Tour (y Mundial). Hubo un amago de discusión. Él defendió al ciclismo como el gran refugio de la épica y de la leyenda. Saqué la bandera del atletismo. Aunque es cierto que un cross o cualquier prueba de pista o en ruta no dura lo que una etapa, lo que una Clásica, lo que un Mundial. Enterramos el hacha de guerra para hablar del Tour. Y del Giro. Y de la montaña del Giro: Stelvio, Gavia, Mortirolo…Entonces me dijo, te voy a dejar un libro. Te garantizo que te va a gustar. Que te va a emocionar. Que te va a hacer llorar.

El libro se titula "Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey" y su autor es un donostiarra llamado Ander Izagirre, nacido en 1976 y a quien, como se lee en la solapa, el gol de Zamora lanzó por los aires cuando tenía cinco años (cuento ahora otra anécdota. Jesús Mari Zamora suele ponerse, durante la Behobia San Sebastián, casi en la cima del Alto de Mirakruz, cerca de Arzak. Una vez lo vi. No me suelo fijar, porque, a esas alturas (kilómetro quince), suelo tener la cabeza en otro sitio y a mí su gol no me lanzó por los aires. No ocurre lo mismo con Jose, devoto tanto de la Behobia como de la amistad como de la Real Sociedad (como de la cena del viernes en la sidrería). Él siempre sube Mirakruz buscándolo. Y se para a saludarlo. Y se hace fotos con él. Porque a Jose aquel gol también lo lanzó por los aires y todavía sigue flotando). El libro cuenta la historia del Giro de Italia desde su nacimiento hasta 2018, el año en que lo ganó Froome. Hablar del Giro es hablar de los italianos y su amor por el ciclismo desde el principio: Milán Sanremo, Giro de Lombardía, Tirreno Adriático. Hablar del Giro es hablar de los italianos y su sentido de la ética: trampas, engaños, clavos, chinchetas, puertos que desaparecen del recorrido, envenenamientos del rival, datos de la tasa de hematocrito falseados (Pantani) para que la Camorra gane con las apuestas, ciclistas (italianos) que suben a empujones, ciclistas (no italianos) a los que escupen, insultan, agarran de los maillots, a los que ponen un helicóptero delante para que el aire los frene. Es hablar de ciclismo, un deporte que se encontró con enemigos tan poderosos en su origen como el Vaticano (“el velocipedismo (qué hermosa palabra) es la anarquía aplicada a la locomoción, un intento de negar las leyes físicas y las del transporte” (según el autor, "cuesta encontrar una definición más bella y apetecible del ciclismo")) o Mussolini, “a quien seducía la modernísima velocidad del automovilismo, la aviación y el esquí, el porte viril de boxeadores y nadadores, la fuerza del fútbol para adoctrinar a las masas y que despreciaba a los ciclistas como figuras tristes, escuálidas y lentas, indignas del hombre nuevo fascista”. Es hablar de sus puertos, de los Dolomitas, de las Tres Cimas de Lavaredo, del Gavia, del Stelvio, del Mortirolo, subidos, en plena primavera, en condiciones muchas veces infames, entre la nieve, azotados por el viento, el granizo, el frío. Es hablar del lado sucio del ciclismo, del consumo masivo de anfetaminas, de los años tremendos de la EPO, de las autotransfusiones, de los doctores Corconi y Ferrari. Es hablar, sobre todo, de ciclistas, de Girardino, de Binda, de la fabulosa rivalidad entre Bartali y Coppi (y conocer a estos dos personajes y sus propias historias), con Fiorenzo Magni, el tercer hombre; de Charly Gaul y sus ojos extraviados; de Anquetil (como Fignon), jurando no volver nunca al Giro, pero volviendo (aquí abro otro paréntesis (uno más) para poner un enlace sobre la vida personal de Anquetil. Si lo contase, nadie me creería); de Eddy Merckx, el que siempre quería, (casi) siempre podía y que se retiró a los treinta años sin un milinewton de fuerza en su cuerpo (y que tiene una cuesta llegando a la aldea del Secarral, justo antes de bajar a la Nava viniendo desde Villalgordo. Allí, siendo nosotros niños, nos llevaron mis padres y mi tío Pepe para ver pasar la Vuelta. Por aquel sitio pasó Eddy Merckx en cabeza tirando del pelotón. Yo no recuerdo verlo, pero mis padres siempre dijeron que sí. Y aquella cuesta fue bautizada en nuestra casa con su nombre); de la rivalidad ridícula entre Saronni y Moser; de “nuestros” (porque, en el deporte individual, todos pueden ser nuestros, hayan nacido donde hayan nacido) José Manuel Fuente, Marino Lejarreta y Miguel Induráin; de Marco Pantani y, como dice el autor, su portentosa ascensión a los infiernos (el título de esta entrada está sacado del texto que dejó escrito); de Vicenzo Nibali o el reencuentro del ciclismo con la pureza. Es hablar de una carrera en la que puede pasar cualquier cosa, donde, por mucho control que exista, muchos súper equipos, mucha parametrización del esfuerzo en watios, ratios, valores y demás, la poesía, lo imposible todavía es posible. Pero, sobre todo, es hablar de algo intangible. De algo que supera a la historia, a los datos, a las personas, a los hechos. De algo que excede a la realidad y sólo puede tener sentido en el sentimiento, que sólo se percibe con el alma.

Kyezitri acertó. Este libro me ha gustado. Este libro me ha emocionado. Este libro me ha hecho llorar (¿quién no podría llorar con las palabras de Chaves después de que Nibali le hubiese ganado el Giro? ¿Quién no podría llorar con las palabras de agradecimiento después de aquella etapa de Nibali a su equipo, especialmente a Scarponi, para quien pide una estatua por su trabajo y su comportamiento para después leer –A Scarponi le levantaron estatuas en varios lugares de Italia al año siguiente, cuando una furgoneta lo mató mientras entrenaba cerca de su casa. Dejó viuda y dos hijos pequeños- Quién?). Este libro me ha hecho reafirmarme y enorgullecerme de ser miembro numerario (como Kyezitri) de la secta llamada “Yo también pienso que “El hombre que mató a Liberty Valance” es una obra maestra”, creyendo con devoción en su primer mandamiento. Y alegrarme de haber descubierto con este libro en Ander Izagirre a uno de los sacerdotes de la misma.

miércoles, 30 de abril de 2025

Duna

Siete millones de turistas visitan cada año Budapest. Por la zona del Castillo y por el Parlamento es por donde más se les suele ver (aunque no a todas horas. Pasar por estos sitios (y por otros muchos) corriendo al alba bajo la lluvia pudiendo sentir que todo aquello es para ti, es incomparable). Por mucha gente que te encuentres, se agradece estar por allí y que no haya nadie disfrazado de Pikachu y de Dora la exploradora gigantes tratando de sacarle algo a los turistas. Y que te puedas sentar en una terraza o en un banco sin tener a un tío tocando o cantando a cinco metros, hablando tranquilamente y sin tensión, también.

Otra cosa que he valorado mucho de Budapest es que apenas ves a gente en patinete. Puedes ir andando por la calle sin preocuparte porque pase un cretino a tu lado a treinta (mínimo) kilómetros por hora. En Valencia cada vez anhelo más salir de casa con una guadaña e ir regando de cabezas la ciudad. Allí no tuve ese deseo.

Y tampoco hay palomas apenas. Y los coches se paran en los pasos de cebra cuando ven que se acerca un tío (un señor) corriendo. Y todos los puentes que cruzan el Danubio (al menos los que visité y atravesé, que fueron cinco) son metálicos. Muy bonitos algunos (mucho más que muy bonitos), en acero, con esos roblones, esas estructuras, esos adornos. Una mezcla de ingeniería y arte que tienen el poder de emocionar.

En contrapartida, allí no ponen tapa con la cerveza. Un atraso. Traté de hacer una solicitud en el ayuntamiento para solucionarlo. Como todo está en húngaro y la única palabra que fui capaz de aprender en ese idioma fue Ferenc y que significa Francisco (al menos así llamaban al papa fenecido), desistí.

Mis conocimientos de literatura húngara son muy escasos. De hecho, sólo he leído a Sandor Marai. Dos libros, exactamente (“La gaviota” y “Ultimo encuentro”), que no me entusiasmaron. Pero como conozco a alguien que admira a Marai, en su honor hice la foto que acompaña.


Para subir al Castillo, a la zona del Palacio Real, hay un funicular. Pasamos varias veces por delante. Cada una de ellas traté de hacerlo sin cantar “funiculí, funiculá”. Imposible. No fui el único. Ana tampoco lo consiguió.

Hemos subido todos los peldaños exigidos para 2025 y espero nos convaliden también 2026.

Una colección que sería muy bonita, aunque poco práctica por lo difícil de robar, de ocultar, de trasladar y por el espacio que ocuparía, sería la de tapas de alcantarilla. Estuve tentado de empezarla con la siguiente. Muy tentado.


Durante la primera mitad de la década de los cincuenta, el Honved de Budapest fue la base de la selección húngara de fútbol que ganó el oro olímpico en Helsinki 52, derrotó a Inglaterra en Wembley (3-6) con una lección inolvidable y que perdió la final del Mundial de Suiza en el 54 contra Alemania. Allí destacaban Puskas, Czibor y Kocsis. Con aquella generación de futbolistas coincidió en el Honved otra generación menos conocida, puesto que eran atletas, pero que marcaron también una época, estos en el medio fondo mundial. Allí estaban Iharos, Tabory y Rozsavolgyi, que batieron récords mundiales, compitieron al primer nivel y que fueron víctimas de la represión soviética a la revolución húngara, impidiéndoles ser competitivos en Melbourne 56 primero, y marcando el resto de su carrera después (aquí enlazo la historia, para quien le pueda interesar). Fue aquel Honved un fogonazo de luz muy breve en el tiempo pero que todavía perdura. Y cuando pasamos por aquella calle, tuve que hacerle una foto.


Ernst Lubistch dirigió en 1940 la película “El bazar de las sorpresas” (el título original (traducido) sería “La tienda de la esquina”). La película está protagonizada por el gran grandísimo James Stewart y por Margaret Sullavan y tiene una colección de personajes secundarios a cual mejor. No contaré la trama, por si alguno no la ha visto y quisiera. Sólo puedo decir que yo la tengo clasificada en la categoría “películas maravillosas que siempre me emocionan”. La historia transcurre en Budapest. El bazar se encuentra en la calle Andrássy. Y hasta allí peregrinamos.


La frase del viaje la dije yo (y perdón por la presunción). Estábamos discutiendo por dónde ir. Yo proponía un camino y lo hice con argumentos. Mi propuesta fue rechazada por la mayoría y nos fuimos por el lado opuesto a por donde yo decía. Mi hija me miró y dijo –la paciencia que tenemos contigo. Le respondí. –Vosotros tenéis paciencia. Yo tengo razón.

Hungría es uno de los pilares mundiales de la natación. Tres campeonatos del mundo se han celebrado allí en los últimos años (2017, 2022 (piscina larga) y 2024 (piscina corta)), en el Duna Arena donde fueron campeones, entre otros muchos, Dressel, Ledecky, Peaty o Mireia. Este recinto está en uno de los extremos de la ciudad, en el quinto pino exactamente. Allí estábamos dos fetichistas del deporte: mi hijo y yo. Él, nadador, ahora en excedencia, que ama su deporte, me propuso que fuéramos a verlo. Respondí que sí, con cierto orgullo por haberle contagiado esta tara (presumo siempre que puedo el haber visitado los estadios olímpicos de Estocolmo, Berlín, Roma y Barcelona), y por mi propia tara, ya que visitar templos del deporte siempre me llama. Nos dimos un paseo junto al río tan largo como bonito. Entramos a la recepción. Allí había un listado con todos los campeones olímpicos húngaros en natación (Laszlo Cseh no estaba y se lo hubiera merecido). Mi hijo se presentó como un nadador enamorado de la natación y pidió si le dejaban subir al graderío para ver donde se celebraron aquellos campeonatos. La respuesta fue no. Para mí la respuesta fue cultural. Un latino jamás hubiera dicho que no y habría buscado cómo. Un eslavo no valora ni por un instante que alguien pueda emocionarse viendo una piscina donde los mejores compitieron y respondió conforme al reglamento. Yo, ya que estaba allí, pues me hice una foto. Y en el largo paseo de vuelta, le deseamos todo tipo de bondades, a cual más retorcida, a la funcionaria que nos negó el paso.


Y esta foto me la hice porque, a veces, me encanta ser un turista. No sé quién es el señor del sombrero. Espero no me guarde rencor. 


Alguna vez dije que, para mí, hay ciudades para ir y ciudades para volver. Y fui a Budapest con la convicción de que sería una ciudad para ir. Tal vez viajé lleno de prejuicios. Sabía de su monumentalidad, de su espectacularidad, pero tenía miedo de ver más cosas que no me gustaran que las que me gustaran. Tengo que decir que no ha sido así. No han sido muchos días, y casi siempre nos hemos movido por zonas turísticas. Pero el turismo corredor te hace abarcar más recorrido y meterte por sitios distintos. Y ver más cosas. No voy a descubrir Budapest ni todos los tesoros que contiene, que son incontables. Sólo puedo decir que siento que una parte de mí se ha quedado allí. Y también que un trozo de Budapest se ha venido conmigo. Y no me importaría que se volvieran a encontrar.

jueves, 24 de abril de 2025

But i can't help falling in love with you

No fue lo mejor el pasodoble que bailaron Ana y nuestro hijo. Ni los miles de besos que le di al novio en la mejilla (más en un minuto que todos los que le daría su madre durante la EGB) cuando empezó a sonar “Kentucky rain”. No fue lo mejor algunas de las conversaciones (muy buenas) que tuve y que, estoy seguro, aparecerán por este cuaderno más tarde o más temprano. Tampoco los sándwiches mixtos que sacaron durante el resopón. Ni mi elegancia natural, compitiendo codo con codo con la pajarita de Javi. Ni que el baile nupcial fuera con “How can you mend a broken heart” (aunque me guste más la original). Lo mejor fue cuando Elvis volvió a coger el micrófono y comenzó a cantar “Can’t help falling in love”. Y noté entonces que me pasaban la mano por la cintura y apoyaban la cabeza en mi hombro. Mi hija. Tan espléndida. Tan rotunda. Y los dos, take my hand, take my whole life too. Fue lo mejor. Sin duda. Lo mejor.

viernes, 18 de abril de 2025

Cosas que nunca me van a pasar

La historia me la mostró Ana. El ascensor del ambulatorio se bloquea. Cuatro personas se quedan atrapadas. Tres de ellos, dos mujeres y un hombre, están en torno a los setenta años. El cuarto, más joven, no llega a los cuarenta. Éste lleva una guitarra y, para tranquilizar, dados los nervios por la situación, empieza a tocar y a cantar “Amarraditos”. -Una de su época, a ver si se calmaban- dice. Los otros tres se miran estupefactos y, en la siguiente escena -tú saludas tocando el ala de tu sombrero mejor y yo agito con donaire mi pañuelo- todos juntos. De repente, un silencio sorprendido. -Oye, qué bien entonamos. -Pues vamos a por otra. “Caballo de paso”. Y cuando arreglan el ascensor y abren las puertas, salen de allí cantando. Y deciden juntarse todos los viernes para ensayar. Y, según se nos cuenta, ya tienen tres actuaciones contratadas.

Por qué nunca me pasarán a mí estas cosas.

sábado, 12 de abril de 2025

Varios

Una conversación entre compañeros me ha llevado a los campamentos con los Scouts. Diez años estuvimos, entre los setenta y los ochenta. Dos semanas cada vez. Un montón de nombres se han vuelto a presentar ante mí. Con sus caras. Con su forma de ser. Y la primera pregunta es -¿qué habrá sido de ellos? Y la respuesta inmediata es -¿para qué quieres saberlo? Por curiosidad, claro. ¿Es suficiente razón? Todos aquellos nombres pertenecen a entonces. A aquellos lugares. A aquellos momentos. Con aquella edad. Con aquella personalidad. En aquellas circunstancias. ¿Para qué saber ahora? ¿Para qué? Fueron y son lo que fueron donde y cuando fueron. ¿Curiosidad? Calla. Así está mejor. 


Me encanta callejear. Deambular. Y siempre voy mirando, tratando de encontrar. Vivo en Valencia, aunque a veces tenga dudas. Suelo ir haciendo fotos. Este miércoles hice tres en cincuenta metros. Si siempre se puede ser más gilipollas, en algunas zonas, más todavía.


Creo que a esto antes se le llamaba "Gimnasio".


Y esto creo que era conocido como "Peluquería". Y si querías que sonara con estilo, "Salón de belleza".


Este rótulo sí que me tiene descolocado. Belleza profunda. ¿Qué es la belleza profunda? ¿La belleza interior? ¿La belleza intelectual? ¿La belleza en la Fosa de las Marianas? Me quedé con las ganas de entrar y preguntar.




Y este cartel me emocionó. Siempre he defendido al despecho como uno de los motores del universo y considero que está poco reconocido para su importancia, mereciendo ser reivindicado conforme a su categoría. Pero cuando vi este cartel y descubrí que tenía un estilo musical propio, se me llenaron los ojos de lágrimas y sonreí satisfecho. Por fin se ha hecho justicia.

domingo, 6 de abril de 2025

Querido diario (reflexiones apasionantes sobre mi vida corredora)

Pues estoy un tanto preocupado, porque no sé si esto es provisional o es hacia donde voy. O lo que soy.

Y es que siento que he perdido el hambre, las ganas, el ansia por ponerme un dorsal.

Veo que los últimos kilómetros del pasado maratón me dejaron huella. En aquellos momentos, sufriendo, cuando debiera estar echando mano de pensamientos positivos, de pequeños objetivos, de metas parciales, de algo que me animase, sólo me repetía –me parece que esto ya no es para ti.

Suelen abrir inscripciones del maratón del año siguiente a los dos días, para aprovechar la euforia, las endorfinas. Y no me inscribí. Ni siquiera tuve la tentación. Ni lucha interna. Nada.

De correr no he perdido las ganas. Eso sí que no. Mis cinco días semanales. Mis sesenta kilómetros. ¿A qué ritmo? Cuando mi madre confiese su edad, yo confesaré a los ritmos que entreno.

Rehuí la San Silvestre de la capital del Secarral. Corrí un diez mil en enero en Valencia, pero sólo porque el día anterior (después de haberme metido hora y media) me llamó Pérez para decirme que tenía un dorsal y no supe decirle que no (podría haber llamado antes). Me salió por debajo de cuatro treinta el kilómetro (los cuatro treinta son los nuevos cuatro). Y el caso fue que terminé fuerte y eufórico. En otro tiempo hubiera llegado a casa y buscado carreras para inscribirme y me habría preparado mentalmente un plan. No lo hice.

Corrí otra carrera. Una de cinco kilómetros, también en Valencia. Volvió a engañarme Pérez. Nos mojamos (perdón. Nos calamos). Volví a correr (fácil) por debajo de cuatro treinta. Volví a disfrutar. No me apunté a ninguna otra.

Correr cinco días a la semana (y nadar otro) a ritmos inconfesables empezaron a tener un efecto extraño en los botones de mis pantalones, que cada vez me apretaban más. Y en lo que me decía el espejo. Y en la imagen que reflejaba en los escaparates cuando iba corriendo, que me hacía preguntarme si lo que estaba viendo era un corredor de fondo o un lanzador de disco (decir discóbolo me parece un tanto pretencioso). Y, lo peor de todo, me empezaron a decir que me veían más guapo. No quería pesarme porque tenía miedo al dato. Y el dato llegó en el reconocimiento médico anual de la empresa.

Cuando mi madre confiese su edad yo diré mi peso.

Sólo puedo decir que me sobran cinco kilos.

Y, entonces, le dije a mi fuerza de voluntad que fuera despertándose, que llevaba ya demasiados meses de letargo. No a la fuerza de voluntad de comer menos (ésa no la tengo), sino a la de esforzarme más.

Y empecé a seguir un plan de entrenamiento. Plan con sus series y sus cambios de ritmo. Plan que ha vuelto a llevar a mi corazón a pulsaciones que ni recordaba y que me han llevado a resollar al final de la última de las series de tal forma que los que pasaban por allí llamaban al 112.

Los tiempos de las series son muy tristes (mamá, no digas nunca tu edad), pero lo tomaremos como el primer peldaño de un proceso de reconstrucción.

Y el proceso pasa por volver a correr carreras.

Esta mañana he corrido un quince mil que se ha disputado en Valencia (salgo poco de la capital últimamente), por la zona de la playa y el puerto (mi territorio). Carrera muy de runners (ellos dicen que es un 15K). Los servidores de las redes sociales supongo que se habrán caído con todas las fotos que han subido, tanto en la recogida de dorsales, como en la previa de la carrera (porque estos no hacen las cosas por hacerlas sino para contarlas). Prácticos que tienen las matemáticas pendientes de la EGB (si a las nueve salen los que van a correr, en teoría, por debajo de cinco el kilómetro, y a las nueve y diez sale el resto, ¿qué hacía el práctico de cinco treinta saliendo a las nueve debajo del mismo arco de salida?). Gente muy estilosa (mientras estiraba ha pasado una chica que le decía a otra que se había puesto unos calcetines cuquis porque le daban súper buena suerte). He ido trotando desde casa. Yendo ya he visto que íbamos a pasar calor. No me he colocado demasiado bien. Hasta el dos no he podido coger ritmo. Me he sentido bien hasta el doce. A partir de allí, se me ha hecho largo. Supongo que el calor. Tres kilómetros un tanto agónicos, pero sin pensamientos negativos (ni por asomo me he dicho –esto ya no es para ti). He terminado, he mirado el crono, he dicho qué lamentable (los cuatro cuarenta son los nuevos cuatro treinta) y me he vuelto a casa cabizbajo, meditabundo, cariacontecido, derrotado.

Querido diario: estoy confundido. No es haber hecho una mala carrera. No es estar pasado de peso y en baja forma. Es pensar si estoy o que, simplemente, soy. Es sentir que me asusta el dato, de la báscula, del crono, y me refugio en si merece o no merece la pena el esfuerzo para el resultado sin intentarlo. Es sentir que he perdido el hambre y que esto sea una forma de autodefensa, una secuela del maratón. O, simplemente, miedo. Y me temo que sólo hay una forma de averiguar si sólo es que estoy o es que ya soy. Y que, aunque no sea más que por respeto a mí mismo, no puedo quedarme con la duda. Así que, mi querida fuerza de voluntad, vete espabilando, que vas a estar entretenida los próximos meses.

viernes, 28 de marzo de 2025

Guiñar. Dije guiñar

Me estaban esperando.

Suele ocurrir cuando eres un listo y te dedicas a corregir a los demás. O a puntualizarles. O a ampliar sus comentarios. O a iluminarles con tu conocimiento sin que nadie te lo haya pedido.

Me estaban esperando.


El jugador de snooker que aparece en la foto se llama Xiao Guodong y tiene una peculiaridad: es zurdo de ojo. Nunca había oído ese concepto. Diestros o zurdos son términos que siempre había escuchado relacionados con las extremidades. Y los ambidextros (yo digo ambidextro y no ambidiestro y es otro motivo por el que me estaban esperando). Y los cruzados (mi hermano y mi hijo son diestros de mano y zurdos de pie). Y nunca me planteé que, cuando uno tiene un lado dominante, a la hora de apuntar no utilice el ojo de ese lado. Con una escopeta. Con un taco de billar. Eres diestro y tu ojo derecho es el que dirige. El izquierdo se suele cerrar. Y en la foto se ve a Xiao Guodong manejando el taco con la derecha y pasando la cabeza para que sea su ojo izquierdo quien transmita la información. Zurdo de ojo. El snooker no es sólo entretenimiento. También es una fuente de aprendizaje.

Comida familiar en casa de mi madre. Estábamos todos. No venía a cuento, pero decidí hacerles partícipes de mi hallazgo y empecé a hablarles, con tono engolado, del concepto -zurdo de ojo. Estaba en mitad de mi perorata cuando dije -guiñar el ojo derecho.

Pero (parece ser) no dije guiñar.

Dije giñar.

O jiñar.

Y cayeron sobre mí como lobos, como guerrilleros en una emboscada.

Aguanté el chaparrón como pude. Empecé negándolo. Terminé riéndome junto a ellos.

Pero mi orgullo está herido.

Muy herido.

Yo, a veces, perdono, pero jamás olvido.

Esto no quedará así.

viernes, 21 de marzo de 2025

Breves

Pues vendí un libro.

Feria del libro antiguo y de ocasión en Valencia. Voy mirando casi todo. En mi mente llevaba la consigna Bradbury-Hammett-Ishiguro-Camilleri sin negar la posibilidad a cualquier otro. Dos mujeres mayores me interrumpían el paso. Una sujetaba en su mano “El misterio de la cripta embrujada”, de Eduardo Mendoza. La otra, de manera, en mi opinión, pobre, trataba de explicarle quién era Mendoza. -No te vas a meter, Car. No vas a decir nada. No quieren saber tu opinión. No necesitan lo que les puedas contar. Limítate a bordearlas y sigue tu camino.

-Con ese libro se va a usted a reír a carcajadas.

Imposible luchar.

Con todo el entusiasmo del mundo les hablé del libro y de su autor (igual me excedí cuando pedí para él el Nóbel, el Balón de Oro, el Bunyol d’Or amb Fulles de Llorer i Brillants y su beatificación). El caso fue que me escucharon atentas (al menos lo parecía). Y me hicieron preguntas. Y cuando vi que se lo llevaban, el señor mayor cansino que llevo dentro (y fuera) sonrió satisfecho levantando la cabeza, oteando nuevas víctimas.


En un libro, de uno de los personajes se nos dice que tenía los ojos azules, seguramente de tanto mirar al mar. Que el color de los ojos dependiera de lo que estamos mirando. Que dependiera de nuestros pensamientos. De nuestros sentimientos. De nuestros deseos. Que el color de los ojos fuera un reflejo del exterior. Del interior.

Y pensé que lo que parecía poesía sería un crimen. Que sea la mirada la que hable, si quiere, y dejemos a los ojos con su color como están. No los molestemos.


Le contaba un niño a su madre cuánto le gustaba la lluvia. ¿Y eso? Porque el abuelo está en el cielo. Y cuando llueve, llueve un poco de él. Y me gusta verla. Y me gusta mojarme. Porque sé que está en ella.

martes, 18 de marzo de 2025

Mi madre es Fallera Mayor

Y también es artista fallera.

Bueno, esto último no es del todo cierto. Más bien es colaboradora del artista. Ayudante. Peona.


Y ésta es su falla.

miércoles, 12 de marzo de 2025

Watson

Me gustan los libros de Sherlock Holmes. Las novelas. Los relatos. Los leo como quien va a ver a un mago o a un prestidigitador, y en cada una de sus deducciones, aplaudo asombrado. No trato de anticiparme, de averiguar, de buscar los errores, de encontrarle el truco. Soy un espectador entregado. Entusiasta.

El personaje de Sherlock Holmes está inspirado, por lo visto, en un profesor que tuvo Arthur Conan Doyle en la facultad. Joseph Bell se llamaba, y fue precursor del uso del método analítico en la medicina forense. Conan Doyle ya comenzó a escribir en sus años de estudiante, y retomó la escritura, según cuenta, cuando se estableció como oftalmólogo en Londres. Como ningún paciente entraba en su consulta, tenía tiempo. Y fue entonces cuando creó al personaje de Sherlock Holmes, que tuvo un éxito inmediato.

Conan Doyle no tenía ningún aprecio por el personaje, de quien decía que ”desgastaba su mente”, y no paró hasta que, en el relato “El problema final” lo mató. La muerte de Sherlock Holmes no fue bien aceptada por el público británico, que inundó de cartas suplicando, pidiendo, insultando y amenazando al autor, quien terminó resucitando al personaje en “El regreso de Sherlock Holmes” (no sé si habrá habido muchos casos en la historia de resurrecciones como ésta. Yo he de decir que, después de leer “El mundo perdido” creo que también me habría unido a los que rogaban insultaban amenazaban para que Conan Doyle se hubiera centrado en las historias de Holmes y se hubiese dejado de otros esfuerzos).

Las novelas y los relatos de Sherlock Holmes están contados por el doctor Watson, que ejerce de lo que se llama narrador testigo. Viven juntos para poder pagar entre los dos el alquiler del apartamento de Baker Street que Holmes ya tenía visto. Sherlock fascina desde el primer momento (“Estudio en escarlata”) a Watson, quien abandona su profesión (siendo doctor, dejamos al lector que adivine cuál) y se dedica a acompañar al detective y a contar sus andanzas.

En un episodio de “Big Bang Theory”, Sheldon y Amy Farrah Fowler terminan de ver “En busca del arca perdida”. Sheldon está entusiasmado porque Amy haya visto por primera vez la película. Amy, sin gran emoción, concede que le ha gustado. Y luego añade que el personaje de Indiana Jones es absolutamente prescindible, que no aporta nada a la trama, puesto que ésta habría sido la misma sin él. Sheldon protesta, trata de argumentar en contra…y no tiene argumentos. Y el resto del grupo, también fanáticos del personaje, por supuesto se indignan... y tampoco pueden replicar.

Pues lo mismo me pasa a mí con el doctor Watson. ¿Qué aporta él a la trama?

Nada. Está allí, lo ve y lo cuenta. Si el autor se hubiera inclinado porque estos libros estuvieran escritos en primera persona por Holmes, o en tercera persona utilizando un narrador omnisciente (me apetecía mucho escribir omnisciente), Watson sería absolutamente innecesario.

Alguno dirá que hacía falta para que Holmes pueda pagar el alquiler del apartamento de Baker Street, pero eso tiene fácil solución. Otros dirán que, al ser médico, puede resultar de ayuda en las investigaciones. Aquí replicaremos que Watson sí, estudió medicina. Luego se hizo médico militar, lo mandaron a Afganistán, a los cinco minutos ya estaba herido, cogió el tifus, lo repatriaron y, estando convaleciente, conoció a Sherlock. Es decir, que estudiar, sí que estudió, pero ejercer, ejerció poco. Habrá quien defienda que su inteligencia sirve de complemento a la de Holmes, pero es que Watson es muy cortito y no dice más que obviedades y naderías. Está ahí para dar oportunidad a que Sherlock se luzca en sus réplicas ridiculizándolo. Ya, pero ¿y su amistad? ¿Qué amistad? Las relaciones de amistad se establecen en planos de igualdad. Y un personaje tan arrogante, tan narcisista, tan soberbio como Sherlock Holmes reconoce pocos iguales. ¿Sherlock y Watson amigos? No. Lo único que se me ocurre, y aquí voy a jugar a ser psicólogo (barato) es que, en el fondo, Holmes no deja de ser un acomplejado y necesita a su lado a un ser menor, a un bufoncillo, que le jalee, le admire y sienta fascinación por él (pensaba hacer una referencia de mi entorno laboral, pero no la haré). Es por lo único que podría tener sentido el personaje de Watson. Pero estoy convencido que, de no haber existido, las novelas y relatos de Sherlock Holmes serían igual de buenos y nadie le habría extrañado.

Por tanto, tenemos a un personaje completamente intrascendente y carente de atractivo convertido en una celebridad mundial. Siempre se dijo que Ringo Starr era el ser más afortunado de la historia. Me temo que el doctor Watson puede disputar con ventaja ese honor.

jueves, 6 de marzo de 2025

Las Chicas Derry

Hacíamos sesiones de dos, tres, cuatro capítulos. Pero dejamos el último aparte. Una última sesión. De despedida. Digna. Respetuosa. Con honores. Los devotos nos sentamos cada uno en su sitio con solemnidad. Entregados. Con un nudo en la garganta. Con el estómago encogido.

En “The Derry Girls” se cuentan las aventuras de cinco adolescentes, estudiantes de secundaria, en la ciudad de Londonderry (para los protestantes probritánicos) o Derry (para los católicos proirlandeses) en la Irlanda del Norte de los años noventa, con el IRA atentando, con el ejército británico en todas partes, con algaradas, barricadas, revueltas y manifestaciones permanentes, con el alto el fuego, con las negociaciones, con el Acuerdo de Viernes Santo, con el referéndum. Las cinco chicas protagonistas (una es un chico, se llama James, es inglés y no es homosexual, pero como él se define en uno de los capítulos como una Chica Derry, no seré yo quien se lo niegue) estudian en un colegio católico, se consideran irlandesas (fenianas), tienen personalidades muy distintas y forman una unidad.

La serie es muy divertida. Las situaciones. Los diálogos. Los personajes. Tan divertida como humana. Es el mayor mérito que le doy: cómo te conquista. No desde el humor sino desde el sentimiento. Erin, Michelle, Orla, Clare, James. Son cinco y son una. Y son nuestras cinco. Su suerte es la nuestra. Sus despropósitos, sus éxitos, sus alegrías, sus problemas, sus aventuras, sus dramas los compartimos. Y no sólo ellas cinco. Hay una primera fila de personajes secundarios que también nos adoptan (todas las madres, especialmente la de Erin. Y el abuelo Joe). Una segunda fila donde estarían el tío Colm (qué personaje), el padre Peter (y su pelo), Eammon, Ciaran, el tendero (fabuloso), a los cuales sentimos también. Y también hay otros dos personajes, tal vez secundarios pero esenciales. Para la serie. Para mi recuerdo: la hermana Michael y el padre de Erin, Gerry, el personaje que más crece a lo largo de la serie. No hay frase ni gesto en ellos dos que no sea para enmarcar. Para celebrar. Para admirar. Desde luego que detrás hay una guionista. Y una directora. Es la misma (Lisa McGee). Y también está la música, que juega su papel y muy bien jugado (“Rock the boat” nunca volverá a ser la misma canción). Cada episodio es una historia. En cada episodio hemos reído y nos hemos emocionado. Todos los capítulos nos llevaron por el camino de la alegría, de la melancolía, de la ironía, de la esperanza. Todos los episodios nos enseñaron el camino de la felicidad. Y despedirse de ese camino…no es fácil.

Y terminó la última escena. Y no nos movimos. Como cuando, especialmente con las películas de Woody Allen, nos quedábamos sentados en la butaca a leer los créditos, con la excusa de la música, hasta que encendían las luces. No nos movimos. Nos cogimos de la mano. Nos abrazamos. Quisimos decir algo. Callamos. Y, en silencio, huérfanos, tristes, negándonos a despedirnos, no nos movimos.

viernes, 28 de febrero de 2025

¿Cuánto?

Me escribe pidiéndome mi número del DNI. Se lo mando. Al rato me envía un archivo. Lo abro. Dos entradas para el Valencia Atlético de Madrid en Mestalla. ¿Y eso? Te invito. Muchas gracias, hombre. Decidimos vivirlo como cuando era un chaval y nos recorríamos todos los hoteles para que se hiciera fotos con los futbolistas, especialmente con los del Atleti, que, además, le firmaban la camiseta. Más de dos horas antes allí estábamos, en la puerta del hotel, con nuestras camisetas y nuestras bufandas. Muchísima gente. Más que nunca. La mayoría, argentinos (pensé en pedir una excedencia). Apenas vimos a los jugadores. Sale el autobús. Nos vamos para Mestalla y, ya que estamos, también recibimos al autobús del Valencia. Aquí no gritamos. Damos una vuelta, nos tomamos una cerveza y entramos al estadio (ver el verde del césped dentro del campo sigue siendo una experiencia muy hermosa). Las entradas que ha comprado mi hijo son de Gol Norte. Arriba. Donde se pone la afición visitante. Lo comprobamos al llegar, rodeados de camisetas rojiblancas. Cantamos. Animamos. Y como además el partido se dio bien (para nosotros), celebramos los goles como toca, sin necesidad de ser discretos tratando de no ofender, abrazándonos a derecha e izquierda. Al final del partido empezó a llover. Aguantamos hasta que los jugadores vinieron a aplaudirnos y a ser aplaudidos. Nos calamos hasta los huesos volviendo a casa. Fue una tarde memorable.

Tanto insistió Ana que decidimos hacerla caso. Y así, en el sofá, ella, nuestra hija y yo sentados para empezar a ver una serie titulada “The Derry Girls”. Episodios no muy largos. Veintitantos minutos. Vimos el primero. Y un segundo y un tercero. Seguidos. Son tres temporadas. Diecinueve capítulos en total (igual escribo sobre la serie, porque es…). Ana disfrutando de verla de nuevo, de nuestras reacciones y de que le demos la razón. Y nosotros dos, disfrutando. Juntos. Porque la serie la tenemos que ver juntos, cada uno en su sitio del sofá. Y nos organizamos para coincidir. Y no se avanza si falta uno. Sesiones de dos, tres, cuatro episodios. Uno al lado del otro.

¿Cuánto multiplica el valor de las cosas cuando las haces con tus hijos? ¿Y cuánto más lo multiplica cuando son ellos los que las quieren hacer contigo sin tener ya por qué?

jueves, 20 de febrero de 2025

Las grullas del ocaso

Bo, todas las noches, le pedía a su hermana Saya que le contase un cuento. Y Saya, siguiendo el ritual que su hermano de tres años esperaba, respiraba hondo, asentía tres veces y comenzaba el mismo relato que su padre, el Guji, el sacerdote Shinto, le contaba a ella cuando era una niña: la historia de las grullas que volaban durante el crepúsculo y la del niño que, en una aldea pequeña entre las montañas, las observaba y soñaba con volar como ellas.

Hisako Matsubara nació en Kyoto en 1935 y era hija de un sacerdote shinto o sintoísta, llegando ella a ser sacerdotisa. Estudió en Japón y en Estados Unidos, se casó con un físico alemán y se instaló en Colonia, donde se doctoró. Comenzó a escribir en prensa y llegó a publicar tres novelas y cinco libros de ensayo, todo ello, curiosamente, en alemán.

Bo no se limitaba a escuchar el cuento. Repetía los gritos de las grullas (traa...traa…traa, shraa…shraa…shraa). El niño del relato agitaba los brazos intentando volar. Los otros niños se reían de él. Saya, con sus diez años, estaba preocupada: Bo tenía fiebre y no pensaba que fuera bueno que se alterase. Pero Bo no quería renunciar a su cuento. Los otros niños ponían una trampa para cazar al mapache (pobre mapache). El niño de la aldea se acostaba y escuchaba el canto de la salamanquesa (gok…gok…gok), del grillo (chinchiro-rin…chinchiro-rin), del viento (srrr…srrr…srrr), de las estrellas (pikka…pikka) y también de las grullas (traa…traa…traa…). Y entendía lo que decían.

Una de las novelas que Matsubara escribió es “Pájaros del crepúsculo”. La traducción del título es incorrecta por tres razones. La primera, porque el original se llama “Grullas del crepúsculo”. La segunda, por la simbología de las grullas, en concreto, en Japón, simbología que se pierde con "pájaros". Y la tercera, porque en uno de los capítulos finales se narra un cuento de unas grullas volando durante el ocaso. El libro nos sitúa en Kyoto, una de las pocas ciudades japonesas que no fue bombardeada por los Estados Unidos, en 1945, cuando el emperador, el Tenno, anunció por radio la rendición del Japón (soportar lo insoportable).

La gran grulla blanca que guiaba la bandada, la más experimentada, la que conocía todas las montañas, todos los valles, los ríos, los lagos, los vientos, la lluvia, los rayos, la más sabia, la más prudente, la que había sobrevivido a los dientes de la marta, a las garras del halcón, la que sabía esquivar las flechas de los cazadores, vio que se acercaba una tormenta y decidió que debían de posarse junto a la aldea de la montaña a esperar a que pasase el temporal. (¡No! ¡Una trampa!). Bajando en círculos se posaron en un arrozal. Y una de las grullas cayó en la trampa para cazar al mapache. El niño de la aldea, que lo había escuchado, saltó de la cama y fue hasta allí. –He venido a ayudaros. –Te sacaremos los ojos- respondieron. Y la gran grulla blanca dijo –No. No le hagáis daño. Es un niño bueno.

El libro no cuenta una historia lineal. Es más bien una sucesión de escenas que dibujan aquella realidad. Aquel momento. Los personajes principales son Saya, una niña de diez años, hija del Guji, el gran sacerdote sintoísta, un hombre abierto, crítico, respetuoso. Su madre, nieta de un samurái, que se aferra a la tradición de manera enfermiza y que no soporta la flexibilidad de su marido. También están los hermanos de Saya, Ryo, el mayor, y Bo, de tres años; sus compañeras de clase, y su maestra, y los vecinos del barrio de los telares y los estadounidenses, que se van incorporando a la vida en Kyoto.

El niño de la aldea fue a su casa y volvió con hierbas, ungüentos, algodón y vendas. Liberó a la grulla y curó sus heridas. La tormenta había pasado. –Eres un niño bueno- le dijo la gran grulla blanca. –Puedes formular un deseo. –Me gustaría volar contigo. –Sube a mis espaldas. Sube. Sube. Duerme bien. Duerme, para que pueda llevarte muy lejos, al lugar donde el tiempo nunca se acaba.

En este libro podemos ver el paso de un Japón imperialista y supremacista, con un emperador mitificado de carácter divino, a una nación derrotada con un emperador humano que se dirige a su pueblo por radio anunciando la rendición con una voz ridícula y atiplada. Podemos sentir el hambre. El temor a las bombas. A las represalias. A los saqueos. A las violaciones. Podemos escuchar los rumores que cuentan que en Hiroshima y en Nagasaki ha debido de ocurrir algo terrible. Podemos sentir la vida en el barrio. Observar sus costumbres, sus tradiciones, sus creencias. El sometimiento de las mujeres con respecto a los hombres. El desprecio a los coreanos. El contraste con los estadounidenses. Las reflexiones sobre el monoteísmo y el politeísmo. Los padres que han perdido a sus hijos en la guerra. Los hijos que vuelven. El chantaje emocional de la madre. Es un libro duro, pero contado de una manera amable. Como si estuviese escrito a través de los ojos de un niño. Parece inevitable, cuando escribe un japonés (aunque sea en alemán), no decir delicadeza y sensibilidad, pero, en este caso, es cierto. Es un libro irregular. A veces maniqueo en exceso. O demasiado amable. No importa. Al menos yo, lo perdono. Por lo que me ha hecho sentir. Emocionarme. Disfrutar.

Bo se ha quedado dormido. Saya lo arropa. Está ardiendo de fiebre. Sentada junto a él piensa en sus exámenes. En sus ilusiones. Una beca. Salir. Aprender inglés. En las conversaciones con su padre. En una tierra sin años, donde el tiempo no exista. La lámpara se apaga. El sueño le vence. Se acurruca junto a su hermano. Piensa que tendría que avisar a su padre. Bo tiene demasiada fiebre. Pero se queda dormida.

Y Saya sentada junto a la tumba de Bo susurrando -¿dónde estás?

Y Saya sentada junto a la tumba de Bo, recorriendo con sus dedos las letras de su nombre, cantándole sus canciones favoritas.

Algunas veces toda la belleza cabe en unas pocas páginas.

Algunas veces toda la tristeza cabe en unas pocas líneas.

jueves, 13 de febrero de 2025

Échate dos cantecitos

Según leí, cuando, en 1992, Kiko Veneno grabó “Échate un cantecito”, ya había desistido de vivir únicamente de la música. Se había buscado otro trabajo y componía sin presión y por afición. Fue, parece ser, Santiago Auserón y su empeño quienes lograron que se grabara este disco. Salió y triunfó. Un éxito. En Radio 3 sonaba a todas horas. Y mis hermanas y yo éramos (y somos) muy de Radio 3. Nos compramos el vinilo. Y lo desgastamos a base de bien.

Las conversaciones que tengo con uno de los padres de la piscina (el de la camiseta de Thelonious Monk), más que charlas parecen campeonatos de “soltar nombres” (name dropping en inglés). A veces le digo que debiéramos llevar un árbitro que nos diga quién gana. O para que nos despidamos cuando el primero llegue a cien. Como somos un tanto pedantes y capullos, lo pasamos muy bien. Y cuando tenemos público, lo pasamos mejor. Hace poco estuvimos de comida y nos juntamos ocho y creo que nos excedimos. Debiéramos pedir perdón al resto. Cuando lo pienso, algo de vergüenza sí que siento. Aunque eso no quita que disfrutase.

Uno de los nombres que salió aquel día fue “Échate un cantecito”. Repasamos canciones. Recitamos partes de éstas. Me sorprendió que las recordase tan bien. Porque igual hacía veinte años que no escuchaba este disco. Y al llegar a casa, lo puse.

No lo escuché entero. Me recreé en mis favoritas: “Echo de menos”, “Joselito”, “En un Mercedes blanco”, “Salta la rana” y en ese himno inmortal con un protagonista que tiene mi misma cara y que se titula “Lobo López”. Y siguen siendo muy buenas. Pedí perdón por haber estado tanto tiempo ausente. Y me entretuve con las letras. Degustando. Saboreando. Rimas fáciles. Frases cortas. Parecen simples. No lo son. Y por las noches todo es cambio de postura. Y encuentro telarañas por las costuras; Ya llegó la hora de la Zarzamora y sube la atmósfera del bar; ¡Qué pena de muchacho! - le dice la gente en los bares, cuando juegan a las máquinas y recogen lo que les sale; Salta la rana y, mientras salta, canta esta canción. Recuerda la letra. Sólo dice -ay, corazón; Vamos, Lobo López. Me has llegado al alma. Estoy tan ansiosa por ver esas cosas que tus ojos me hablan.

El sábado, corriendo, íbamos Palazón (que no tiene una camiseta de Thelonious Monk) y yo charlando y me contó una entrevista a Kiko Veneno que había escuchado. Resulta que acababa de vender su Mercedes blanco. Porque tenía un Mercedes blanco (en un Mercedes blanco llegó a la feria del ganado). Le preguntaron si le habían reconocido. -Bueno, cuando firmamos. Y, por lo que me dijo, aquel hombre fue consciente de que lo que había comprado no era sólo un coche.

No tengo datos. No puedo afirmarlo con certeza. Es sólo una impresión. Una sensación. Pero, aún así, me atrevo a asegurar que lo que vuelve después de mucho tiempo, lo hace siempre dos veces.

viernes, 7 de febrero de 2025

Córrele, córrele

Iba corriendo esta semana por el paseo marítimo. El atardecer era fresco. Poca gente paseando. Estaba a lo mío cuando escuché, con un acento que debía de ser mejicano, que me decían -córrele, córrele.

Uno, dos, uno, dos. El clásico. El eterno. En el último cuarto del siglo pasado (dicho así suena peor de lo que es. O no), ver pasar a alguien corriendo era la excepción y había que hacérselo notar. El uno, dos, uno, dos (herencia, me temo, de la instrucción en la mili) era lo habitual. Había otros que se esforzaban por ser originales, con escaso resultado -que te pillan. Que vas el último. Ya no los coges. Aunque, al menos, lo intentaban.

Años después, estando en París, salí temprano a correr y, de madrugada, me gritaron un, deux, un deux. En francés me sonó mejor. Me sentí internacional. Había ascendido un peldaño.

El padre de mi amigo Gabi trabajaba en La Casera y me consiguió dos camisetas de algodón con el logo de la marca. Eran escasas en aquel tiempo las carreras y extraño que en ellas dieran camisetas, así que aquellas eran de las pocas que tenía para correr. Hizo entonces una campaña publicitaria La Casera con el eslogan -corre para darte sed. El mensaje caló. Puedo dar fe. El uno, dos, uno, dos fue, durante una temporada, desbancado.

Más tarde empezó a imponerse el -corre, Forrest. Corre. Y aquí también logré la internacionalidad. Fue durante la Copa del América, cuando Valencia se llenó de angloparlantes. Run, Forrest. Run.

Es más reciente lo de -correr es de cobardes. Pero se aproxima, en cantidad, al uno, dos, uno, dos. Aquí solía responder con lo de -y de malos toreros. Y me quedaba con las ganas de pararme y explicarles el origen de dicha frase (la de los cobardes), yo, que hice la mili en Artillería.

Por mucho que me dijeran, nunca me acostumbré. Y lo llevé mal. No tuve ningún altercado, aunque, bastantes veces, respondí, y no siempre con ironía o sarcasmo. A degüello. Podría haber mirado hacia otro lado (también lo hice) pero me sentaba fatal que quisieran ridiculizarme o que intentasen ser graciosos (con resultados pésimos) a mi costa. Si aún me hubiera reído, pues vale. Pero eso jamás pasó.

Ahora corre todo el mundo. Corredores, algunos, y runners (ay), la mayoría. En Valencia los ves por todas partes. No llamamos la atención. Somos parte del paisaje. Y no llevo del todo bien ser uno más. Ser masa. Ser invisible. Y así, cuando me dijeron lo de -córrele, córrele- me emocioné. Les sonreí y a punto estuve de pararme y abrazarles. Me sentí especial. Y fue curioso. Cosas que antes odiaba y que, sin embargo ahora, descubro que echo de menos. Tenemos una categoría nueva. Nunca terminamos de conocernos.

sábado, 1 de febrero de 2025

A veinte pasos

Fue Javier quien me descubrió el Northern soul, el que me atiborró de canciones de este estilo y quien consiguió que se quedara con un hueco dentro de mi selecto y exquisito gusto musical (dejo para la próxima vida la intención de aprender a bailarlo y de manera digna, ya que tengo la esperanza (enorme) de que, entonces, seré más flexible y estaré más coordinado). Y, en agradecimiento, de vez en cuando le descubro cosas. El otro día, de hecho, le mandé este vídeo:


Fue Sanfélix quien me aconsejo que viera un documental titulado “A veinte pasos de la fama”. En él se cuentan historias de grandes voces que fueron muy valoradas haciendo coros, que en algún momento intentaron convertirse en estrellas (recorrer hacia adelante los veinte pasos) y que, salvo Darlene Love, tuvieron que hacer el camino de vuelta. El documental me pareció muy bueno, aunque te deja un regusto triste, amargo. Es bonito. Y duro.

Uno de mis sueños recurrentes desde que era un chaval fue imaginarme siendo estrella de la música. No me he visto veces como Elvis Presley, Otis Redding, Teddy Pendergrass o Robert Plant, actuando sobre un escenario, dominándolo, llenando estadios. Y también yendo por la calle, siendo reconocido, adorado, ejerciendo una de mis actitudes favoritas: la falsa modestia. No pasó. Tampoco es una frustración puesto que ni siquiera lo intenté. Era un juego. Muy divertido, desde luego. Aunque tengo que decir que, últimamente, mi sueño está cambiando. Porque tengo muchas dudas de que hubiera estado a la altura. ¿Habría sido una gran estrella? No. Vuelvo a uno de mis discursos favoritos y es el identificar triunfo con vanidad y dinero y defender que no hay nada más falso que la vanidad y el dinero. Y con mi ego siempre a punto de desbordarse, de haber tenido un reconocimiento masivo me habría convertido seguro en un ser despreciable y grotesco. Así, cada vez me imagino menos delante en el escenario. Pero sí veinte pasos detrás. Porque ahora veo que mi sitio hubiera estado ahí, siendo un Jordanaire, un Blue Note, un Pip o, en el vídeo que he enlazado arriba, una de las dos chicas de los coros (flexible y coordinado). Tal vez nadie me hubiera reconocido por la calle ni estaría en la lista de afectados en cualquier incendio incontrolado en Los Ángeles, pero habría sido más feliz. Porque el mundo veinte pasos detrás no siempre tiene porque ser triste, amargo. También puede ser un sitio donde soñar estar.

domingo, 26 de enero de 2025

Umberto Eco. Una opinión

Cuando falleció Umberto Eco en 2016, su biblioteca contaba con más de treinta mil libros contemporáneos y mil quinientos libros antiguos. En una aparente paradoja, Eco se enorgullecía de no haber leído la mayoría de esos libros porque eran la posibilidad de conocer lo que no conocía. En palabras del propio Eco: "Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, ya que es una tontería criticar a aquellos que compran más libros de lo que nunca podrán leer. Hay cosas en la vida de las que necesitamos tener siempre un montón, incluso aunque sólo usemos una pequeña porción. Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicina, entendemos que es bueno tener muchos en casa en lugar de pocos: cuando quieres sentirte mejor, entonces vas al "armario de medicinas" y eliges un libro. No uno al azar, sino el libro correcto para ese momento. ¡Es por eso que siempre debes tener una posibilidad de elección de nutrición! Los que compran un sólo libro, leen sólo ése y luego se deshacen de él, simplemente aplican la mentalidad de consumidor a los libros, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Los que aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía".

Tal vez no parezca muy inteligente, y seguramente no lo sea, pero, cuando leí esto, me piqué.

No creo que Umberto Eco vaya a removerse en la tumba por mi opinión. Debería.

Personalmente, que Eco tuviera una biblioteca con treinta mil libros contemporáneos y más de mil quinientos antiguos, me parece muy bien. Olé por él, que tenía espacio y podía llenarlo. 

Su visión de los libros, lo que significan, su necesidad de ellos también me parece respetable. Y aunque no me pareciera. Es la que es. Es la suya. Y ya está.

Lo que no me parece bien es que, para justificar su postura, menosprecie otras. Y ahí me sentí dolido. Más que dolido, me molestó. Molestarme, tampoco exactamente. Me pareció un gilipollas. Así mejor. 

Porque, parece ser, el que se compra o saca un libro para leerlo no es un lector sino un consumidor.

Por lo visto, un libro sólo es un libro si está en una estantería sin leer por si acaso alguna vez ejerce de fármaco. Un libro leído en una estantería ya se ha convertido en mercancía. O igual hay unos parámetros que marcan la diferencia. Leído a partir de equis tiempo: libro. Por debajo: mercancía.

Cuando miro en nuestra biblioteca (modesta, pero biblioteca) los libros que tenemos, todos leídos, y me recreo recordando lo que fueron muchos de ellos, mi emoción, según Eco, debiera ser la misma que si viera tornillos o maletas.

Tener un montón de libros sin leer en las estanterías de tu propia biblioteca te da la posibilidad de conocer lo que no conoces. Tenerlos en las estanterías de las bibliotecas municipales o en las librerías, no.

Porque amar los libros consiste en apilarlos sin leer.

Un gilipollas.

viernes, 17 de enero de 2025

Saludos muchos amigos

En Valencia hay un paseo de la fama. Realmente se llama “Paseo de la Mostra de Valéncia”. Está en el Paseo Marítimo, entre las Arenas y el hospital. No tiene el brillo del de Hollywood. Ni su atractivo. Desde luego los turistas que han colonizado Valencia, y que se conocen los rincones de la ciudad mejor que nosotros, lo ignoran. Tal vez las baldosas de Tony Leblanc, Antonio Ozores, Jaime de Armiñán. Ismael Merlo o Victoria Vera no les resulten demasiado atractivas. Paso por allí una o dos veces por semana (corriendo, claro). Nunca vi a nadie haciéndose una foto. A pocos vi leyendo las placas. Nadie se fija. Es más, las pisan. Hombre, no son lápidas, pero…no sé. Da cosa pasar por encima. Al menos a mí. Y a pocos más, parece. Quizá llamarlo paseo de la fama sea un poco pretencioso. Quizá sea un sinsentido.

Me siento muchas veces esclavo de mis recuerdos. De mis complejos. De mis manías. Muchas calles, muchos lugares me dicen algo. Por trabajo. Por haber estado allí antes. Y pasar sin más no puedo hacerlo. ¿Cómo no voy a acercarme, si aquella obra la hicimos nosotros? ¿Cómo no voy a mirar, si aquí estuvimos, aquí vimos, aquí pasamos? ¿Cómo no voy a recordar? Y cuando me toca ir andando a algún sitio, no elijo la ruta más corta, sino la que, en ese momento, me dicten las emociones.

Y luego, además, está el saludar a los amigos, a los referentes. Junto al Palau, hay una placa:


Y pasando por allí, ¿cómo no me voy a acercar a presentar mis respetos a Nino Bravo?

Y cada vez que voy por el Paseo Marítimo y me cuelo por el paseo de la fama (de lo Mostra).


¿Cómo no voy a saludar a Tip? ¿Cómo no voy a asegurarme de que nadie lo pisa?