miércoles, 30 de abril de 2025

Duna

Siete millones de turistas visitan cada año Budapest. Por la zona del Castillo y por el Parlamento es por donde más se les suele ver (aunque no a todas horas. Pasar por estos sitios (y por otros muchos) corriendo al alba bajo la lluvia pudiendo sentir que todo aquello es para ti, es incomparable). Por mucha gente que te encuentres, se agradece estar por allí y que no haya nadie disfrazado de Pikachu y de Dora la exploradora gigantes tratando de sacarle algo a los turistas. Y que te puedas sentar en una terraza o en un banco sin tener a un tío tocando o cantando a cinco metros, hablando tranquilamente y sin tensión, también.

Otra cosa que he valorado mucho de Budapest es que apenas ves a gente en patinete. Puedes ir andando por la calle sin preocuparte porque pase un cretino a tu lado a treinta (mínimo) kilómetros por hora. En Valencia cada vez anhelo más salir de casa con una guadaña e ir regando de cabezas la ciudad. Allí no tuve ese deseo.

Y tampoco hay palomas apenas. Y los coches se paran en los pasos de cebra cuando ven que se acerca un tío (un señor) corriendo. Y todos los puentes que cruzan el Danubio (al menos los que visité y atravesé, que fueron cinco) son metálicos. Muy bonitos algunos (mucho más que muy bonitos), en acero, con esos roblones, esas estructuras, esos adornos. Una mezcla de ingeniería y arte que tienen el poder de emocionar.

En contrapartida, allí no ponen tapa con la cerveza. Un atraso. Traté de hacer una solicitud en el ayuntamiento para solucionarlo. Como todo está en húngaro y la única palabra que fui capaz de aprender en ese idioma fue Ferenc y que significa Francisco (al menos así llamaban al papa fenecido), desistí.

Mis conocimientos de literatura húngara son muy escasos. De hecho, sólo he leído a Sandor Marai. Dos libros, exactamente (“La gaviota” y “Ultimo encuentro”), que no me entusiasmaron. Pero como conozco a alguien que admira a Marai, en su honor hice la foto que acompaña.


Para subir al Castillo, a la zona del Palacio Real, hay un funicular. Pasamos varias veces por delante. Cada una de ellas traté de hacerlo sin cantar “funiculí, funiculá”. Imposible. No fui el único. Ana tampoco lo consiguió.

Hemos subido todos los peldaños exigidos para 2025 y espero nos convaliden también 2026.

Una colección que sería muy bonita, aunque poco práctica por lo difícil de robar, de ocultar, de trasladar y por el espacio que ocuparía, sería la de tapas de alcantarilla. Estuve tentado de empezarla con la siguiente. Muy tentado.


Durante la primera mitad de la década de los cincuenta, el Honved de Budapest fue la base de la selección húngara de fútbol que ganó el oro olímpico en Helsinki 52, derrotó a Inglaterra en Wembley (3-6) con una lección inolvidable y que perdió la final del Mundial de Suiza en el 54 contra Alemania. Allí destacaban Puskas, Czibor y Kocsis. Con aquella generación de futbolistas coincidió en el Honved otra generación menos conocida, puesto que eran atletas, pero que marcaron también una época, estos en el medio fondo mundial. Allí estaban Iharos, Tabory y Rozsavolgyi, que batieron récords mundiales, compitieron al primer nivel y que fueron víctimas de la represión soviética a la revolución húngara, impidiéndoles ser competitivos en Melbourne 56 primero, y marcando el resto de su carrera después (aquí enlazo la historia, para quien le pueda interesar). Fue aquel Honved un fogonazo de luz muy breve en el tiempo pero que todavía perdura. Y cuando pasamos por aquella calle, tuve que hacerle una foto.


Ernst Lubistch dirigió en 1940 la película “El bazar de las sorpresas” (el título original (traducido) sería “La tienda de la esquina”). La película está protagonizada por el gran grandísimo James Stewart y por Margaret Sullavan y tiene una colección de personajes secundarios a cual mejor. No contaré la trama, por si alguno no la ha visto y quisiera. Sólo puedo decir que yo la tengo clasificada en la categoría “películas maravillosas que siempre me emocionan”. La historia transcurre en Budapest. El bazar se encuentra en la calle Andrássy. Y hasta allí peregrinamos.


La frase del viaje la dije yo (y perdón por la presunción). Estábamos discutiendo por dónde ir. Yo proponía un camino y lo hice con argumentos. Mi propuesta fue rechazada por la mayoría y nos fuimos por el lado opuesto a por donde yo decía. Mi hija me miró y dijo –la paciencia que tenemos contigo. Le respondí. –Vosotros tenéis paciencia. Yo tengo razón.

Hungría es uno de los pilares mundiales de la natación. Tres campeonatos del mundo se han celebrado allí en los últimos años (2017, 2022 (piscina larga) y 2024 (piscina corta)), en el Duna Arena donde fueron campeones, entre otros muchos, Dressel, Ledecky, Peaty o Mireia. Este recinto está en uno de los extremos de la ciudad, en el quinto pino exactamente. Allí estábamos dos fetichistas del deporte: mi hijo y yo. Él, nadador, ahora en excedencia, que ama su deporte, me propuso que fuéramos a verlo. Respondí que sí, con cierto orgullo por haberle contagiado esta tara (presumo siempre que puedo el haber visitado los estadios olímpicos de Estocolmo, Berlín, Roma y Barcelona), y por mi propia tara, ya que visitar templos del deporte siempre me llama. Nos dimos un paseo junto al río tan largo como bonito. Entramos a la recepción. Allí había un listado con todos los campeones olímpicos húngaros en natación (Laszlo Cseh no estaba y se lo hubiera merecido). Mi hijo se presentó como un nadador enamorado de la natación y pidió si le dejaban subir al graderío para ver donde se celebraron aquellos campeonatos. La respuesta fue no. Para mí la respuesta fue cultural. Un latino jamás hubiera dicho que no y habría buscado cómo. Un eslavo no valora ni por un instante que alguien pueda emocionarse viendo una piscina donde los mejores compitieron y respondió conforme al reglamento. Yo, ya que estaba allí, pues me hice una foto. Y en el largo paseo de vuelta, le deseamos todo tipo de bondades, a cual más retorcida, a la funcionaria que nos negó el paso.


Y esta foto me la hice porque, a veces, me encanta ser un turista. No sé quién es el señor del sombrero. Espero no me guarde rencor. 


Alguna vez dije que, para mí, hay ciudades para ir y ciudades para volver. Y fui a Budapest con la convicción de que sería una ciudad para ir. Tal vez viajé lleno de prejuicios. Sabía de su monumentalidad, de su espectacularidad, pero tenía miedo de ver más cosas que no me gustaran que las que me gustaran. Tengo que decir que no ha sido así. No han sido muchos días, y casi siempre nos hemos movido por zonas turísticas. Pero el turismo corredor te hace abarcar más recorrido y meterte por sitios distintos. Y ver más cosas. No voy a descubrir Budapest ni todos los tesoros que contiene, que son incontables. Sólo puedo decir que siento que una parte de mí se ha quedado allí. Y también que un trozo de Budapest se ha venido conmigo. Y no me importaría que se volvieran a encontrar.

No hay comentarios: