Tal vez no parezca muy inteligente, y seguramente no lo sea, pero, cuando leí esto, me piqué.
No creo que Umberto Eco vaya a removerse en la tumba por mi opinión. Debería.
Personalmente, que Eco tuviera una biblioteca con treinta mil libros contemporáneos y más de mil quinientos antiguos, me parece muy bien. Olé por él, que tenía espacio y podía llenarlo.
Su visión de los libros, lo que significan, su necesidad de ellos también me parece respetable. Y aunque no me pareciera. Es la que es. Es la suya. Y ya está.
Lo que no me parece bien es que, para justificar su postura, menosprecie otras. Y ahí me sentí dolido. Más que dolido, me molestó. Molestarme, tampoco exactamente. Me pareció un gilipollas. Así mejor.
Porque, parece ser, el que se compra o saca un libro para leerlo no es un lector sino un consumidor.
Por lo visto, un libro sólo es un libro si está en una estantería sin leer por si acaso alguna vez ejerce de fármaco. Un libro leído en una estantería ya se ha convertido en mercancía. O igual hay unos parámetros que marcan la diferencia. Leído a partir de equis tiempo: libro. Por debajo: mercancía.
Cuando miro en nuestra biblioteca (modesta, pero biblioteca) los libros que tenemos, todos leídos, y me recreo recordando lo que fueron muchos de ellos, mi emoción, según Eco, debiera ser la misma que si viera tornillos o maletas.
Tener un montón de libros sin leer en las estanterías de tu propia biblioteca te da la posibilidad de conocer lo que no conoces. Tenerlos en las estanterías de las bibliotecas municipales o en las librerías, no.
Porque amar los libros consiste en apilarlos sin leer.
Un gilipollas.
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