Y es que siento que he perdido el hambre, las ganas, el ansia por ponerme un dorsal.
Veo que los últimos kilómetros del pasado maratón me dejaron huella. En aquellos momentos, sufriendo, cuando debiera estar echando mano de pensamientos positivos, de pequeños objetivos, de metas parciales, de algo que me animase, sólo me repetía –me parece que esto ya no es para ti.
Suelen abrir inscripciones del maratón del año siguiente a los dos días, para aprovechar la euforia, las endorfinas. Y no me inscribí. Ni siquiera tuve la tentación. Ni lucha interna. Nada.
De correr no he perdido las ganas. Eso sí que no. Mis cinco días semanales. Mis sesenta kilómetros. ¿A qué ritmo? Cuando mi madre confiese su edad, yo confesaré a los ritmos que entreno.
Rehuí la San Silvestre de la capital del Secarral. Corrí un diez mil en enero en Valencia, pero sólo porque el día anterior (después de haberme metido hora y media) me llamó Pérez para decirme que tenía un dorsal y no supe decirle que no (podría haber llamado antes). Me salió por debajo de cuatro treinta el kilómetro (los cuatro treinta son los nuevos cuatro). Y el caso fue que terminé fuerte y eufórico. En otro tiempo hubiera llegado a casa y buscado carreras para inscribirme y me habría preparado mentalmente un plan. No lo hice.
Corrí otra carrera. Una de cinco kilómetros, también en Valencia. Volvió a engañarme Pérez. Nos mojamos (perdón. Nos calamos). Volví a correr (fácil) por debajo de cuatro treinta. Volví a disfrutar. No me apunté a ninguna otra.
Correr cinco días a la semana (y nadar otro) a ritmos inconfesables empezaron a tener un efecto extraño en los botones de mis pantalones, que cada vez me apretaban más. Y en lo que me decía el espejo. Y en la imagen que reflejaba en los escaparates cuando iba corriendo, que me hacía preguntarme si lo que estaba viendo era un corredor de fondo o un lanzador de disco (decir discóbolo me parece un tanto pretencioso). Y, lo peor de todo, me empezaron a decir que me veían más guapo. No quería pesarme porque tenía miedo al dato. Y el dato llegó en el reconocimiento médico anual de la empresa.
Cuando mi madre confiese su edad yo diré mi peso.
Sólo puedo decir que me sobran cinco kilos.
Y, entonces, le dije a mi fuerza de voluntad que fuera despertándose, que llevaba ya demasiados meses de letargo. No a la fuerza de voluntad de comer menos (ésa no la tengo), sino a la de esforzarme más.
Y empecé a seguir un plan de entrenamiento. Plan con sus series y sus cambios de ritmo. Plan que ha vuelto a llevar a mi corazón a pulsaciones que ni recordaba y que me han llevado a resollar al final de la última de las series de tal forma que los que pasaban por allí llamaban al 112.
Los tiempos de las series son muy tristes (mamá, no digas nunca tu edad), pero lo tomaremos como el primer peldaño de un proceso de reconstrucción.
Y el proceso pasa por volver a correr carreras.
Esta mañana he corrido un quince mil que se ha disputado en Valencia (salgo poco de la capital últimamente), por la zona de la playa y el puerto (mi territorio). Carrera muy de runners (ellos dicen que es un 15K). Los servidores de las redes sociales supongo que se habrán caído con todas las fotos que han subido, tanto en la recogida de dorsales, como en la previa de la carrera (porque estos no hacen las cosas por hacerlas sino para contarlas). Prácticos que tienen las matemáticas pendientes de la EGB (si a las nueve salen los que van a correr, en teoría, por debajo de cinco el kilómetro, y a las nueve y diez sale el resto, ¿qué hacía el práctico de cinco treinta saliendo a las nueve debajo del mismo arco de salida?). Gente muy estilosa (mientras estiraba ha pasado una chica que le decía a otra que se había puesto unos calcetines cuquis porque le daban súper buena suerte). He ido trotando desde casa. Yendo ya he visto que íbamos a pasar calor. No me he colocado demasiado bien. Hasta el dos no he podido coger ritmo. Me he sentido bien hasta el doce. A partir de allí, se me ha hecho largo. Supongo que el calor. Tres kilómetros un tanto agónicos, pero sin pensamientos negativos (ni por asomo me he dicho –esto ya no es para ti). He terminado, he mirado el crono, he dicho qué lamentable (los cuatro cuarenta son los nuevos cuatro treinta) y me he vuelto a casa cabizbajo, meditabundo, cariacontecido, derrotado.
Querido diario: estoy confundido. No es haber hecho una mala carrera. No es estar pasado de peso y en baja forma. Es pensar si estoy o que, simplemente, soy. Es sentir que me asusta el dato, de la báscula, del crono, y me refugio en si merece o no merece la pena el esfuerzo para el resultado sin intentarlo. Es sentir que he perdido el hambre y que esto sea una forma de autodefensa, una secuela del maratón. O, simplemente, miedo. Y me temo que sólo hay una forma de averiguar si sólo es que estoy o es que ya soy. Y que, aunque no sea más que por respeto a mí mismo, no puedo quedarme con la duda. Así que, mi querida fuerza de voluntad, vete espabilando, que vas a estar entretenida los próximos meses.