jueves, 23 de mayo de 2019

Las leyes de la vida y la madre que las parió

(Continúa esta entrada anterior).

Año 2019. Me hijo me dice que, si no tiene competición ese fin de semana, quiere que corramos la Volta a peu. Pero a degüello. A lo que dé (ahora se dice a fuego). Acepto el reto. La ilusión de volver a correr con mi hijo supera mi cadera maltrecha, mi baja forma y mi sobrepeso. La posibilidad de ser derrotado es real pero, oye, alguna vez tendrá que pasar. Y que te gane tu hijo tiene que ser motivo de orgullo. Ahora, me tiene que ganar. Que una cosa es estar flojo y otra es que yo haga prisioneros con un dorsal puesto

Se confirma que no van a Gandía a competir. Nos inscribimos. Mi preparación pasa por estar haciendo ya más de cincuenta kilómetros semanales con un par de días de calidad. La suya pasa por nadar, nadar y nadar y por no correr ni las cortinas.

Llega el día. Vamos trotando hasta la salida. Nos colocamos con tiempo y bien. Repasamos dónde tiene que esperar el que llegue primero. Suerte. Suerte. Disparo y a correr.

Sale como una exhalación. Yo cojo mi ritmo. Hago bien la Alameda. Veo un par de espaldas que son viejas conocidas en muchas batallas. Las alcanzo. Me quedo con ellas charlando hasta la calle Ruzafa. Allí mis piernas me piden más. Me despido y acelero. Y voy a más. A más. Y ni rastro de mi hijo. Los kilómetros caen volando. Llego a la Pechina y sigo pasando gente. Disfruto como hace tiempo. Y ni rastro de mi hijo. Puente del Real. Alameda. Termino pletórico en un tiempo de 25’30. Me sale a un promedio de 4:06 los seis mil doscientos metros del recorrido de este año. Hace un año me habría sabido a poco, pero el verme ya tan cerca de volver a correr a cuatro me emociona. Y con una sonrisa en la boca voy hacia el punto de encuentro pensando que, tal vez, haya adelantado a mi hijo sin darme cuenta.

No. No lo he adelantado. Me ha ganado. Por primera vez. Y allí está, con gesto cansado. –He sufrido mucho. –Es que has salido lijado. –Ya, es que veía a los primeros delante y me he pasado. Luego lo he pagado. El río se me ha hecho muy largo. -¿Y qué tiempo has hecho? Entonces alarga el brazo y me enseña el cronómetro: 23:45.

Es ley de vida que tu hijo te supere. No es malo. Todo lo contrario. Ya digo que es motivo de orgullo. Pero una cosa es que te gane y otra es que te humille. He corrido bien. He disfrutado y él me ha metido un minuto y cuarenta y cinco segundos. Me ha metido diecisiete segundos por kilómetro. Me ha metido casi dos segundos cada cien metros. Lo mínimo que uno puede desearle a su hijo es que sea mejor que uno mismo, pero dentro de unos límites. Existe algo que se llama respeto. Y esta humillación es absolutamente irrespetuosa. Por tanto, que sepas que vuelves a estar desheredado.

Hijo mío, eres extraordinario.

2 comentarios:

Alex Maladroit dijo...

El tiempo pasa y no duda en demostrárnoslo, como si se tratara de un adolescente vanidoso.

Veo que todo sigue yendo estupendamente.

El Impenitente dijo...

Pues sí, el tiempo se esfuerza poco en disimular.

Y, bueno. No va mal. ¿Y tú? ¿Qué tal?