domingo, 1 de octubre de 2023

Porque la luna de Valencia no es la luna de la Creedence

Nos tocaban series de cuestas y nos fuimos el Máquina y yo al puente del tranvía que une Moreras y Nazaret con el resto de Valencia. Doce teníamos que hacer. Subíamos a cara de perro (chihuahua) y, al llegar arriba, nos dejábamos caer por el otro lado hasta abajo. Una vez allí, giro y vuelta a empezar. En la parte alta del puente estaba una pareja que había ido a ver el atardecer. Tendrían veintipocos años. Hablaban en ingles. El de ella parecía nativo. El de él tenía cierto acento centroeuropeo. Debían de ser Erasmus. La primera vez que subimos miraban las luces del ocaso mientras conversaban en un tono formal y a un metro de distancia. Cada vez que arrancábamos hacíamos apuestas sobre cómo estarían cuando hiciéramos cumbre. Ya se habrán cogido de las manos. Ya estarán abrazados. Pero no. Ni en la cuarta, ni en la séptima, ni en la décima. Y cuando hicimos la duodécima, ya con noche cerrada, allí los dejamos, conversando de manera muy correcta y a un metro de distancia.

No es mal sitio este puente para ver el crepúsculo (no tengo muchos más sinónimos. Los iré poniendo en el mismo orden). No es el perfil que se ve de la ciudad demasiado bonito, pero esas luces todo lo embellecen. Y es muy agradable. Es habitual irse a la Albufera a ver las puestas de sol. Dicen que es muy hermoso. Nunca he ido, en parte por la masificación y porque se ha convertido en un lugar común y tal vez porque en el Secarral se pueden ver unos atardeceres tremendos (aquí tengo que recordar a Aníbal, perito en ocasos, que se subía cada tarde más allá de los Pinos del Barbero a ver al sol ocultarse. Ya no está, pero no hay vez que no pase por allí corriendo a la caída de la tarde en que no lo busque) y no lo extraño. Y porque en Valencia tengo el canal en el puerto, y es allí donde los crepúsculos, con su luz, con sus colores, son mis crepúsculos. Desde allí no se ve el sol ponerse. No lo necesito.

Uno de los secretos que creo mejor esconde Valencia es la salida de la luna por el mar. La luna tiene su rutina, sus ciclos, sus horarios. Y su personalidad. El sol es imperial. Avisa en su aparición. Te prepara. Y emerge majestuoso, colosal, glorioso. Luego ya sube a vivir una vida anodina (por lo menos en las zonas donde los días nublados son escasos) y sólo reclama su atención al atardecer. La luna no avisa. No te prepara. De repente ves un punto naranja. Y ese punto emerge cogiendo forma. Y lo hace de una manera muy discreta. Con timidez. Dudas de lo que estás viendo. Sientes como cuando ves a un recién nacido. Te llena de ternura. Luego esa luna empieza a sentirse más segura. Y comienza a subir. Y deja en el mar un rastro que es un pasillo, un pasillo que te llama para recorrerlo. El naranja empieza a blanquearse. El pasillo ya pronto es una calle. Y luego, una avenida. Y ves cómo la luna se llena de personalidad. Y ya entonces, completamente segura, se convierte en lo que es, con su magnetismo, con su poder de fascinación, poder que no pierde hasta que desaparece. Es raro mirar al sol durante el día (aparte de que te ciega). La luna siempre te llama. Siempre la ves. Siempre te dice algo. Pero, cuando sale, tiene algo de milagroso, algo de especial. De único. Y si escribo todo esto es sólo para contar que me gustaría volver a encontrarme con la pareja que vimos sobre el puente, y poder decirles que si la luz del ocaso falló, que le den una oportunidad a la luna. Y que allí, en la playa, cuando la vean surgir, tal vez esa conversación sea otra, en otro tono. Tal vez esa barrera de un metro se reduzca. Y tal vez. Tal vez.

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