sábado, 26 de noviembre de 2022

Grandes momentos (de gloria) de la historia de la música

Volvamos a citar a la magdalena de Proust y a su poder evocador de los sentidos, y no sólo por el regusto que me produce sentirme pedante y pretencioso cuando digo magdalena y Proust, sino porque esta vez está bien traída (creo) la referencia.

Hablando con una compañera de trabajo, me contó que, en el pasado, había formado parte de una coral habiendo llegado a cantar en un escenario importante “Carmina Burana”. Y fue como mojar la magdalena en el té (o en la manzanilla) porque del fondo de mi memoria comenzaron a surgir imágenes y recuerdos que tenía guardados con siete candados, y que fueron imposibles de frenar.

Cinco años canté en el coro del colegio. Cinco (cuatro de ellos, junto a mi hermano. La mayoría de ellos en la primera fila. Nos costó dar el estirón). Tenía nueve años cuando entré y catorce cuando salí. Todos los viernes por la tarde, ensayo. El director del coro nos recomendaba no hacer deporte para que nuestra voz no sufriera. (Yo hacía atletismo tres días a la semana y jugaba al fútbol los siete. Y siempre trataba de esconderme para que no me viera. Me gustaba cantar en el coro, pero correr y jugar al fútbol, también. (Otro paréntesis para reseñar lo poco que he evolucionado en todos estos años, porque correr y cantar (el fútbol me dejó hace tiempo) siguen estando aquí)). Cuando actuábamos lo hacíamos con un pantalón gris, polo de cuello cisne blanco y chaqueta azul marino. Cantamos en el ayuntamiento de Madrid, en la catedral de Toledo, en el Teatro de la Zarzuela, en el salón de actos del colegio infinidad de veces (una de ellas, acompañados por una orquesta de cuerda, llegamos a cantar el “Coro de esclavos” de Nabucco), en el Palacio de Congresos y Exposiciones, en el Parque de Atracciones. Nuestro repertorio estaba basado en canciones que escribía el director del coro (infames), villancicos, jotas navarras (el director era navarro), alguna incursión en la música clásica (pocas), canciones de misa (el director era cura) y algo del folclore hispanoamericano (“El cumbanchero”, “Alma llanera” “Adiós, casita blanca”), que es lo que recuerdo con más cariño.

También pertenecíamos al grupo scout del colegio. Y, tras venirnos a Valencia, y durante cuatro años, seguimos yendo a los campamentos de verano del grupo. Estábamos aquel año en Ochagavía, en el pirineo navarro (nota recordatorio: No he vuelto. Volveré) y nos organizaron una excursión a Sos del Rey Católico, donde alumnos del colegio estaban allí haciendo no sé qué. Llegamos. Nos recibieron en una sala. Y, de repente, empezaron a cantar. En un rincón. Había allí unos cuantos miembros del coro (no he dicho que nos hacíamos llamar cantores). Y me pareció todo tan ridículo, pasé tanta vergüenza ajena viendo cantar a aquellos chavales, con sus vocecillas, con las manos atrás, aquellas canciones tan horrorosas que tan bien conocía que algo saltó dentro de mí que decidió renegar de todo mi pasado en el coro y procuré evitar que ese recuerdo volviera a mi mente y eliminar de mi infancia todo lo vivido y cantado en aquel grupo.

Y así ha sido (más o menos) durante todos estos años. Alguna vez los guerrilleros vietnamitas que son los recuerdos disparaban imágenes, aunque, con ironía y sin demasiado esfuerzo, las devolvía a su sitio. Pero, tal y como escuchaba a mi compañera contar lo de su coro, en mi mente comenzaron a fluir todos aquellos recuerdos de manera incontrolada (e incontrolable. No hay quien pare al poder evocador de los sentidos. Mira que me gusta decir esta frase). Y cuando me contó su interpretación de “Carmina Burana”, sin ánimo de competir con ella (quizá un poco sí), empecé yo a contarle dos de mis momentos de gloria en aquel coro, seguramente bochornosos, pero que, ya que han vuelto, no tengo más remedio que relatar.

El primero tiene que ver con la radio. Radio Intercontinental organizó un concurso. Y nos inscribieron. Fuimos al estudio. Cantamos. No sé la audiencia. Me la imagino. Nos clasificamos para la final. Ésta se celebró en el pabellón de deportes del Real Madrid (donde jugaba el equipo de baloncesto. Ahora allí hay una torre enorme). Nos obligaron a cantar con una camiseta azul celeste de la marca de batidos “Ryalcao”, que patrocinaba el concurso. Cantamos. No ganamos. Tampoco sé la audiencia de la retransmisión de aquel concurso. Me la imagino. Lo que sí recuerdo es que el acto central de aquel concurso fue un concierto que dio Parchís. Porque sí, señoras y señores, yo he visto actuar en directo a Parchís. Y no sólo eso. He compartido escenario con ellos (nosotros un rato más tarde, es cierto. Pero el escenario era el mismo). Y si éste no es un momento de gloria, habrá que cambiar la definición de este término.

El segundo tiene que ver con la televisión. Trescientos millones, trescientos millones, que se unen en un programa de habla hispana. Al que haya sido capaz de tararear esta sintonía no tengo que explicarle mucho. Al que no, pues contarle que a finales de los setenta, principios de los ochenta se hacía un programa de nombre “300 millones” que se emitía a todos los países de hispanohablantes (trescientos millones (cifra exacta) hablábamos español entonces). Y en aquel programa, y ante una audiencia millonaria (todos  lo vieron aquel día) el maravilloso coro de cantores del colegio, con sus pantalones grises, polos de cuello de cisne blancos y chaquetas azul marino, cantó. La repercusión, de haberla, nunca llegó a nuestros oídos. Pero si esto no es un momento de gloria, la definición de este término carece de sentido.

2 comentarios:

GARRATY dijo...

Honestamente, esta entrada sin su correspondiente fotografía de los niños cantores con pantalón gris y suéter de cuello cisne blanco pues pierde mucho. La verdad.

El Impenitente dijo...

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Single que sacó el coro un año (o dos) antes de mi incorporación al mismo, lo cual le quita calidad y elegancia, pero que te sirve para hacerte una idea.