domingo, 26 de septiembre de 2021

Gracias

Veinticuatro de agosto. Habíamos terminado de cenar. Eran las nueve y media. Ana y nuestra hija se subieron a la habitación. A nuestro hijo y a mí nos apetecía más dar un paseo. No estábamos cansados y la tentación de callejear por Ávila y recorrer la muralla nos pudo y nos fuimos a dar una vuelta.

A las diez nos llamó nuestra hija. –Venid corriendo, que mamá no está bien. No estaba bien. Fuera de sí, medio ida, nos gritaba que llamásemos a un médico.

Llamamos al 112. Tomaron nota. Al minuto nos llamaron. Ponedla de lado. Obedecimos. Comenzó a vomitar. A los cinco minutos llegó la policía. Poco después, los sanitarios. Ana respondía. Seguía con la mirada. Tal vez una intoxicación. Tal vez la fatiga del día. Se la llevaron al hospital Nuestra Señora de Sonsoles. No pudimos acompañarla. Restricciones de la pandemia. Nos metimos los tres en una de las habitaciones del hotel y nos preparamos para esperar lo que hiciera falta.

A las doce y media sonó el teléfono. Nos informaron de que Ana había sufrido un aneurisma, un derrame cerebral, y de que iba a ser trasladada al hospital Virgen de la Vega en Salamanca.

A las dos de la madrugada llegamos al hospital. En un banco a la entrada del mismo, tapados con unas mantas que llevábamos en el coche, nos sentamos los tres a esperar la llegada de la ambulancia.

Poco después de las dos sonó el teléfono. Era el médico de guardia de Ávila. Nos informaba de que una UVI móvil se estaba preparando para llevarla a Salamanca.

A las tres volvió a llamar el médico de guardia. Había habido complicaciones. Ana había sufrido convulsiones. La habían tenido que sedar. La UVI móvil salía en ese momento.

Algo pasadas las cuatro, llegó. Allí estaba Ana. El médico que la acompañaba nos informó de que el viaje había sido complicado, que había tenido muchas alteraciones cardiacas durante el mismo, aunque, bueno, había llegado. Luego añadió –hemos hecho todo lo que hemos podido. Y concluyó –dadle un beso.

Se la llevaron a la UCI. Nos dejaron subir a los tres a la sala de espera. Sobre las cinco y media salió la médico intensivista. –Voy a ser muy rápida. Le hemos hecho un escáner. Las convulsiones han sido debidas a la presencia de sangre en el cerebro. Vamos a llevarla ahora mismo al quirófano para ponerle un drenaje (probablemente el lenguaje técnico que esté usando no sea muy correcto. Lo siento). Las neurólogas ya están preparadas. Esperadnos en la planta quinta.

No sé qué hora sería (aún no había amanecido) cuando salieron las neurólogas del quirófano. El drenaje estaba puesto y funcionando. Aunque la operación había sido, según nos dijeron, un tanto a ciegas, el resultado era positivo.

-¿Podemos tener esperanza?

-Las lesiones cerebrales tienen una componente imprevisible muy acusada. Toca esperar.

Sobre las ocho nos volvió a llamar la intensivista. Nos informó de que en el escáner hecho en Salamanca, al compararlo con el que habían hecho en Ávila, habían detectado que había habido un resangrado, una segunda hemorragia y que el paso siguiente era que le hicieran una arteriografía (meter una cámara por la arteria) en el Hospital Clínico, que estaba justo al lado.

A las ocho y media llamé a la madre de Ana para contarle lo que había pasado.

Se la llevaron al Clínico. Allí sólo podía entrar uno. Dejé a nuestros hijos en la cafetería (sin dormir y sin desayunar estaban) y me fui para dentro. Salió el radiólogo. Me explicó con dibujos. Son cuatro las arterias que alimentan el cerebro. Las arterias están formadas por varias capas concéntricas. En una de ellas había una malformación muy singular, probablemente de nacimiento, y las paredes se habían ido separando colándose la sangre entre ellas hasta romper (Ana llevaba todo el verano quejándose de dolores de cabeza. Quién iba a suponer). Había dos opciones para solucionar el problema: colocar una prótesis, prótesis que no tenían y que tardaría, mínimo, veinticuatro horas, o condenar la arteria de la malformación cegándola (ellos decían embolizar).

-¿Qué riesgo tiene para el cerebro si se ciega una de las arterias?

-La malformación que tiene es muy inestable. El riesgo de que haya otra hemorragia es muy alto. Y podría ser ya definitiva. Ése es el riesgo mayor. Nosotros recomendamos embolizar. Y los neurólogos, también.

-¿Cuándo podrían operarla?

-Ahora mismo. Ya está preparada.

-Tendría que firmarle un papel, ¿no?

-Sí.

-Démelo.

Una hora y media después me informó de que la operación había salido bien. Le abracé con toda mi alma. Salí corriendo a informar a nuestros hijos. Y a verla otra vez mientras se la llevaban de nuevo a la UCI del Virgen (de la) Vega.

El horario de visitas en la UCI está muy restringido. Todos los días (todos), a partir de las doce del mediodía, los médicos se reúnen con cada uno de los familiares de los pacientes para informar de la situación. Después, a través de un pasillo acristalado, te dejan media hora para que los veas. Y, por la tarde, a partir de las cinco y media, tienes otra media hora. Sólo se permitían dos acompañantes por enfermo. Mi hermano y mi cuñada se vinieron desde el Secarral y se llevaron a nuestra hija. Tenía una labor importante que hacer con su abuela. Muy importante. Tenía que ser su soporte. Nos quedamos nuestro hijo y yo. No se permiten la entrada de menores de edad en los hospitales salvo que sean pacientes. Con él miraron a otro lado.

Los días pasaban muy lentos. Vivíamos pegados al teléfono. Podía sonar en cualquier momento. El riesgo de lo que no nos atrevemos ni a nombrar era alto. Cada vez que entrábamos a hablar con los médicos lo hacíamos con el pulso alterado. En la UCI aprendimos que pocas palabras hay más bonitas que estable. Nos repetíamos siempre que si hoy está igual que ayer, hoy está mejor que ayer.

Durante las visitas podíamos hablarla mediante un telefonillo. Ella estaba dormida pero vimos que el pulso le subía un poco cuando hablábamos. Y eso nos hacía sentirnos útiles. Y le contábamos nuestro día a día, quién había llamado, quién había venido. También, mediante el teléfono, le hablaba nuestra hija. Somos cuatro, Ana. No lo olvides.

Conforme fueron pasando los días, el miedo no disminuyó aunque sí cambió. Al principio temíamos una cosa. Luego ya empezamos a pensar en si despertaría, en cómo despertaría, en cuál sería su punto de partida. Yo sólo pedía tener esperanza. Lo que fuera trabajo y tiempo, lo que dependiera de nosotros, se podría conseguir. Y pedía poder tener esa oportunidad.

Ana estaba sedada. Y los médicos comenzaron a jugar con la sedación para ver cómo respondía. El lunes treinta de agosto por la tarde la vimos toser. El martes nos dijeron que habían tratado de quitársela pero que había tenido desajustes respiratorios y tuvieron que volver a sedarla. El poco tiempo que estuvo sin sedación no había habido ningún tipo de respuesta, pero no lo consideraron significativo. El miércoles nos dijeron que había llegado a mover un brazo y aquella tarde la vimos bostezar, toser, y mover la boca.

El jueves dos de septiembre nos dijo la intensivista que le habían retirado por completo la sedación. Y que se había despertado. Y que escuchaba. Y que entendía. Y que movía las dos piernas y el brazo derecho. Y que querían ver, cuando entrásemos, si era capaz de reconocernos. Entramos. Nos vio. Se giró. La intensivista nos dijo por gestos que se había puesto a llorar al vernos. Nos había reconocido.

No he vivido muchos momentos tan felices en mi vida como ése. Y dudo mucho que nuestro hijo vaya a vivir muchos más como éste en toda su vida.

Aquella tarde ya vimos que también movía el brazo izquierdo. También veíamos que trataba de decirnos cosas. Leyéndole los labios intentábamos averiguar. Preguntábamos y ella gesticulaba si sí o si no. Hubo algo que no podíamos averiguar. No entendíamos. Hasta que gritó –sed. La voz también la había recuperado.

Al día siguiente nos llamaron por la mañana. Estaba muy alterada. Preguntaba por nosotros. No se permite la entrada a la UCI pero, dada la situación, y si manteníamos el secreto con los familiares de otros pacientes, que podrían sentirse agraviados, nos pidieron que fuéramos a hablar con ella. Fuimos corriendo. Luego nos contó Ana que, al despertar, pensó que estaba secuestrada. Nosotros tratamos de tranquilizarla. Le dijimos que tenía que colaborar, que allí no tenía enemigos. Todo lo contrario. Por la tarde nos hicieron señas para que nos quedásemos y nos volvieron a dejar entrar y estar un rato con ella. Nos pidió que no nos fuésemos. Que se aburría. Antes de entrar, durante la visita, vimos que se llevaba un dedo a la nariz. Ella siempre nos está reprochando nuestra bonita costumbre de hurgar. -A ver qué vas a hacer. Ella entonces nos enseñó su dedo corazón. No sólo se había despertado. También había vuelto.

El sábado cuatro nos informaron de que la iban a subir a planta. Nos quedamos. En planta ya sólo podía haber un acompañante. La tarde del sábado nos turnamos. La noche ya la pasé yo en la habitación con ella.

El domingo por la mañana llevé a nuestro hijo a la estación. Cogió el tren para Valencia. La semana siguiente comenzaba las clases. Los últimos once días no nos habíamos separado en ningún momento. Lo habíamos vivido todo juntos. El viaje a Salamanca lo habíamos hecho de la mano. Habíamos rezado juntos, llorado, animado, acompañado. El abrazo cuando vimos que Ana nos reconocía fue nuestro. No éramos padre e hijo. Éramos dos. Nos apuntalábamos el uno al otro. Cuando se bajó del coche y se fue, sentí un vacío enorme. Me sentí muy solo. Pero no tenía tiempo que perder. Ana estaba en la habitación del hospital. Y me necesitaba.

Ese lunes llevaron a nuestra hija y a la madre de Ana a Valencia.

Lo primero, al hablar con los médicos en planta, que hicimos fue plantear la posibilidad de un traslado. Imposible. Mientras tuviese el drenaje en la cabeza, imposible. Un viaje tan largo no se podía aceptar porque existía riesgo de que se saliese y volverlo a poner requería de cirugía.

Una de mis ocupaciones era observar el líquido que salía del drenaje. Era de un rojo muy oscuro. Pregunté a una de las enfermeras cuál era el color objetivo. –Como el agua de roca- respondió. Estábamos lejos.

Otra de mis ocupaciones, la mayor, era vigilar a Ana. El drenaje obliga a cierta inmovilidad y a tener fijo el nivel de la cabeza para que el cerebro drene bien. Hay personas que cuando les dices –no te muevas y no te toques la cabeza- entienden que no tienen que moverse ni tocarse la cabeza. Otras entienden que tienen que sentarse, girarse y tocarse la cabeza cada treinta segundos. Tuvo que estar atada a la cama los dos primeros días en planta. Ella me pedía que la soltara. Me recordaba a esas presas que, con zalamerías, conquistan a sus carceleros hasta que les abren la puerta y vuelan. No fui un carcelero ejemplar.

Los primeros días en planta tuvo fiebre. Eso contribuía a su alteración, desde luego. Le hicieron varios cultivos para determinar su causa. Antibióticos. El miércoles ocho ya no tuvo fiebre. Y no volvió a tener. El líquido ya era anaranjado. El jueves, amarillo. Y el viernes, amarillo claro. Los neurólogos decidieron probar y cerrar la válvula del drenaje. Se trataba de evaluar la respuesta del cerebro. Me pidieron que la vigilara y que si sufría dolores fuertes de cabeza, decía incongruencias o que si le costaba mucho despertarse, avisase.

Vigilé. El comportamiento de Ana era normal. Nada extraño. Sólo nos llamó la atención que tenía la cabeza mojada, que tenía que haber algún punto por donde se fugase el líquido. Pero no nos preocupó.

Cuando el neurólogo lo vio, abrió la válvula del drenaje. El cerebro no era capaz por sí mismo de reabsorber el líquido. Hidrocefalia, dijo. El domingo volvería a cerrar la válvula y a ver qué tal. Pero no era muy optimista. La alternativa sería operar y poner una válvula. Y con la mirada nos dijo que nos fuésemos haciendo a la idea.

Aquel fue el primer paso atrás. Y no lo encajamos bien. Hasta ese momento Ana siempre había avanzado. Con pasos pequeños, con pasos más largos, pero siempre hacia adelante. Y aquel revés, al menos yo, no lo acepté con elegancia. Luego nos tranquilizamos. Había una alternativa. Y empecé a ver que, bueno, tener un artefacto mecánico en el cerebro como elemento de seguridad tampoco era una mala cosa.

El domingo doce volvieron a cerrar la válvula. Y no habían pasado tres horas cuando el pelo empezó a mojarse. Volvieron a abrirla. Por la tarde pasó el neurólogo. -Voy a decir que no te pasen la cena. Mañana te opero. Nos explicó la operación. Fontanería. Un tubo que desagua. Relativizó el peligro de la misma puesto que la realizan con mucha frecuencia. –Os sorprendería saber cuánta gente lleva una válvula en el cerebro.

Se fue. Volvió. –Mañana no puedo operarte. Se necesitan dos cultivos negativos del líquido y sólo tienes uno. Es el protocolo para evitar el riesgo de meningitis. Mañana te tomarán la muestra.

La semana siguiente la pasamos esperando la operación. En una habitación de hospital estás controlado, desde luego. Ana cada día estaba mejor. Con la fisio trabajaba y se preparaba para cuando pudiese levantarse. Y mentalmente era la de siempre. El lunes le tomaron la muestra. Y el martes ocurrió un hecho que lo retrasó todo.

Catorce años han tardado en construir el Hospital Universitario de Salamanca. Catorce. Y el traslado de la planta de Neurología del Hospital Virgen (de la) Vega al nuevo nos tocó vivirlo a nosotros. Ese martes estuvimos de mudanza. Salió el día lluvioso, además. Dejamos nuestra habitación con terraza orientada a levante con las siguientes vistas:


Y llegamos a una habitación con ventana, desde donde veíamos lo siguiente:


Aunque también he de decir que las vistas del Tormes desde la sala de espera del hospital nuevo elevaban el espíritu.

El miércoles ya estaban los resultados de la muestra. Negativo. Operaremos jueves o viernes. El jueves nos dijeron que era mucho mejor hacerlo el viernes, dónde iba a parar. Y era cierto. Es mucho mejor operar en un quirófano terminado que en uno por terminar. Pero esto último no nos lo quisieron decir.

El viernes diecisiete de septiembre a las diez de la mañana se la llevaron al quirófano. Antes nos habían explicado todos los riesgos. Es su obligación pero, aunque estadísticamente sean residuales, -danos el papel que te lo firmamos. No te preocupes. Si no tenemos alternativa. Pero suavízanos este trago.

A las dos del mediodía entró el neurólogo que la había operado. Había que esperar la evolución y tendrían que hacer una radiografía y un escáner (o un TAC) para asegurarse pero, en principio, la operación había salido bien. Me dio la tarjeta de la válvula, tarjeta que Ana tendrá que llevar siempre encima. Ella estaba en reanimación. Enseguida la subirían. La subieron. Se fue despertando. Ya no había drenaje. Podía sentarse. Podía moverse.

El sábado por la tarde se la llevaron a hacer una radiografía. El domingo, con ayuda de un andador, ya se levantó y se movió por la habitación.

El domingo también ocurrió algo que nos llamó la atención. Hasta ese momento en la habitación no paraban de entrar y salir médicos, enfermeras, auxiliares o celadores. Visitas, medicación, temperatura, azúcar, tensión, pulso, limpieza, aseo, comidas, controles. A cualquier hora. Ese domingo apenas se abrió la puerta. Lo justo. Nos habían dejado caer que, si el TAC (o el escáner) no decía lo contrario, no es que la trasladasen a Valencia, es que se podría ir con el alta hospitalaria. Y ese domingo empecé a creer en esa posibilidad. De un hospital no te vas. Te echan. Y Ana daba toda la sensación de que estaba ocupando una cama de manera innecesaria.

El lunes veinte de septiembre ya se levantó (con andador) y se aseó ella sola. Se la llevaron para el escanertac. Volvió. Pasó la mañana. Nadie entraba. A las dos y media entró el neurólogo. Todo estaba bien. Ellos tenían el alta redactada. Pero, para completar el historial, faltaba el informe de la embolización. Y, tratándose de Comunidades Autónomas distintas, el historial tenía que estar completo para poder llevárnoslo. Habían reclamado el informe. Nadie contestaba. Y, a las tres de la tarde, mañana será otro día.

La tarde del lunes estuve un tanto rabioso. Estábamos en el hospital por un problema administrativo. Existen las normas. No lo discuto. También existe el correo electrónico. No sé. En fin. Un día más en el hospital no le iba a hacer daño a Ana.

El martes por la mañana los médicos nos dijeron –tranquilos, que hoy os vais. -A ver si puede ser pronto, que tenemos un viaje muy largo. A las nueve y media estaba tranquilo. Y a las diez. A las once, menos. A las doce, pregunté. Me torearon con la derecha. A la una me torearon con la izquierda. A las dos podría haber matado a alguien. A las dos y cuarto le quitaron la vía a Ana. A las dos y media llegaron con el historial. Nos explicaron el procedimiento a seguir a partir de ese momento, administrativo y médico. A las tres vino una celadora y la bajó a la puerta en una silla de ruedas.

A las tres y media del martes veintiuno de septiembre salimos de Salamanca.

A las nueve y veinte de la noche Ana entraba en casa. Allí esperaban nuestros hijos y su madre. Veintiocho días después, once en la UCI, diecisiete en planta, estábamos otra vez en casa.

En los primeros momentos, cuando nos trasladamos a Salamanca, cuando la veíamos, repetíamos y nos repetíamos –Ana, somos cuatro. Somos cuatro. No lo olvides. Pero pronto tuve la sensación (y la certeza) de que no éramos cuatro. Éramos más. Muchos más. Muchísimos más. La gente se volcó con ella. Algunos nos lo hicieron saber directamente a nosotros. Otros, de manera indirecta. Y todos pidieron por ella. Todos hicieron fuerza. Cada uno según su fe y sus convicciones, pero todos con el mismo objetivo, muchas veces involucrando a grupos de gente que ni siquiera la conocían. No puedo dar nombres porque terminaría siendo tremendamente injusto. Los que escribieron, los que llamaron, los que pidieron, los que encendieron velas, los que vinieron a visitarnos a Salamanca, los que iban a hacerlo y no vinieron porque se lo pedimos nosotros, ya que no íbamos a poder estar con ellos, los que se fueron en bicicleta a la ermita de Manjavacas a pedir, los que llevaron flores y sacaron las andas de la Virgen de Gracia. El Santísimo Cristo y la Virgen del Favor y Ayuda estuvieron siempre no sólo de nuestro lado sino a nuestro lado. Nosotros fichamos a San Sebastián y a San Francisco. Y sé que todo esto ayudó. No sé en qué medida, pero dio un empujón. Desniveló la balanza. ¿Cuánto? Lo que sea. Pensando en Ana, en lo que podía haber ocurrido, en cómo podía haber quedado y en cómo está ahora, la palabra milagro siempre la tengo presente. Y toda esa fuerza que generamos entre tantísimos, pero tantísimos, muchísimos más de cuatro, sumó. Estoy convencido de ello.

No olvidaremos jamás al equipo de la UCI del hospital Virgen (de la) Vega. No tratamos con nadie de allí que no tuviera una calidad humana excepcional. Alejados del paternalismo, fueron muy claros siempre en sus explicaciones, en las posibilidades, en los caminos a seguir. La celeridad con la que trabajaron las doce primeras horas, siempre claros, siempre transparentes, siempre humanos…inolvidable. Como tampoco podremos olvidar los lazos establecidos en la sala de espera de la UCI. Allí nos tocaba pasar mucho rato hasta nuestra cita o hasta que abrían la puerta para la visita. Lo lazos que se establecen en el dolor, en el miedo, en la incertidumbre son muy especiales. Allí nos confortábamos unos a otros, nos dábamos esperanza, vivíamos con alegría cada pequeño paso hacia adelante que se daba. Cada subida a planta, cuando se despertó José María del coma diabético, los progresos de Begoña y de Mariano, las operaciones de María, la angustia porque Joaquín no se despertaba…todo. Y tampoco olvidaremos nunca al personal de planta de Neurología del Virgen (de la) Vega. Enfermeras (había dos enfermeros pero, como ellos decían enfermeras para referirse al conjunto, lo respeto), auxiliares y celadores. No sé si habrá habido muchos pacientes que, al recibir el alta, al despedirse, lo hayan hecho llorando. No sé a cuántos hemos invitado a Valencia, a cuántos les hemos dado el teléfono. Como vengan todos a la vez igual tenemos un problema, pero ojalá vinieran. Ojalá tengamos la oportunidad de corresponder, aunque sea un poco, por todo el cariño y el cuidado que Ana ha recibido. Ojalá.

Cuando, tras llegar Ana a Salamanca, en aquella sala de espera nos dolía el temor de que se abriese la puerta y alguien nos informase de lo que sigo siendo incapaz de decir y escribir, cuando buscábamos aferrarnos a cualquier tipo de esperanza, empecé a pensar que en Salamanca eso no podía pasar. Había estado allí tres veces antes y allí había sido siempre feliz. Y no sólo eso. Allí nunca me sentí un extraño. Siempre sentí esa ciudad como algo mío. O yo suyo. Y por eso repetía que no, que imposible, que en Salamanca no podía ocurrir, no iba a ocurrir. Y en los paseos que nos dimos nuestro hijo y yo para llenar el tiempo durante los días de UCI, en las escapadas que hacía a diario, ya en planta, aunque no fuera más que para que me diera el aire, todos los sentimientos que tenía por esta ciudad se reforzaron. Y ya le he dicho a Ana que volveremos. Porque Salamanca también estuvo de nuestro lado. Salamanca también sumó.

Y, por último, Ana. Has vuelto. Estás aquí. Has luchado y has vencido. Con heridas de guerra que se irán con el tiempo y que serán sólo cicatrices y que te han hecho más fuerte. Más grande. Y estás aquí. Porque somos muchísimos más que cuatro. Y también somos cuatro. Seguimos siendo cuatro. No podía ser de otra manera. No hubiéramos sido sin ti.

1 comentario:

Entonoquedo dijo...

Un abraZO Y MUCHO ÁNIMO