jueves, 18 de marzo de 2021

Majestad, no hay segundo

La novena regata fue un espectáculo. Qué tensión. Los italianos siempre por delante, con los neozelandeses echándoles el aliento. Hasta la quinta manga. Los italianos se fueron hacia la izquierda del campo de regatas (¿babor?). Los neozelandeses hacia la derecha (¿estribor?). A la derecha había más viento. Los neozelandeses ganaron. Se pusieron seis tres. Lo tenían hecho. Su barco era más rápido, además. Eran los favoritos. El Luna Rossa venía de ganar la Copa Prada. Me la vi entera. Tres equipos sólo este año: los americanos, los británicos y los italianos. Con los americanos estaba mi idolatrado Dean Barker. Volcaron el barco. Eso no son barcos. No tocan el agua. Aerodinámica mucho más que hidrodinámica. No levantaron cabeza. Las mangas previas las dominaron los británicos, con sir Ben Ainslie al timón. Llegó la final de la Copa Prada. Luna Rossa contra Ineos. Jim Spithill y Francesco Bruni contra Ainslie. Gano Italia. De paliza. Siete uno. La Copa del América, la America’s Cup, estaba servida. Nueva Zelanda contra Italia. Team New Zealand contra Luna Rossa. Sigo la Copa del América desde que sé que existe, es decir, desde 1983, cuando Australia derrotó a Dennis Conner, cuando la Jarra de las Cien Guineas salió por primera vez en la historia de los Estados Unidos. Y me enamoré definitivamente de esta prueba en 2007, cuando estuvieron en Valencia, cuando hicimos obra en el Shosholoza y el Alinghi, cuando veía a los regatistas por todas partes, cuando Sanfélix y yo nos íbamos al puerto a ver el ambiente y las regatas. Y la sigo siempre. Y sufro. En vela (y en rugby) soy neozelandés. ¿Por qué? Ni idea. Siempre tomo partido y me dejo guiar por el corazón y algo de kiwi debo de tener ahí dentro. Pero esta vez no lo tenía tan claro. Yo veía a Peter Burling, a Glenn Ashby o a Blair Tuke y pensaba –estos son los míos. Y veía a Max Sirena, a Spithill o a Bruni y pensaba –os merecéis la Jarra. Porque siempre están ahí. Han llegado a la final creo que cuatro veces. En Valencia presentaron tres equipos. Un país con esa tradición se la merece. Así, vi todas las regatas con el corazón en un puño, ganando y perdiendo a la vez. Porque me las he visto todas. Las diez. Muchas de ellas en directo, a las cuatro de la mañana. La vela en sí me da igual, pero la America’s Cup es otra cosa. Las seis primeras regatas fueron un calco. El que salía mejor y pasaba delante en el primer viraje, ganaba. Los italianos siempre por poco. Los neozelandeses, de calle, Tres a tres. En la séptima la cosa empezó a cambiar. Viró primero Italia, pero Nueva Zelanda remontó ya en la segunda manga y terminó ganando. Como experto en regatas (no voy a negar que las veo, leo sobre lo que he visto y las vuelvo a ver fijándome en los detalles que se me han pasado por alto, que son la mayoría) he observado que el ganador de la Copa Prada llega siempre con el barco más rodado mientras que el defensor, por mucho que haya entrenado, no llega con el barco al cien por cien. Y, conforme avanza la prueba, crece. Y Nueva Zelanda fue creciendo. Y llegó la octava regata. Estaban igualados cuando, de repente, los neozelandeses se quedaron planchados. Pozos de viento les llaman. Italia volaba y el barco neozelandés ni se movía. Todo parecía hecho. Cuatro minutos les sacaban. Hasta que el Luna Rossa se metió en otro pozo. Angustioso. Allí estaban clavados. Nueva Zelanda encontró viento, remontó y ganó. Cinco tres. Llegó la novena. Puro espectáculo. Italia plantando cara, de tú a tú. Y volvieron a perder. Estaba hecho. A Nueva Zelanda le faltaba una victoria y todos sabían que iba a llegar en la décima regata. Y llegó. No hubo historia. Una regata similar a cualquiera de las seis primeras. Habían ganado los míos. Pero no estaba feliz. Vi la rueda de prensa final. Allí estaban los Burling, Ashby y Tuke. Moderados en la victoria. Elegantes. Respetuosos. Al otro lado estaban Sirena, Bruni y Spithill, dando una lección de cómo perder. Max Sirena, con su pinta de camorrista, brillante, emotivo. Francesco Bruni, con una humanidad desbordante, con una clase descomunal, todo un ejemplo. Y Jim Spithill, el Pitbull, el hombre que aprendió a boxear para defenderse de las palizas que le daban en el colegio por ser pelirrojo, a quien tenía por un ser arrogante, dando una lección de liderazgo, de compromiso, de señorío. Habían ganado los míos. Habían perdido los míos. Había terminado la Copa del América, un espectáculo maravilloso. Cuatro años hasta la próxima. Tocará otra vez madrugar. Estaremos. Por supuesto.

No hay comentarios: