sábado, 22 de junio de 2024

La dalia azul

A principios de 1945 los estudios cinematográficos de la Paramount tenían un serio problema: su estrella más importante, Alan Ladd, debía reincorporarse al ejército tres meses después y no había ni un metro grabado de película que el estudio pudiera comercializar mientras él estuviera ausente. Y teniendo en cuenta que el tiempo estimado para hacer una película de calidad o de clase A entonces era de año y medio (cinco meses para escribir el guion, tres meses para rehacer el guion más lo que llevase la selección del elenco, la elección del director que, por supuesto, cuestionaría el guion y el elenco, retrasando el inicio con sus imposiciones, el rodaje, el montaje y la escritura de la partitura musical), las posibilidades de solucionar el problema se veían nulas.

Raymond Chandler trabajaba entonces para el cine. Había colaborado en varios guiones (entre ellos el de “Perdición”, de Billy Wilder, obra maestra absoluta por los siglos de los siglos. Y perdón por el entusiasmo). Había vendido los derechos de dos de sus novelas (“Adiós, muñeca” y “El sueño eterno”), aunque no había participado en los guiones de las mismas (otro paréntesis para decir que en el guion de “El sueño eterno”, otra obra maestra absoluta por los siglos de los siglos, tanto la película como el libro (perdón de nuevo por el entusiasmo), participó William Faulkner). Gracias al cine Chandler vivía como nunca había vivido. Pero no estaba contento. No le gustaba el trato que recibía por parte de la industria cinematográfica, que él consideraba humillante. No dejaba de ser un empleado y sus escritos eran manipulados según el interés del productor, del director o de la propia película. Y su ego de autor, a pesar de los dólares en el banco y de su casa al sur de California, sufría.

John Houseman era entonces uno de los productores de la Paramount y también era un buen amigo de Chandler. Estando comiendo juntos, el escritor le contó que tenía una novela muy avanzada y que se había quedado estancado. Y que estaba pensando en convertirla en un guion y vendérselo al cine. Dos días después, la Paramount había comprado “La dalia azul” y había contratado a Raymond Chandler para desarrollar el guion de la película que protagonizaría Alan Ladd. John Houseman sería el productor de la misma.

Tres semanas después la mitad del guion ya estaba en manos del estudio. Y se fijó el comienzo del rodaje a la vuelta de otras tres semanas. Se contrató al director. Para el reparto, por contrato, se tenía que consultar a la estrella, a Alan Ladd y, dado que éste era muy bajito, sólo ponía como condición que los actores y actrices fueran, como mucho, tan altos como él. Como protagonista femenina se contrató a Veronica Lake, que daba la talla. Más problemas hubo con el papel de Helen. No tenían muchas opciones y la actriz elegida era más alta que Alan. Éste trató de vetarla. Trataron de convencerle con el argumento de que, en las escenas conjuntas, ella siempre saldría o sentada o tumbada. Y como además, Helen muere pronto, Ladd terminó aceptando.

El rodaje llevaba muy buen ritmo. Incluso adelantaba plazos. Sólo había un problema: el resto del guion no llegaba. No se terminaba. Chandler estaba bloqueado. El estudio le ofreció una prima para estimularlo, pero aquello agravó el problema: Chandler lo consideró una ofensa. Una degradación. Una deshonra. Habían atacado a su ética personal.

Estando John Houseman en su despacho, se presentó Raymond Chandler para decirle que se veía incapaz de terminar el guion. Aunque había una posibilidad, muy dolorosa para él. La había discutido mucho con su mujer, pero era la única salida que veía. Chandler le contó los problemas que había tenido en el pasado con el alcohol, y lo difícil que le fue dejarlo, no sólo por el sufrimiento físico sino porque el alcohol le daba energía y seguridad en sí mismo. Y le fue muy duro renunciar a aquello. Y ahora, para poder terminar, necesitaba de aquella energía y de aquella seguridad. Es decir, que terminaría el guion pero lo haría borracho. Sacó un papel y mostró su lista de exigencias: dos Cadillac con sus chóferes que estuvieran en la puerta de su casa para llevar y traer al médico que debería vigilarlo y ponerle inyecciones de glucosa para resistir; para llevar y traer las páginas del guion escritas al estudio; para llevar y traer a la doncella al mercado y para lo que hiciera falta. Además, necesitaba seis secretarias, en turnos de a dos, que estuvieran aptas permanentemente para cuando él empezara a dictar y que luego mecanografiasen los textos. También requería de una línea telefónica directa libre en todo momento para poder hablar con la productora durante el día y con la centralita del estudio por la noche. Y por supuesto, un vaso, bourbon y agua.

El estudio aceptó. No tenía otra opción, desde luego. Durante los últimos ocho días de rodaje, Chandler no probó alimento sólido. Estuvo, salvo cuando dormitaba (con su gato negro al lado), con un vaso en la mano, bebiendo lo justo para mantenerse en el estado de euforia que necesitaba. Sólo paraba de ocho a diez de la noche, cuando escuchaba un programa de radio de música clásica junto a su mujer. Ocho días dictando, releyendo y corrigiendo. Y el guion se terminó. El rodaje se pudo concluir seis días antes de lo previsto. Y Alan Ladd volvió el ejército con su trabajo terminado.

Y “La dalia azul” se estrenó. Las críticas no fueron muy buenas (un entretenimiento más, una película carente de importancia) pero el público no opinó lo mismo. Fue un éxito comercial, con una recaudación que llenó de felicidad a los ejecutivos de la Paramount.

¿Y Raymond Chandler? Pues enfadado. El Departamento de Marina estadounidense (tenía esa potestad) rechazó que el asesino fuera un veterano de la Guerra del Pacífico herido (más bourbon para poder reescribir). El director modificó un diálogo por necesidad sin consultarlo con él. La escena final es distinta de la del guion. Y luego está la interpretación de Verónica Lake, que daba la talla, pero que no estuvo a la altura. Las críticas no fueron especialmente cariñosas con ella. Chandler, de hecho, la llamaba Morónica Lake (moron, en inglés, entonces, significaba deficiente mental. Ahora se dirá de otra manera). Aun así, Chandler fue candidato aquel año a los Óscar al mejor guion original.

No he visto la película. La he buscado, pero no la he encontrado. Lo que sí he hecho es leerme el guion. Y, bueno. No está mal. Es entretenido. El problema es cuando lo comparas. Y está muy lejos de “El largo adiós” o de “El sueño eterno”. Digamos que es un Raymond Chandler menor. Pero un Chandler siempre es un Chandler. Y por muy bajo que sea el tono, por mucho barro que haya, siempre encuentras alguna perla. Algún diamante. Siempre.


No te compliques tanto la vida, Eddie. Cuando un individuo se la complica demasiado, es desdichado. Y cuando se es desdichado, la suerte se escapa.


Johnny: (Levantando los ojos y mirándola). Y no hay nada que arreglar. Además, aunque pudiera, yo no querría. Y a ti, ¿qué te sucede? (vuelve a comer).

Joyce: ¿A mí? Soy huérfana. Tengo siete hermanos…

Johnny: ¿Sólo siete?

Joyce: Todos tocan el violín.

(Johnny no sonríe).

Joyce: Pero no simultáneamente.


Johnny se vuelve.

Johnny: Es una despedida. (Pausa). Y no me gusta despedirme.

Joyce: No tiene por qué hacerlo.

Johnny no responde. Se limita a mirarla.

Joyce: Pero ha sido hermoso conocerme, ¿no? Y ahora todo ha terminado. Es como si nunca me hubiese visto.

Johnny: Todos los hombres la hemos visto en alguna parte…El problema consiste en dar con usted.

Joyce le mira sin pronunciar palabra.

Johnny: Sólo que yo no la he encontrado a tiempo.

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