viernes, 28 de junio de 2024

Veintitrés minutos de odio no curan las heridas

En la aldea del Secarral organizamos un duatlón cross. La carrera pertenece al circuito de la diputación de Cuenca. Llevamos ya ocho ediciones. Son, más o menos, cinco kilómetros a pie, veinte en bicicleta y otros dos finales corriendo. Se puede hacer de manera individual o por equipos, corredor más ciclista.

Odio esta carrera.

Los cinco kilómetros primeros a pie son exigentes, por pistas y sendas, con zonas con el piso muy suelto e irregular, con bastante desnivel. La parte de bicicleta tiene de todo. El último tramo a pie es rápido, con sus cuestas, pero por pistas y asfalto, la mayoría dentro del pueblo.

Odio esta carrera.

Nunca la he hecho completa. No soy ciclista, así que siempre la disputé por equipos. He tenido tres parejas distintas de baile. Las dos primeras me dejaron porque perdieron la bicicleta y las ganas de encontrarla. Mi compañero actual siempre sabe dónde la deja y no creo que eso cambie.

La odio.

Y no es porque me toque trabajar. Eso no me importa. Es más, me gusta. No es por el segundo tramo de carrera, que podría parecer que va a costar después del esfuerzo anterior, pero que se hace muy cómodo, especialmente si uno se queda en tierra de nadie, ya que sólo se trata de mantener el puesto.

Odio el primer tramo. Corro mal. Quedo mal. No disfruto nada. Sufro como un perro. Siempre termino pidiendo perdón a mi compañero por lo mal que lo he hecho. En la última edición íbamos seis en cinco segundos cuando llegamos a un tramo de senda de más de un kilómetro. Me metieron un minuto en esa parte. No sé correr ahí. Todo es maldecir. Renegar. Padecer.

Y odiar.

Empecé a trotar un poco, después del primer tramo, diez minutos antes de cuando estaba previsto que llegara mi compañero con la bici. Y noté un dolor en el talón enorme. No podía correr. Pero, ¿cómo no iba a hacerlo? ¿Cómo iba a dejar tirado a mi compañero? Es más, hizo un carrerón. Y me entregó el testigo como segundo local. Y como los primeros iban terceros en la general, vi que teníamos la oportunidad de volver a ver el mundo desde el sitio más alto. Y sabía que Fernando venía detrás, y él me mete treinta segundos por kilómetro mínimo. Ni dolor en el talón ni carrera cómoda manteniendo la posición. No sé cómo corrí. Sí sé que lo hice con el corazón en la boca pasado de pulso y mirando hacia atrás en cada giro. Llegué. Podio. Primeros.

Y cojo. Se pasará rápido. No. No pasaba rápido. No iba a mejor. Y volvió el tremendismo. El apocalipsis que supone estar lesionado. No me voy a curar nunca. No voy a volver a correr. -Sería gracioso que te despidieses de las carreras arriba en el podio. Sería gracioso si me sintiera orgulloso de ello. Porque fuimos primeros a pesar de mí.

Y mi odio por esta carrera llegó al máximo. No sólo me hunde el orgullo y la autoestima. No sólo me hace padecer físicamente hasta el límite para tener un resultado mediocre. Además, me lesiona.

Cuatro semanas. Cuatro semanas de intentos y vuelta a los veinte metros. Cuatro semanas de reafirmar mi amistad con el fisio. Cuatro semanas de pinchazos, masajes, corrientes y calor (y canciones deleznables. Sólo canté la versión de Betty Missiego de “Sin ti”. El resto…prefiero la punción seca). Cuatro semanas de piscina y bicicleta estática. Cuatro semanas de estirar y estirar. Cuatro semanas hasta que me dijo: prueba a rodar el sábado y el domingo. Mínimo, cuarenta minutos. Procura correr sin apoyar el talón. Quiero verte el lunes, a ver qué tal.

Salí ese sábado por la mañana porque soy muy obediente. El día anterior, trabajando, di un paso en falso y vi la Vía Láctea. Y estuve toda la tarde cojo. No voy a correr en la vida. No voy a volver a correr. Jamás se me irá este dolor. Sin la menor ilusión, probé a trotar sin apoyar el talón.

Cincuenta minutos.

Fui a las esquelas y volví.

No iba cómodo, pero iba.

Por la tarde no podía moverme. No sólo me dolía el talón. También, de cambiar la pisada, el gemelo, el sóleo (porque tengo sóleo) y más cosas de las que ignoro el nombre. Dar dos pasos era un suplicio. Y no dejaba de sonreír. -Vale, no puedo andar. Pero puedo correr.

El domingo, lo mismo.

Y en mi cabeza armé mi plan de entrenamiento hasta final de año.

Veo luz.

El dolor va a menos y los minutos corridos, a más.

Aunque mi odio no ha menguado.

La luz no ciega mi odio.

Porque odio esta carrera.

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