sábado, 3 de junio de 2023

El carrusel de los prejuicios

Llevo toda la vida esquivando las propuestas lectoras de mi madre. O literarias, por decirlo de otra manera. Siempre ha leído mucho y, como buena entusiasta, pretende compartir (¿imponer?) lo que a ella le hizo pasar un buen rato. Sus gustos no son los míos y, bueno, tras ceder en alguna ocasión (especialmente con Pearl S. Buck y con Daphne du Maurier (aunque con “Rebeca” se apuntó un buen tanto. ¡Mira!, “Rebeca”, otro ejemplo de que no sé qué es mejor, si la película o el libro (quizá se note demasiado, como en “Carta de una desconocida”, que siempre estuve enamorado de Joan Fontaine)) pues oye, mamá, yo te quiero mucho, pero estos libros son los tuyos y estos son los míos y si yo uno tuyo, tú uno mío. ¿Vale? ¿No? Pues nada.

Soy muy de ciencias (o muy corredor) para todo, incluso para la lectura. Cuando me empiezo un libro, analizo el ritmo que tiene y, en función de su número de páginas, estimo cuánto nos vamos a acompañar. No es un dato exacto, pues, aunque procuro sacar tiempo todos los días para leer, luego pasan cosas. Y también, el ritmo no es constante. Al final, cuando entro en las cien últimas páginas, cuando huelo la meta, acelero. Es poco literario matematizar la lectura (ya lo sé) pero, aparte de que es mi naturaleza el tratar de tener los tiempos controlados, me es útil ya que detrás de un libro siempre hay otro y hay que pensar en el siguiente y cuándo será preciso.

Tengo especial antipatía por las frases que siguen la estructura El/La tal de(l) cual. (La rutina del deshielo. El estigma del silencio. La fiereza de la apotema. El susurro del cautivo). Y me desagrada especialmente en los títulos y en la poesía. Me parece una estructura muy obvia que produce un resultado demasiado efectista. Da el pego, te sientes ebrio de belleza al escribirlo o leerlo, pero no son más que frases de cartón piedra. Vamos, que parece algo, pero no deja de ser humo.

A uno de los que escriben sobre atletismo de los que sigo, le gusta hacer reseñas de los libros que le han gustado. Suelo leerlas y, de vez en cuando, tomo nota. Acertó con “1.280 almas” de Jim Thompson (ya que estoy, y por si alguien lo quiere aprovechar, de este autor me gustó más “El asesino que llevo dentro”) y, en mi opinión, acertó menos con “La librería ambulante”, de Christopher Morley. Escribió sobre Andrea Camilleri, más concretamente sobre las novelas protagonizadas por el comisario Montalbano. Y me picó la curiosidad.

Sesenta y nueve años tenía Camilleri cuando publicó la primera novela protagonizada por Montalbano (homenaje indisimulado a Manuel Vázquez Montalbán. Camilleri admiraba las novelas protagonizadas por Pepe Carvalho). Tuvo tiempo de escribir treinta y cuatro. El éxito fue descomunal. Sirva como ejemplo que la comisaría, que es el eje físico de las novelas, está situada en la localidad siciliana de Vigata, pueblo ficticio trasunto de Porto Empedocle, localidad natal de Camilleri. Pues bien, durante diez años, oficialmente, el pueblo se llamó Porto Empedocle Vigata. Hubo una serie de televisión, millones de ejemplares vendidos y multitud de premios y reconocimientos.

Me planteé empezar a leer a Camilleri. Dos obstáculos aparecieron enseguida. El primero, que a mi madre le encanta la serie de televisión sobre el comisario Montalbano y como alguna vez me obligó a ver algún fragmento y me pareció un sainete con personajes muy exagerados, pues más que un obstáculo me pareció un muro. Y luego, que de las treinta y cuatro novelas, veintiuna tienen el título con la estructura odiosa (“La forma del agua”, “La voz del violín”, “La paciencia de la araña”, “Las alas de la esfinge”, etc.). Otro muro. Muro sobre muro. Así que, nada. Se quedó en planteamiento.

Fui a la biblioteca a buscar lectura. Deambulé. Nada me llamaba la atención. En la c, Camilleri. Había varios libros.

Me apeteció.

Cogí uno al azar. 

 “La pirámide de fango”.

¿Prejuicios? ¿Para qué los prejuicios?

No - me engañé. Me leo uno y así, pues tendré argumentos más firmes.

Me lo empecé. Dos días después ya tenía en la mesita “El primer caso de Moltalbano”.

Tres días después saqué de la biblioteca “El perro de terracota” y “Una voz en la noche” (mejor sacarlos de dos en dos. Me ahorro un viaje).

Una semana después, “El carrusel de las confusiones” y “El campo del alfarero”.

Porque estas novelas no tienen ritmo. Son velocidad pura. Pero ni siquiera una carrera de cien metros. Sesenta lisos. Cincuenta libres. Son anaeróbicas totalmente. He tenido que abrir un apartado mental para ellas.

La trama, cómo la construye, con muchos diálogos, cómo la resuelve (aunque, y por poner una nota pedante, creo que abusa un poco del Deus ex machina. No es que me importe. Nunca juego a ser detective y me dejo a llevar por el autor, pero no podía desaprovechar la oportunidad de ser pretencioso), los personajes, las relaciones entre los mismos, lo bien que se come (no tan bien como en las novelas de Carvalho, donde también se guisa, pero te relames a menudo), lo que te ríes, las situaciones disparatadas (la serie he de decir que no hace justicia. Tras terminarme “El perro de terracota” busqué el episodio, lo empecé y aguanté media hora. La trama estaba mutilada y edulcorada. Muchos personajes no aparecen. La relación de Salvo Moltalbano y Livia era muy distinta a la del libro, Fazio y Catarella están totalmente desaprovechados. Le he dicho a mi madre que los libros son mejores. No me ha hecho caso), los paisajes, los diálogos (lo que habrá sufrido el traductor con los juegos de palabras, con la mezcla entre el siciliano y el italiano). Y Sicilia, que no es el lugar más tranquilo del mundo y que, no sé porqué, tiene algo de familiar.

Así que, una vez más, estos son mis prejuicios y estos eran.

Y después de cinco libros leídos (y veintinueve pendientes), bien que me alegro.

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