sábado, 22 de abril de 2023

Varios

Un día estás con tu hijo en un parque viendo cómo juega o recorriendo piscinas para que entrene o compita, y otro día te aparece en casa con un pendiente en la oreja.


La universidad musical de Berklee tiene uno de sus campus en Valencia, frente al Palacio de las Artes. No sé cuántos estudiantes de no sé cuántos países. Cuando llega la primavera, montan un escenario junto al Museo de las Ciencias y organizan conciertos denominados “Un lago de conciertos” donde los estudiantes actúan. Hace una semana lo descubrimos por casualidad y nos quedamos a verlo. Bastante público, de todo tipo. Desde jubilados, que se traen su silla para sentarse en primera fila, hasta estudiantes de la universidad, muy bullangueros y entusiastas. Tres conciertos el primer día, los tres fascinantes. Serán estudiantes, pero son músicos. Y saben. Primero salió una chica (Maxine Edmonds) a la que acompañaba una banda de cuatro chicos. Música melódica y bailable. Muy buena, con una primera canción (tocaron cuatro), tremenda. Luego salieron cinco chicos. No me quedé con el nombre de la banda. Música instrumental, de atmósfera (creo que se dice así). Fabulosos. Por la música y por la actitud. Y un guitarrista que era un espectáculo. Por su dominio del escenario. Por su forma de vacilar al público. No me hice una foto con él porque no me había tomado ninguna cerveza. Yo estaba con los ojos como platos. Cuando ves a esos tíos, que son buenos, disfrutar como lo hicieron, te arrastran. No me aprendí sus nombres. Una pena. La tercera en salir fue una cantautora del estilo de Joni Mitchell (Zoe Berman). Tres músicos llevaba. Buenísima. Ésta era más profesional (si buscan, verán que tiene más bagaje). Resumiendo, lo que fue un encuentro casual, terminó siendo toda una experiencia a incluir en la agenda.

Volvimos. Ayer. Tres nuevos conciertos. El mismo ambiente, aunque el aire era molesto. Empezó un tío solo al piano (Brad Belmondo, creo) que, físicamente, estaba entre Benny y Björn, de Abba (me entretuve pensando a cuál de los dos se parecía más y no llegué a ningún resultado). Era muy majete. Tocaba y cantaba muy bien. Pero era un cansino de tomo y lomo. Ahora se dice ser un intenso (o un intensito). Luego subieron al escenario cinco chicas. Realmente era una cantante (de nombre Laureen G o Lauryn o similar) con cuatro acompañantes. Muy buena. Cómo cantaba. Su dominio del escenario. Música melódica, con una bajista que me encantó. Por último, subieron cinco chicos. Hasta ahora tenía la duda de quiénes eran los más chulos del mundo, si los nadadores o los jugadores de voleibol. Estos cinco entran en la pugna. Empezaron a tocar y, entonces, con una puesta en escena fabulosa, subió toda una diva: Amanda Mena. Estadounidense, hija de dominicanos, joven aunque ya con recorrido (concursos y demás). Nos puso a todos a bailar con la boca abierta. Qué fuerza tiene. Qué personalidad. Te desborda. Y su voz. Siempre he distinguido a las cantantes de las que, más que cantar, se dedican a hacer exhibiciones vocales (Celine Dion figura en primera línea en mi capítulo de odios). Pues ésta es de las últimas. (No tuvo bastante con las cuatro canciones que cantó sino que, para lucirse más, dijo que quería hacer un homenaje a su madre y le cantó el fragmento de una canción. Pidió, si alguno la conocía, que la acompañase. –Más allá de tus labios, del sol y las estrellas. Contigo en la distancia, amada mía, estoy. Como esta canción forma parte de mi repertorio (en la primera página), me puse a cantar. La acompañé hasta –Más. Luego ella siguió su camino, absolutamente deslumbrante. Y yo el mío, más lineal y modesto). El caso es que volveré a citar a aquel personaje de Balzac llamado Vautrin (lo cito muy a menudo, por cierto) –no existen los principios. Sólo las circunstancias. Porque Amanda Mena es una cantante del tipo de las que siempre me han dado grima (incluso hizo una versión de una canción de Celine Dion). Pero ayer me pasó por encima y me convirtió en un devoto. Bailé (de manera discreta. Todavía no estoy en el grupo de los que se llevan sillas (todo llegará) aunque tampoco se me confunde con los estudiantes) y disfruté. Mucho. Repito, serán estudiantes. Pero son músicos. Y muy buenos. Muy muy buenos.


Hay una entrada que pensaba titular “Películas que son mejores que los libros” que nunca he escrito porque, la verdad, no tendría nada que contar. Si un libro me gusta, no suelo ver la película (con algunas excepciones, que me reafirmaron en el error (“Los restos del día”, “Al este del Edén”, “El gran Gatsby”, “Desayuno en Tiffanys”. Aunque siempre cito dos empates entre película y libro, porque no sé cuál es mejor: “Carta de una desconocida” y “Matar a un ruiseñor”)). Y al revés, pues lo mismo. Lo que sí tengo claro es que la lista de películas mejores que los libros es más corta. El mito habla de “El Padrino” (no he leído, ni leeré, la novela). También se cita a “El tercer hombre” (aunque no era un libro sino un guion novelado al que, afortunadamente, le cambiaron el final). Otros citan “El silencio de los corderos” (no he leído el libro). El caso es que difícilmente podría escribir una entraba cuando no tengo nada que decir.

Acabo de terminar de leerme “Doctor Zhivago” (en la traducción que he leído, Jivago). No me ha gustado. Para qué voy a disimular. No tiene ningún ritmo. Alterna fragmentos muy buenos con otros absurdos (los mismos personajes que coinciden en Moscú luego se encuentran en el frente húngaro durante la Primera Guerra Mundial y, más tarde, en Siberia durante la Revolución. Yo miraba el mapa de Rusia y pensaba –pues parece que es grande. Pero no debe de serlo tanto. Llevo años sin encontrarme con gente en Valencia pero, si alguna vez quiero verlos, me voy a Siberia que allí, en cualquier momento, aparecerán). Otras veces es muy tedioso. Otras, no entendía nada. No sé si la traducción ayudaba. El traductor, aparte de mandarnos al diccionario cada tres por dos (lo cual no es malo) a veces me daba la sensación de que estaba traduciendo literalmente y que, tal vez (esto no lo sé) la forma de construir en español no sea igual que en ruso. Y me costaba entender. El caso es que me acabé el libro a golpe de empeño. Y pensé en que ya tenía un dato para poder escribir la entrada. Sólo faltaba un pequeño detalle: no he visto la película. Debo de ser de los pocos. Y si no la he visto es porque nunca me ha apetecido verla. Jamás me llamó la atención (ninguna de David Lean, realmente). Tal vez haya llegado el momento. Pero no encuentro ese momento. Tres horas y media de momento. Te quitan las ganas. Y el reparto, tan poco ruso (me sorprende que no figure en él Anthony Quinn, que creo (esto tendría que contrastarlo) tiene el record mundial de haber interpretado más personajes de distintas nacionalidades (seguro que tenía un mapamundi en casa lleno de alfileres). Y si hizo de portugués o de griego, ¿por qué no de ruso? ¿Porque no era egipcio?). No sé. Igual me retraso en escribir esta entrada.


Sigo muchos deportes. Hablo de alta competición. Me gusta. Pero ver, veo pocos. Vi mucho en el pasado. Muchísimo. Ahora, tengo la sensación de que ya lo he visto. Lo sigo, como he dicho, pero ver, atletismo y natación, en europeos, mundiales y Juegos Olímpicos; a las selecciones españolas de baloncesto y balonmano, el Mundial de Rugby, la Copa del América, algún partido del Atleti (en el último Mundial de fútbol sólo vi cinco partidos y no enteros), algo de tenis, algo de ciclismo (incluso ciclo cross. Los Van der Poel Van Aert de este invierno han sido fabulosos) y vídeos en YouTube de voleibol, que son entretenidos. Y poco más. Hasta ahora, que ha llegado a mi vida el snooker, una modalidad de billar asombrosa y que me tiene hipnotizado. Y más en estos días, que está el Mundial (en Sheffield, en el teatro “The Crucible”). El juego lo entiendo bien, aunque no tengo la capacidad de prever las jugadas, que es lo que hace de este juego algo tan fascinante, así que, lo observo y disfruto. También pensaba que era una pasión solitaria (¿quién va a seguir en España el snooker?). Pero no. No somos muchos. Pero nos vamos encontrando. Uno en el trabajo (los de alrededor nos miran como si estuviésemos hablando en chino). Uno de los Faisanes. Un Somarro. Un Climaturbio. Cuando dices snooker, siempre hay alguno en el grupo al que le brillan los ojos. Y con ése me voy a hablar. Soy un recién llegado. Me voy conociendo a los jugadores (soy incapaz de aprenderme los nombres de los chinos) sin haber tomado todavía partido (bueno, me he subido al carro de Ronnie O’Sullivan, pero por afinidad generacional). Lo que sí tengo claro es que me quedan muchas horas de snooker por ver. Muchas. Porque aún me queda una barbaridad para poder decir que este deporte ya lo he visto.

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