Volvimos a juntarnos la cuadrilla del futbolín. (El que no sabe de amores, Llorona, no sabe lo que es martirio). Cada vez nos vemos menos, pero todo sigue igual entre nosotros, lo cual, aunque lo sepamos, siempre reconforta. Enfrente de donde nos juntamos hay un restaurante mejicano de nombre “La Llorona” (que cuando las mece el viento, Llorona, parece que están llorando). No sé si allí se come bien o mal. Es lo de menos. Veo el letrero y me pongo a cantar (la letra de la versión de Raphael, que fue la primera que escuché, pero imitando a Chavela Vargas). Y no es lo bonita que es esta canción y la letra tan fabulosa que tiene. Es lo bien que se canta (tápame con tu rebozo, Llorona, porqué me muero de frío). Lo bien que la entono. Y engolo la voz. Y me crezco (dos besos llevo en el alma, Llorona, que no se apartan de mí). Y termino cantando desatado. Y, por supuesto, con lágrimas en los ojos. Llorando. Llorona.
Tenemos un amigo en la Aldea, de nombre JL que, vaya la conversación por donde vaya, cuente cualquiera lo que cuente, JL siempre dice –pues yo tengo un colega que…Son tantos los años los que llevamos escuchándolo que hemos llegado a la conclusión de que una ardilla podría cruzar España de punta a punta viajando sobre las cabezas de los colegas de JL sin llegar a tocar nunca el suelo.
Muchas veces cito a Miguel Ángel, veterano corredor de la Capital del Secarral, a quien, cada vez que habla, hay que escuchar. Uno de sus aforismos, que repito a menudo, es –no menosprecies los tiempos de este año que el año que viene te parecerán extraordinarios. Otro, -los peores enemigos de los corredores son los perros y los médicos. Miguel Ángel sabe.
No es sólo que el atletismo sea mi deporte favorito. Es en la medida en que está presente en mi día a día. Si estoy sentado en el suelo, para levantarme me giro, me pongo en cuatro apoyos como si fuese un velocista y preparados, listos, ya. En el trabajo, por ejemplo, tenemos una rejilla de protección para cargas suspendidas que estará a dos metros veinte de altura. Cada vez que me acerco por esa zona (más de veinte veces al día), esa rejilla se convierte en un listón que ataco haciendo la curva con tres últimos pasos determinantes para clavar (en mi imaginación) un Fosbury flop impecable. También en el trabajo, las juntas de dilatación de la solera son líneas que no puedo pisar, y no por manía o por mala suerte sino porque si las piso mi salto será nulo. Así, cuando me aproximo a ellas, ajusto la batida (para mi pierna izquierda. No soy como Bob Beamon, que no tenía una pierna preferente. Él corría y saltaba con la que mejor le caía en cada momento) y, si el último paso está en su sitio, imagino mi cuerpo elevándose clavando un tres y medio (como el mejor Carl Lewis) aterrizando a ¿ocho metros y noventa y seis centímetros?
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