Lo que no me importa demasiado es el puesto. Yo hago mi carrera y el puesto es el que me encuentro. Siempre miro al final cómo he quedado y, si hago podio en mi categoría, pues fiesta. Pero no soy de los que miran antes cuántos corren, quiénes son y demás. No corro por el puesto. Corro. Si lo hago bien, contento. Si no, menos.
Hubo un tiempo en que sí corría por el puesto. Pero de eso hace mucho ya. Cuando era escolar, en la pistas de Vallehermoso o del Palacio de los Deportes. O siendo universitario, en las competiciones de pista o en los crosses que teníamos. Entonces me definía a mí mismo como atleta. Luego ya me convertí en corredor, aunque hubo algún paréntesis: cuando en la Capital del Secarral les dio por organizar una milla. O los años que hicieron la carrera por el Camino del Concejo dando la vuelta al Cerro Negro. Entonces, sí. Competía. Pero de esto último hace por lo menos diez años. O más.
San Silvestre belmonteña. Este año han tenido el detalle de organizarla el mismo día de San Silvestre. Curioso. Cinco de la tarde. Dos vueltas a un circuito lo más tendido que se puede dentro de la Capital del Secarral (con sus trampas) para completar tres kilómetros y medio. Carrera cortísima para mí. La corro porque es allí y porque estoy en el club del pueblo. Además, esa misma mañana hemos tenido en la Aldea nuestra San Silvestre (que siempre organizamos el treinta y uno de diciembre porque respetamos el santoral). Desde las ocho y media de la mañana preparando, marcando el circuito y desmontando. Y, además, la he corrido. No a tope, pero sí a un ritmo vivo, así que muy motivado para sufrir no estoy. La idea es salir tranquilo, coger mi sitio, recoger los cadáveres que vayan cayendo y cuando vea que no me coge el de detrás ni cojo al de delante, dejarme llevar.
Dan la salida. Enseguida se pone una chica delante. Un chaval va detrás de ella. Luego un grupo de siete u ocho. Detrás, yo. Del grupo de siete u ocho (donde, por cierto, está mi hijo) se va descolgando de vez en cuando alguno que paso sin piedad. Pasamos la primera vuelta con la chica destacada, el chaval detrás y el grupo donde sólo quedan cuatro delante de mí.
Me sacan quince metros. Giramos por la ermita y al principio de la subida hasta el arco de Chinchilla, se despierta dentro de mí un sentimiento que creía ya muerto o, al menos, tenía olvidado. Hay podio para los tres primeros chicos y para las tres primeras chicas. Y me digo –Car, vas a pelear por ese podio. Y cambio el ritmo. Y me voy a por ellos. Cuando los cazo, justo antes del arco, no aflojo. Los paso. Me siguen tres: el de amarillo, Gonzalo y mi hijo. Los cuatro empezamos a darle. Ahí no hay misericordia. Por la arboleda hay una subida corta pero que pica y luego un giro muy agudo. En ese giro el de amarillo ataca. Mi hijo le sigue. Yo trato de aguantarles, pero se me van diez metros. Gonzalo se queda. A partir de ahí es una carrera de persecución. El de amarillo vuela y caza hasta al chaval que iba delante. Mi hijo resiste en el tercer puesto. En los últimos ciento cincuenta metros, en el Paseo, me tiro con todo. Pero tiene buenas piernas y aguanta bien. Al final, entro cuarto.
El cuarto puesto tiene mala prensa. Si dices que has quedado cuarto el primer instinto de la gente es tratar de consolarte. Y es una estupidez. No siempre ganar o perder depende del puesto (pondré un ejemplo reciente. En el último Mundial de Atletismo en Eugene, en el 4x100 femenino, la última relevista jamaicana, después de quedar segundas, tiró el testigo al suelo con rabia. Las españolas, que fueron quintas, daban saltos abrazadas en mitad de la pista). Y mi cuarto puesto fue precioso. Primero, porque el tercero había sido mi hijo (aunque me fui a por él de manera desesperada). Y segundo, y sobre todo, porque disfruté compitiendo. Porque fui feliz atacando, peleando, resistiendo, intentándolo. ¿Cuarto? El puesto no me va a decir si me lo pasé bien, si disfruté. Y lo hice. Mucho. Volví a ser atleta. Y esa sensación es incomparable.
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