lunes, 2 de diciembre de 2019

Dieciséis

En la crónica de mi vida calcificada me quedé en la media maratón de la Alcudia. Faltaban entonces ocho semanas para el maratón en Valencia. Y el maratón, un año más, era el objetivo. Estaba la deuda de la retirada del año anterior. Estaba el temor de volver a romperme. Pero cada día era un paso adelante. Y allí estábamos, como siempre, con las semanas de noventa a cien kilómetros, con las series, con los dieciocho trescientos, con los cinco dosmiles, con los quince cuatrocientos, con los siete milquinientos, con los dos cincomiles, con los largos. Todo marchaba. Todo funcionaba. La rutina de los ejercicios. El entrenamiento. La cadera, que me respetaba. No había objetivo para el maratón. El maratón era el objetivo. Y salir. Pelearlo. Disputarlo. A lo que fuera. A lo que diese. Como siempre.

El día de la media maratón de Valencia salí de casa, rodé una hora, me colé en el dos (espero que no lea esto la organización) y me salí en el veinte. Del dos al catorce fui por debajo de 4:30. Del catorce al veinte a 4:15. A cinco semanas del maratón estaba pletórico. Eufórico. Salí a rodar al día siguiente. Doce kilómetros tranquilos. Me notaba muy cansado. Me molestaba la cara posterior del muslo izquierdo. No le di importancia. Agujetas, pensé. El martes nos tocaban series. Catorce de quinientos. Seguía notando algo raro en el mismo sitio. Comenzamos con las series. Las iba haciendo en los tiempos previstos. Llegó la última, la que se hace con lo que queda (todas hieren. La última, mata). A falta de doscientos metros la parte trasera del muslo se me bloqueó. Me quedé paralizado. Fisio. Inflamación del ciático. Antiinflamatorios. Para tres días y prueba. Paro tres días. Salgo. Ruedo media hora muy suave. Tocaban tres cuatromiles. Empiezo con el primero. A los dos minutos levanto el pie. Esto no está claro. Me pongo a trotar. Dos minutos después, latigazo en el mismo sitio. Fisio. Hematoma. Ecógrafo. Desgarro en el abductor mayor (tengo abductor mayor. Aprendo anatomía a la fuerza). Reposo. ¿Cuánto? Vuelve en diez días. Adiós a la Behobia (lo cual no quitó el viaje a San Sebastián y que me bajase a Pasajes y a Gros a, como dirían los cursis, devolver una infinitésima parte de lo que la Behobia me había dado tantas veces, animando y jaleando muerto de pena y de envidia en un día fabuloso para correr y para las endorfinas, un día de lluvia, granizo y viento). Diez días de natación y de pensar, de darle vueltas, de rabia, de negatividad, de impotencia, de resignación, de tristeza.

Pasaron los diez días. Fisio (nos quejamos de los precios de las carreras pero es una cantidad mínima comparado con lo que nos dejamos en fisios). Parece que todo está en orden. Prueba en la elíptica y en la bicicleta estática. Pruebo (la elíptica es un instrumento del demonio. Hay torturas mucho más placenteras). No noto nada extraño. Sal mañana ya a correr. Y no vendas ni regales tu dorsal del maratón.

Faltaban doce días para la carrera. Había perdido tres semanas, tres semanas de las cruciales. El plan no podía ser otro ya que salir a rodar. Hacer kilómetros pero con cabeza y a un ritmo tranquilo. No tenía sentido ni forzar ni pasarme. Corría dos días. Descansaba uno. El domingo anterior salimos e hicimos veinte kilómetros, la mitad de los cuales fueron por debajo de cinco minutos el kilómetro. Aguanté bien. La lesión no se manifestaba. Decidí no vender el dorsal. Ni regalarlo.

La semana previa hice mis kilómetros sin sobresaltos. Recogí mi dorsal el viernes. Pasé el sábado de víspera con el miedo habitual. Y a las cuatro de la mañana ya estaba desvelado. Y dándole vueltas. Tenía mucho miedo a romperme, a que mi musculatura saltara por cualquier sitio, a tener que retirarme otra vez. Tenía miedo a la falta de kilómetros y a que me pasasen factura al final. Javi me había dicho que iba a salir a 4:40 el kilómetro. Me pareció un buen autobús para subirme, para probar. Y, entre miedo y miedo, también veía una primera mitad de carrera prudente y una segunda mitad desatada, desbocada, sin cadena.

A las siete y media habíamos quedado David, Zazo, Javi y yo. No hacía frío a esa hora. Mal asunto. Calentamos. En el punto de encuentro ya vimos al Barbas, a Quique, a Juan, a Ernesto, a Palazón, a Jorge. Abrazos. Suerte. Nos fuimos a los cajones. A las ocho y media, disparo, “Libre” y a correr.

Salimos. Javi es un reloj y lo fue. Palazón, David, un amigo de David y yo pegados a él. En el dos yo iba empapado de sudor. Los kilómetros empezaron a pasar. Seguíamos a ritmo. El cinco, clavado. Y el diez. En el catorce noté como una descarga eléctrica en la zona del desgarro. Me asusté. No paré. Fue sólo un susto. Seguí. Seguimos. Quince. En el dieciocho nos cogió por detrás (desde que trabajo con argentinos me hace mucha gracia esta expresión) Zazo, que había salido en un cajón posterior. Veinte. Media maratón en 1:38:08. Normalmente, si va todo bien, cuando paso la media es como si me quitaran un lastre y acelero. Esta vez vi que pesaba lo mismo. Las piernas aguantaban pero no iban frescas, ni mucho menos. Notaba el calor. Iba incómodo. Pero tocaba seguir. A 4:40. Veinticinco. Treinta. Parecíamos relojes. Y allí seguíamos los seis.

A partir del treinta ya hay pocas estrategias. Cada uno va como puede, a su ritmo, al ritmo que le dejan las piernas. Se me fueron Zazo y Palazón. Luego Javi. Agaché la cabeza. Apreté los dientes. Aquello iba a ser largo. Hay que llegar a la Gran Vía. Al Bioparc. Al puente del Nueve de Octubre. A Archiduque Carlos. Iba mal pero los kilómetros llegaban. Hay veces que nunca llegan pero esta vez sí. A por la avenida del Cid. Allí me sentí aliviado. Aunque me hubiese roto muscularmente habría llegado. Puestos a andar, lo mismo me daba desde allí irme a casa que a la meta. San Agustín. Ahí empieza el pasillo. Cabeza agachada. Oía los gritos, los aplausos. Voy a llegar. Voy a llegar. Porta de la Mar. Plaza de América. Jacinto Benavente. Mis piernas saben que llegan. Mi cabeza sabe que llega. Mi abductor mayor y mi cadera saben que yo voy a llegar, que voy a volver a cruzar la meta de un maratón. Bajada al río. Ciudad de las Ciencias. Kilómetro cuarenta y dos.

Subo a la moqueta sobre el estanque. Faltan ciento noventa y cinco metros. Esos metros son míos. Sólo míos. Esta vez no grito. Sólo pienso: estoy aquí. Vuelvo a estar aquí. He hecho mil horas de ejercicios y estiramientos para volver a estar aquí. No hay nada que se pueda comparar a estar otra vez aquí. Cruzo la meta. 3:19:37.

Palazón, Juan, Ernesto, David, Barbas, Zazo. No veo a Javi. Ni a Carmelo. Ni a José Julio. Quique y Jorge no van a venir. Paco viene con retraso. Me despido. No puedo andar. Tengo las piernas completamente tiesas. Estoy empapado y tengo frío. He sufrido. He hecho mi segunda peor marca en Valencia. Y voy andando hacia casa con mi medalla colgando y con una sonrisa que me ocupa toda la cara. Feliz. Absolutamente feliz.

Las tres semanas que estuve parado lo que más pensaba y repetía era que mi cuerpo ya no soportaba un plan de maratón, que se había roto el año anterior y que éste se había vuelto a romper, que me estaba mandando señales demasiado evidentes como para no escucharlas. Y no pasa nada, me repetía. Puedo seguir corriendo, puedo seguir haciendo cincuenta kilómetros a la semana y competir hasta medias maratones. Puedo disfrutar sin necesidad de largos, catorce de quinientos o siete de milquinientos. Pero también soñaba con poder despedirme desde dentro, de que mi cuerpo me diese una tregua y me dejase decir adiós al maratón desde la moqueta azul. Y mis plegarias fueron atendidas. Y llegué a la moqueta azul. Y no me despedí. Es demasiado hermoso correr un maratón como para decirle adiós. El maratón de Valencia ha crecido tanto y es una carrera tan colosal, tan portentosa, tan fabulosa, tan tremenda como para seguirla como espectador y no desde dentro. Tiene que haber otra forma de prepararlo. Bastaría con ser menos agresivo con el plan, con entrenar a otros ritmos. Y tendré que aprender a hacerlo. Porque no me puedo despedir. Porque quiero volver. Porque tengo que volver. Porque voy a volver.

3 comentarios:

kyezitri dijo...

Enhorabuena Carlos, se siente el esfuerzo y el dolor mientras se lee la crónica. Y me invade la envidia al pensar que se puede hablar de un maratón así como así, como si no fuese un gigante inexpugnable sino un hito más en una trayectoria. Volverás y seguirás disfrutando/sufriendo.

GARRATY dijo...

Yo de mayor quiero ser como tú.

Te quedan muchos más maratones y no sólo en Valencia. Se me ocurre una tortura peor que aguantar sesiones de fisioterapia o elíptica y es plantarte en una esquina cualquiera a ver pasar maratonianos.

El Impenitente dijo...

Veo yo más mérito, Kyezitri, el bajar por donde bajas y por cómo bajas con la bicicleta. Correr maratones sólo es voluntad y disciplina. Y pasión, claro. Estás invitado a Valencia cualquier primer domingo de diciembre del año que elijas (no te digo del próximo que sé que estarás bastante atareado). No te arrepentirás.

Garraty, te eché mucho de menos el domingo. Castellón te gustará. Te recordará tiempos que ya empiezan a ser lejanos y que siempre llevaremos dentro. Pero no es lo mismo jugar en Wembley que en Las Gaunas.

Muchas gracias a los dos.