miércoles, 9 de octubre de 2019

Mi vida calcificada

Media maratón de la Alcudia (o del Kaki). Era el siguiente paso para mi vida calcificada. Tras las vacaciones y tras correr todas las carreras (cinco) que pude, tocaba ya pasar a la siguiente estación a la hora de probar a mi cadera izquierda. Siempre desde el respeto, que mi media hora de ejercicios diaria y mi hora semanal de piscina no me la quita nadie. Empezaron ya las semanas de setenta kilómetros, las series cortas, las series largas, los largos. La cadera se manifiesta, protesta, pero me va dejando. Y yo estoy, con la cabeza agachada, yendo día a día, colándome por todos los resquicios que me deja.

Desde noviembre pasado, en la Behobia, no veía en carrera el kilómetro once (y sucesivos). Estaba nervioso en la salida. Tenía muchas dudas de cómo iba a responder mi cuerpo. No tenía ganas de sufrir, vamos. El día era muy húmedo. La temperatura no era demasiado alta, pero se veía a la legua que iba a ir subiendo conforme avanzase la carrera. Y sombra, salvo en los pueblos, había poca. O ninguna. De hecho, hice mi calentamiento y en la salida me goteaba el sudor. Pero se trataba de probarme, así que había que correr y que fuese lo que Dios quisiera. A las nueve y media, disparo, a correr y a ver.

El circuito era bastante llevadero. Una vuelta de tres kilómetros por la Alcudia. Luego salías y, pegado al barranco, llegabas a Benimodo, le dabas una vuelta y de nuevo hacia la Alcudia entre campos de kakis donde terminabas dando otra vuelta de tres kilómetros. Dos pasos por el barranco y cuatro pasos por un túnel eran los obstáculos que suenan ridículos cuando corres carreras en la provincia de Cuenca pero que, en Valencia, convierten una carrera en una prueba alpina. Pero como mis últimas carreras habían sido en el Secarral y como aún tengo reciente subir a los Pinos del Barbero, a la ermita de Alconchel o al castillo, tachuelillas.

Enseguida cogí mi ritmo. Llevaba delante al práctico de hora y media. Mantuve la distancia hasta que, a la altura del kilómetro cinco, lo pasé. No miraba mucho el crono, pero lo justo para ver que iba bien entre 4:10-4:15 de promedio. La humedad seguía siendo alta. La temperatura iba subiendo. Pero los kilómetros pasaban. Y el cuerpo respondía.

A partir del kilómetro quince mi única obsesión era llegar a la Alcudia. Veía que el 1:29 ya lo tenía y que el 1:28 estaba a tiro. Y 1:28 era la marca que hice allí hace un par de años en unas condiciones similares, por lo que me sonaba a gloria. Tenía que llegar a la Alcudia. Eran tres kilómetros, pero allí ya habría sombra. Y con lo bien que termino siempre las carreras, el kilómetro dieciocho se convirtió en el objetivo. De ahí a meta, paseo triunfal.

Y llegué al dieciocho. Llegué a la sombra. Y estaba fundido. Cogí agua. Me la eché por la cabeza. Bebí lo que pude. Me sentó fatal. Comenzó a pasarme gente. Y gente. Y más gente. Pasamos dos veces por el túnel. Aquello era el Aubisque. Y el Gavia. Ni rastro de mi espíritu conquense. No sé cómo llegué al diecinueve. Y al veinte. Y a meta. 1:29:43.

Cuando me recuperé vi que estaba disgustado. Y me alegré. No caí en la milonga sentimental de pensar que había vuelto a correr una media cuando hace no mucho pensaba que no lo volvería a hacer. No me dejé llevar por la blandenguería y por la tendencia natural a convertir en épico y en grandioso cualquier superación de un obstáculo que pudo parecer imposible. Estaba cabreado. Soy corredor. No sé lo que me puede quedar, pero, lo que me quede, va a ser con todo. Mal que bien el peldaño de la media está tachado. Hay un peldaño superior. Seguimos.

No hay comentarios: