miércoles, 25 de septiembre de 2019

Refritos: los Borgia y el reloj de cuco

Pusieron “El tercer hombre” por la televisión. Empezaba a las diez de la noche. Era muy tarde para el madrugón del día siguiente. La he visto decenas (o cientos) de veces. Me la sé de memoria. Me senté. La vi. Igual que la primera vez. Igual que el resto de veces.

Pasé mucho sueño el día siguiente. No me arrepentí en ningún momento. Me vino a la memoria una entrada que había escrito sobre la película y el libro. La busqué. Principio de dos mil ocho. La leí. Entre mis entradas distingo dos tipos: de las que me avergüenzo y de las que no. Aquella estaba claramente en el primer grupo. No es que estuviese mal escrita. Era el tono. Y el afán de protagonismo. No se merecía “El tercer hombre” algo así. Me sentí en deuda. Segundo intento.

Graham Greene recibió el encargo de Alexander Korda de escribir el guion para una película que tendría que dirigir Carol Reed. Tenía Greene en aquel momento rondando una idea por la cabeza, idea que pensó en dar forma tras recibir el encargo. Esa idea era la de contar una historia en la cual alguien, tras asistir a un sepelio, se encontrase con el finado vivo y bien de salud. Greene y Reed (a los dos les sobra una e), para desarrollar la trama se recorrieron todos los cafés de la Viena del final de la Segunda Guerra Mundial. Luego Greene, siguiendo su método, se encerró para escribir el relato que serviría de base para el guion definitivo de “El tercer hombre”.

Me leí el relato. Existen dos reglas básicas: nunca leas el libro que dio origen a una película que te haya gustado y nunca veas la película que se haya hecho a partir de un libro que te haya gustado. Estas dos reglas se deben seguir (salvo con “Matar a un ruiseñor” y “Carta a una desconocida”) siempre. Y con “El tercer hombre” me las salté y no hubo excepción.

“El tercer hombre” (aquí supongo que debiera advertir que voy a destripar parte de la trama). Las vicisitudes de Harry Lime, Holly Martins (en el relato, Rollo Martins. Joseph Cotten pidió cambiarle el nombre al personaje, en el libro, británico y, en la película, estadounidense, ya que el nombre de Rollo tiene connotaciones homosexuales en Estados Unidos), Anna Schmidt y Calloway por la Viena en blanco y negro, oscura, derruida y dividida en cuatro tras la Segunda Guerra Mundial, con su red de alcantarillado, con su noria, con su viejo vendiendo globos, con su niño acusando a Martins de asesinato y con la música de Antón Karas siempre presente (durante toda la lectura me acompañó la cítara). Decir que la película me parece fabulosa es quedarse corto. Y decir que el final me resulta portentoso, una obra de arte en sí mismo, también es quedarse corto, muy corto. Esa escena en la que Martins, a la salida del cementerio, hace parar el jeep a Calloway y se baja para esperar a Anna. Y ella recorre todo el paseo con la mirada fija al frente sin siquiera mirarlo y pasa de largo. Por eso, cuando al final del relato, Anna se para junto a Martins, le coge del brazo y se van juntos, cogí el libro y lo estampé contra la pared. Señor (mister) Greene, no. Anna no podía quedarse con Martins. No podía. Y no porque fuera un perdedor. Martins ha traicionado a su amigo. Vale que Harry Lime era un ser deplorable y que se merecía todo el mal del mundo. Pero Martins tenía sus valores y su concepto de la amistad y los ha traicionado. No ha traicionado sólo a Harry. Se ha traicionado a sí mismo. Y no podía ser recompensado. Anna sí que fue fiel a Harry. Ella no lo traicionó. Ella no se traicionó a sí misma. Por eso no podían quedarse juntos. Tal vez Martins alguna vez llegase a perdonarse. Anna, no. Anna nunca lo perdonaría. Fue Carol Reed, por lo visto, quien obligó a cambiar el final. Menos mal, señor (mister) Greene. Menos mal.

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