miércoles, 18 de septiembre de 2019

Los graves problemas de los habitantes del primer mundo

Tengo muchas camisetas. Y cuando digo muchas hablo de más de cien. Demasiadas. Es lo que tiene correr unas veinte carreras al año, donde casi siempre te dan una camiseta conmemorativa. Unas pocas son de algodón, que guardo como reliquias ya que son vestigios de otros tiempos, de otro siglo. Algunas más son de tirantes o de manga larga. El resto, mayoría aplastante, son de las llamadas técnicas de manga corta. Y son un problema. Un problema de espacio, claro. En la estantería de Valencia no puedo comprimirlas más. De Valencia pasan al armario del Secarral, donde se apilan en una columna que cada vez es más alta. Y dado que siempre cojo la camiseta de abajo (estructura FIFO), entre la altura y el movimiento de la base me paso el día recomponiendo la columna.

El problema, realmente, no es de espacio. Es un problema sentimental. Ya he dicho unas cuantas veces (y lo que digo cinco veces es verdad) que las camisetas se ganan y, así, cada una de esas camisetas tiene su historia. Y como tengo el hábito de acordarme de todo, cada camiseta me habla y me recuerda cómo, dónde, qué y con quién. Y así no hay manera de hacer limpia y de ajustar el inventario a las necesidades reales.

Siempre existe la opción de engañarse a sí mismo. Recuerdo unas zapatillas ya viejas que me habían dado un resultado fabuloso y que era incapaz de tirar a la basura. Ana me dijo -no las estás tirando. Las estás mandando al cielo de las zapatillas buenas. Desde entonces me despido siempre de ellas con la alegría de saber que van a ir a un sitio mejor donde, por fin, podrán descansar.

Con las camisetas comencé a usar otra estrategia. No las mando al cielo sino que trato de que tengan una segunda oportunidad. Así, ofrezco camisetas a los más cercanos. Algunos aceptan. Y yo, pues tan contento de que algunas de mis camisetas sigan viviendo y sigan siendo útiles. Lo malo es que, de vez en cuando, se las veo puestas. Y no me gusta. Y no porque piense que me están siendo infieles (que también). El asunto es que en otros cuerpos se manifiestan como lo que son: camisetas viejas, usadas y bastante feas (no les voy a dar las más nuevas, mejores o más bonitas). Y lo que yo pienso en principio que es generosidad y buenos sentimientos (con lo que eso tiene de autocomplacencia) se transforma en lo que es: me quito un problema y santas pascuas.

Y me quedo chafado. El dolor de hacer la selección de las camisetas que van a salir, dolor que no sólo viene causado por cómo fue ganada esa camiseta sino también por el sentimiento de ingratitud de apartarla después de haber corrido con ella un montón de kilómetros, necesita ser mitigado con cualquier otro tipo de excusa. Y ya la he encontrado. Junto a mi casa han colocado un contenedor para ropa usada que gestiona una ONG. Y he visto la luz. Ya no sólo mis camisetas van a tener una segunda oportunidad sin necesidad de verlas puestas en otros. Ya no sólo sigo siendo generoso. Ahora también soy solidario. Mi autocomplacencia ha alcanzado, por tanto, un nuevo estatus. Como todo solidario que se precie, me he arrogado una estatura moral que me eleva por encima del resto. Mis camisetas me han llevado a un nivel superior. Buah, cómo molo.

No hay comentarios: