viernes, 26 de abril de 2019

La perniciosa influencia del mundo anglosajón

Me mandan un enlace de un programa de televisión que trata de la relación entre el fútbol y la música popular. Empieza, claro, con el Liverpool y “You’ll never walk alone” (del Celtic de Glasgow no dijeron nada. Se ve que cantan peor). Sigue con el Crystal Palace, que tiene como himno “Glad all over” de Dave Clark Five (aquí abro paréntesis para hablar de Alejo, la Pavlova del fútbol sala, gran jugador de futbolín e insigne miembro de la secta beatlemaniaca del sesenta y seis, que no sólo me iluminó en la senda de Elvis y de los discos de McCartney, con y sin Wings, sino que, además, me grabó in illo tempore (cuando todos los jugadores de fútbol llevaban botas negras) una cinta de noventa con canciones de los Hollies, Herman Hermits, Gerry and the Pacemakers y Dave Clark Five, cinta que se terminó borrando de tanto como la machaqué. Cierro paréntesis). En el vídeo del Crystal Palace se ve al público cantando después de una victoria. Viendo aquel vídeo, sin saber ni dónde ni en qué categoría juega, sin tener ni idea siquiera del color de su camiseta, sentí que soy del Crystal Palace de toda la vida, que siempre he sentido sus colores (sean cuales sean) como propios y que viva el Crystal Palace manque pierda porque, baby, i’m glad all over.

Me llama mi cuñado para decirme que tiene dos invitaciones para ver el Levante Huesca y que si las queremos pues él no puede ir. Le pregunto a mi hijo, dice que sí y al fútbol que nos vamos. Curiosamente las invitaciones no son para el palco sino para la grada de Orriols. Gol sur. Detrás de la portería, vamos. Nuestros sitios son tan buenos que no se ve uno de los córner. Como hay hueco, nos cambiamos. Empieza el partido. A los cinco minutos llega un grupo de chavales de doce o trece años, todos de negro. Las leyendas de sus camisetas y sus caras dicen a la legua que son ingleses. Se sientan. Tres minutos después llega otro grupo de chavales. Estos son más mayores. Quince años tendrían. En sus camisetas, no, pero en sus caras llevan a Inglaterra esculpida. Se sientan. En el campo del Levante tienen la costumbre, en el minuto 19:09, de celebrar el año de su fundación (diez años antes que los chotos, como siempre recuerdan) agitando sus bufandas. Esto gusta a los ingleses, que agitan todo lo que tienen cerca. Se van levantando. Se suben al fondo. Gol del Levante. Gritos. Palmas. A falta de diez minutos para el descanso, desaparecen. Todos al bar. Vuelven al final del descanso. Ya no se sientan. Se suben. Empiezan a cantar, a dar golpes en las chapas que cierran el estadio. Empata el Huesca. No pasa nada. Siguen cantando. De ve en cuando cuelan alguna canción de Oasis. Serán del City. Penalti a favor del Levante. Cantan. Gol. El desparrame. Gritos, abrazos, golpes en la chapa. Mi hijo y yo miramos y decimos –pensábamos que estábamos en el peor sitio y estamos en el mejor. A mitad de la segunda parte aparecen por allí tres guardias de seguridad, tres tíos con unos antebrazos como los gemelos de José Mari Bakero y unos cuellos como los de Iñaki Perurena. ¿Quién es el responsable de estos chavales? Se levanta uno, que habla español. Luego otros dos, que no. Por lo visto algunos hooligans adolescentes se están descolgando por la fachada. Los echan. Estoy a punto de interceder (nos quedábamos sin diversión) y cantarles aquello de “Un pingüino en mi ascensor” –soy la madre de un hooligan, frota que te frota. En el partido contra Italia mi niño echó la pota. Pero, pobre angelito. Si son cosas de la edad- pero, entre los antebrazos y los cuellos de los dilectos miembros de la seguridad del estadio, y mi condición de seguidor del Crystal Palace (de las mil canciones que cantaron, ninguna fue “Glad all over”) que no tiene gran simpatía por el City y que piensa que los Oasis están ciertamente sobrevalorados, pues me quedé sentado viendo con tristeza cómo desfilaban los futuros presidiarios. Luego empató el Huesca. Y no ganó de milagro. El campo parecía un velatorio. Y, ¿por culpa de quién? Mucho músculo. Poco cerebro.

Valencia es la ciudad del running. Ya ni flores, ni luz ni amor. Running. Lo ha decidido Juan Roig que para eso tiene la pasta y nos organiza esas carreras tan brutales. Pues nada, running. De vez en cuando sus secuaces me mandan correos para informarme, para motivarme o para lo que les rote que para algo son secuaces de Juan Roig y se lo pueden permitir. Esta semana me han mandado uno en el que me dicen que estoy made to run (realmente ponía que estoy #madetorun. Como de chaval estudié algo de música interpreté que estoy made to run de manera sostenida). Impresionante. Y hay gente que cobra por pensar estas cosas y mandar estos correos. Made to run. Ea. A comprar a Consum.

Tuvo mi hermano en su casa a un chaval de intercambio. El chaval provenía de los Países Bajos. En inglés tenían que entenderse. Mi hermano maneja una variedad dialectal del inglés que sólo se habla en el Secarral y así, cuando se sentaron a desayunar, le ofreció lo que había encima de la mesa y le recomendó que se hiciera unas tostadas de “Bimbo bread”.

Esta semana he recibido otro correo muy interesante. Dicho correo, encabezado por la frase –last call- me fue remitido por el Colegio Oficial de la Comunidad Valenciana (repito, Comunidad Valenciana) y en él me invitaban, pues era de mi interés (según ellos), a “The virtual breakfast”. With two balls. Lo de “vírtual” (lo escribo con tilde deliberadamente) me dejó dubitativo. Y decidí cerciorarme. Les contesté preguntando si en “The virtual breakfast” habría Bimbo bread. No me han respondido. No sé si ir.

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