Macarras

Estaba aquella tarde dando vueltas tratando de aparcar. En una calle atestada de coches en doble fila vi un hueco y empecé a hacer la maniobra. Golpearon entonces mi ventana y vi a una mujer de unos cincuenta años que me gesticulaba muy vehementemente. Bajé la ventanilla y, a gritos, empezó a decirme que aquel sitio era suyo, que ella lo había visto antes sólo que no sabía conducir marcha atrás y había tenido que ir a dar la vuelta, pero que, vamos, que aquel sitio era suyo y ya podía ir saliendo. No dije nada. Abandoné la plaza y me quedé en doble fila dentro del coche. Al poco rato apareció ella y, tras quinientas maniobras, aparcó, salió, cogió su abrigo, su bolso y se fue. Bajé yo entonces, me acerqué a su coche, saqué una llave y, en la puerta del conductor y de una manera que alguno podría calificar como vil, rastrera y mezquina esbocé una composición que pensé en titular “Caos en el averno”. No sé si me siento orgulloso de aquello o no. Lo que no puedo negar es lo a gusto que me quedé.