Yoknapatawpha

Faulkner siempre me dice dos cosas cada vez que me enfrento a él. La primera es que no me dedique a escribir, que mejor me dedique a otra cosa porque para escribir ya están los maestros como él y los demás no hacemos más que el ridículo. Un ridículo voluntarioso y entusiasta, pero ridículo al fin y al cabo.

La segunda cosa que siempre me dice es que para escribir no es necesario tener algo que contar. Volvemos a la vieja retórica del qué y del cómo. Faulkner no dejaba de ser un borracho que se dedicaba a contar historietas de su pueblo. Y eran batallitas que, dejadas en esqueleto, tampoco resultan gran cosa. Pero con esa prosa farragosa, compleja, tan compleja que le hace ser odiado por los traductores, te absorbe de tal manera que uno no lee a Faulkner, simplemente te convierte en un pelele en sus manos.

La atmósfera. No sé si es la atmósfera de sus libros, la intensidad, la complejidad. Lees y no entiendes nada, y vuelves para atrás, y una página son diez minutos y sigues y avanzas, y retrocedes y vuelves a avanzar y estás embarrado o sudando o lleno de polvo o con los ojos como platos o mascando indignación o pesar o desencanto y cierras el libro y estás reventado y lo vuelves a abrir y piensas no puede ser y tú también eres pesimista, tú también has perdido una guerra, tú también eres un perdedor, un derrotado, un Stutpen, un Snopes, un Sartoris, un Compson. Faulkner te arrasa, te deja en nada y cuando lees la última página y cierras el libro piensas que has sobrevivido a otro libro de Faulkner, que has vivido otro libro de Faulkner, que has surcado otro libro de Faulkner y estás molido, fatigado, reventado, deseando respirar y vivir aire limpio, lecturas ligeras, aguas cristalinas,, cantos de jilgueros a sabiendas que Yonapatawpha está ahí, que Yoknapatawpha no te llama, que Yoknapatawpha te espera pues sabe que volverás.