miércoles, 24 de septiembre de 2025

Los complejos

Enrique Jardiel Poncela estuvo contratado por los estudios de la Fox en Hollywood y pasó allí dos temporadas: de septiembre de 1932 a mayo de 1933 y de julio de 1934 a abril de 1935. La Fox, durante un periodo, produjo y rodó, en Hollywood, películas en español, casi todas protagonizadas por Catalina Bárcena, española ella, que no llegó a convertirse en una estrella, aunque sí que fue una celebridad en su época (si alguno la había oído nombrar, que levante la mano).

A su vuelta, Jardiel empezó a escribir artículos sobre sus viajes y prometió un libro donde contaría sus peripecias estadounidenses. No cumplió. Años después de su muerte, su editorial los recopiló junto a otros textos y relatos olvidados en un libro que se tituló “Lo difícil que es pisar el asfalto en Broadway”.

Me lo estoy leyendo. Y, como ya imaginaba, entra en la categoría de libros leídos a destiempo. Ya conté cómo han envejecido los libros de Jardiel en mi gusto. La pregunta, entonces, es inmediata: ¿por qué lo lees? Hombre, es Jardiel Poncela. No es lo mismo ahora que lo que pudo haber sido en otro tiempo, ya lo sé. Pero, aun así, me resulta muy entrañable. Y tiene fogonazos, algunas veces, bastante buenos. Y el monólogo que le escribió a Catalina Bárcena, y que ésta iba interpretando por los distintos teatros a su vuelta de Hollywood (me temo que el invento de los monologuistas no es reciente) tiene momentos muy brillantes.

Hay otros libros que me resultan más difíciles de justificar el haberlos leído. Y aquí entrarían mis complejos culturales. Alguna vez me planté y dije -hasta aquí. Esto es insoportable- a sabiendas de que sería mirado por encima del hombro (“La náusea” de Jean Paul Sartre. “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar. "Salambo", de Gustave Flaubert). Pero otros los terminé sin disfrutarlos nada. Más bien, sufriéndolos. “Moby Dick”, de Herman Melville. “Por el camino de Swan”, de Marcel Proust. “Retrato de una dama” y “Las alas de la paloma”, de Henry James. Y los terminé porque soy un acomplejado. Porque me avergonzaba rendirme. Porque quedan bien en mi currículo lector. Porque dan esplendor, aunque el esplendor se diluye, sospecho, en cuanto doy mi opinión sobre los mismos.

Estos complejos me han llevado a insistir en algunos autores. Por ejemplo, León Tolstoi. Cinco libros me he leído de él: “Ana Karenina”, “Guerra y paz”, “La muerte de Iván Ilich”, “Resurrección” y “La sonata Kreutzer”. ¿Me gustó alguno? Bueno, “Ana Karenina” tiene momentos mejores, especialmente el personaje de Levine, el único defendible. Pero no, no me gustaron, ni cuando escribía sobre sus condes, príncipes y duques ni cuando le dio la vena mística, para disgusto de su mujer (esta crisis espiritual está muy bien contada dentro de “Momentos estelares de la humanidad”, de Stefan Zweig). Se leen bien, pero, bueno, a mí me pareció que Tolstoi no es para tanto. ¿Entonces? ¿Cinco veces tropezaste? Sí. Los complejos. Puedo contar (y hacerme el interesante, como en este texto) que lo he hecho. Y queda bien. ¿Me ha resultado útil? ¿Productivo? Hombre, no perdí el tiempo leyéndolos. Aunque pude haber aprovechado ese tiempo de lectura mejor, desde luego.

Lo que me ocurrió con Tolstoi, me pasa también con Antonio Muñoz Molina. Cuatro libros suyos he leído: “Beltenebros”, “Plenilunio”, “Carlota Fainberg” y “El invierno en Lisboa”. Esa prosa lenta, intensa, rica, torturada, pariente lejana (lejanísima) de (superdiós) William Faulkner o de (semidiós) Joseph Conrad, no me conmueve. Ni siquiera atraviesa la superficie. Alguna frase de vez en cuando. Algún personaje. ¿He tenido suficiente? Pues debería. Pero encima de mi mesita está “El jinete polaco”. Y cuando acabe con Jardiel me temo que le llegará su turno. Porque mis complejos son más fuertes que mi inteligencia.

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