sábado, 6 de abril de 2024

Stendhaliano

El escritor francés Henry-Marie Beyle, que firmaba con el seudónimo de Stendhal, estando de visita en la basílica de la Santa Cruz, en Florencia, comenzó a sentir taquicardias, mareos y sudores mezclados con sentimientos de emoción y de felicidad intensa, y tuvo que abandonar el lugar. Esta reacción ante la belleza, que el propio Stendhal contó en su libro “Roma, Nápoles y Florencia”, fue catalogada, con el paso de los años, como un síndrome siendo bautizado como “el síndrome de Stendhal”.

Existen una serie de adjetivos de uso común que, en mi opinión, debieran limitarse. Son aquellos que hacen referencia a distintos autores (dantesco, berlanguiano, cartesiano, platónico, kafkiano). Entiendo que, para utilizarlos, uno debiera estar autorizado (creo que ahora se dice empoderado). Para ello se tendría que pasar un examen que demuestre tus conocimientos sobre el autor adjetivado y, con el carnet que se te otorgue, ahora sí dar un uso correcto a dichos términos y, sobre todo, ponerlos en boca de quien se lo merece, no de cualquiera.

La estación de Canfranc fue inaugurada en 1928. Se construyó con la intención de tener otro punto de unión por tren entre España y Francia. Situada en el pirineo aragonés, estando en suelo español, la mitad de la estación pertenecía a Francia (si digo que gozaba de extraterritorialidad queda mejor), por lo que hubo que construirla con unas dimensiones considerables pues tenía que alojar todos los requerimientos, tanto funcionales como administrativos, por duplicado. La estación tuvo años de mucha vigencia, especialmente tras la Guerra Civil y durante la Segunda Guerra Mundial. Luego fue cayendo en desuso, cerrándose en 1970. Tras años de abandono, y después de diversos planes, la estación ha sido rehabilitada, siendo explotada como un hotel de lujo, habiéndose acondicionado también tanto la explanada ferroviaria como todos los edificios auxiliares adyacentes.

La estación. La marquesina delantera (siempre se me irán los ojos al hierro) y trasera. La montaña que protege (o que acecha) a la estación, a su espalda, con su cumbre nevada. El cielo blanco, haciendo difícil distinguir qué era cielo y qué era montaña. El sonido del río Aragón. La estación. La estación. La estación.

Mareos, no. Taquicardias, bueno, habíamos subido toda la cuesta andando. Sudores, el aire era frío y, aún así, me quité la bufanda y me abrí el abrigo. Felicidad, plena. Emoción, absoluta.

Y, sobre todo, y aunque no sea un adjetivo y esté pendiente de crearse el comité que legitime el uso de ciertas palabras, me considero con el derecho de apropiarme a mi conveniencia del nombre de Stendhal. Al fin y al cabo me leí las peripecias de Julien Sorel en “Rojo y negro” (incluido en mi lista titulada “libros que pasaron por mi vida sin pena ni gloria pero que me permiten chulear e ir de listo”) y las vicisitudes de Fabrizio del Dongo en “La cartuja de Parma” (un tostonazo salvo en su primera parte, donde se cuenta la batalla de Waterloo de manera, en mi opinión, fabulosa). Así, aunque sea de manera oficiosa, tengo el carnet que me autoriza (me empodera) a decir con propiedad que delante de la estación de Canfranc (qué maravilla) no sufrí un síndrome cualquiera, no. Lo que sentí en aquel sitio en aquel instante puede ser catalogado como “síndrome de Stendhal”. Y creo que es lo mínimo que ese lugar se merece.

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