Lo que se ve en la foto es mi altarcillo. Lo tengo sobre un armario, en una de las habitaciones de la casa familiar de la capital del Secarral. Cada vez que voy me paso a saludarlo. Me gusta mucho mirarlo. No es autocomplacencia. Cada trofeo, cada cinta, cada medalla, es una batalla. Una historia. Una emoción. Una victoria. Pletórica. Agridulce. Todo lo que se ve son recuerdos de carreras. Podios. Maratones. Behobias. Carreras singulares. No está completo. Tengo alguna copa más (señales de mis años universitarios) en el piso de mis padres en Valencia. Y también hay algún que otro hueco. Victorias sin premio. Que me deben. Porque tal vez me haya dejado la vanidad. Pero un podio es un podio. Y cuando me lo quitan…no olvido. Ni perdono.
Este año está siendo generoso en buenas sensaciones compitiendo y en podios frustrados. Ya conté mi carrera en la media maratón de Almansa. Y el podio al que no subí. Culpa mía. Aunque la rabia es la misma. Y el trofeo sigue sin llegar. Ni me pongo nervioso ni tengo derecho a protestar (el que llegue depende de una cadena de favores, así que, no pregunto). Aunque eso no quiere decir que no lo espere con ilusión. Y que tenga el hueco ya preparado en el altarcillo.
El pasado día once celebramos la novena edición de la mejor carrera del mundo. Sigue siendo un palizón. Sigue siendo una fiesta. Y seguimos llenando un folio de cosas por mejorar. Una de ellas es el cronometraje. Tardamos casi dos horas en poder empezar a dar los premios. No se aclaraban los responsables (y cobran por ello). Empezamos. Hubo cierta polémica. Se solucionó. En mi categoría el tercero no subió al podio. Pensé que no se había querido esperar. No fue por eso. Al día siguiente publicaron las clasificaciones definitivas y vi que el tercero era yo. Se equivocaron y llamaron a otro. Me habían quitado mi podio. Mi momento. Y además, en casa. Me sentía feliz porque había corrido bien (a pesar de que lo hicimos con treinta y cinco grados), tardando casi un minuto menos que el año anterior. Pero la felicidad mutó al instante en rabia. En orgullo herido. En hueco en el altarcillo. Un hueco abisal.
El lunes siguiente tocaba Fuentelespino. Décima edición. He hecho las diez (nota: tengo que hacer la lista de las carreras que he completado al menos diez veces). Calor. Tres vueltas. Volví a correr bien. Cuarenta y tres segundos menos que el año anterior y sintiendo que dominaba el carrusel de subidas y bajadas que es esta carrera. Cruzo la meta. Miro la clasificación. Undécimo en la general, segundo de la categoría. Mira qué bien. Me quedo a la entrega de premios. Un montón de podios. De chavales de todas las edades. Masculino y femenino. Locales. Y, cuando llegan a mi categoría, sólo llaman al primero. Sólo hay trofeo para el primero. Otro podio al que no subo. Otro hueco.
Y ahora contaré eso de que yo corro por correr, porque me gusta, porque disfruto en las carreras. Y estoy feliz cuando me salen bien y menos feliz cuando no disfruto. No suelo mirar cuál es mi categoría antes. No miro la lista de los inscritos. No sé quiénes son mis posibles rivales. Hago mi carrera y, cuando termino, miro la clasificación. Calculo en qué porcentaje estoy. Y si hay podio, pues muy bien. Como he dicho antes, no me mueve la vanidad salvo cuando toca subir a un podio. Porque ahí sí que disfruto con mi pedazo de gloria. Ahí me siento como un chiquillo. Sonriente. Feliz. Y cuando me lo quitan, cuando pasa por delante, cuando me lo escamotean…rabia. Mucha rabia. Mucha.
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