martes, 13 de diciembre de 2022

Sobre la basura melódica y sus distintos efectos

En “El balcón en invierno”, Luis Landero escribe lo siguiente: “…toda aquella basura melódica que nos envenenaba y anestesiaba el alma (…) Aquellos cantantes fueron nuestros jefes sentimentales. ¡Dios mío! ¿Cómo fue posible? ¿Cómo nos dejamos engañar una vez más por esa vieja farsa, cómo caímos tan inocentemente en la trampa más antigua y famosa del mundo?

¿Nos ha hecho daño la poesía? ¿Hay que maldecir lo que las canciones nos despertaron? ¿Nos dejamos engañar? ¿Ha sido todo una farsa? No creo que haya sólo una respuesta. Yo tengo la mía. La compartiré. No se trata de hacer bandos, de buscar prosélitos. Se trata de decir a don Luis (le tengo mucho respeto) que tal vez, y desde mi propia vivencia, no tenga siempre razón.

No sé por qué, pero la cita de Landero me ha llevado a mi adolescencia más que a mi juventud (que es a cuando se refería él). Será porque sentimos que tenemos una deuda especial con todo aquello que marcó nuestra adolescencia. O porque siento. Uno no pierde la sensibilidad con el tiempo. Nunca se deja de aprender. De disfrutar. De sentir. Sin embargo, todo lo que llegó en ese tiempo sentimos que no sólo dejó una huella imborrable. Le damos derecho de forja de carácter. De hecho, la frase es “marcó nuestra adolescencia”. Sentimos que éramos un folio en blanco y, lo que fue escrito entonces, quedó para siempre. Y ya nosotros no fuimos distintos porque esas líneas y no otras fueron escritas en aquel momento.

Tengo un libro que me leí a los quince años y que nunca me ha abandonado. Su título es “Edad prohibida” y fue escrito por Torcuato Luca de Tena. No voy a discutir si es bueno o malo, ni cómo ha envejecido. Sobre este libro no discuto. Llegó a mi vida y se quedó. Y yo ya no fui el mismo. ¿Marcó mi carácter? ¿Soy quién soy por aquel libro? No. Yo era terreno abonado. Algo había en mí que iba a germinar. Fue con este libro. Pero lo que yo era, lo que estaba dentro de mí, estaba. Agazapado. Esperando su momento. Y lo encontró entonces. Y sentí aquel libro como un despertar.

Al igual que de aquel libro, no reniego de las canciones de amor que me traspasaron. No reniego de las historias que leí y me conmovieron. No reniego de la poesía que me desarboló. Nunca me sentí como la protagonista de “La rosa púrpura del Cairo”. Nunca negué la realidad y me refugié en la belleza de los ideales, del mundo imaginado, de la farsa. Esas canciones, esa poesía, esas historias no me hicieron un desgraciado. En todas esas letras encontré yo el camino de salida de todas las voces que tenía dentro. Esas palabras decían lo que yo quería decir y no sabía cómo. Todas esas líneas me enseñaron quién era yo y también me enseñaron el lenguaje para expresarlo. No fueron frustración todas aquellas emociones que nacieron. No fueron una mentira. Mi vida no fue más triste por lo que leí y escuché y no viví. Nunca me sentí frustrado por ello. Todo lo contrario. Me enseñaron el camino. Me ayudaron a encontrarme, a descubrirme, a conocerme. No me siento estafado por aquellas melodías, por aquellas letras. Nunca me creí engañado. No pienso que cayese en una trampa.

Aquella basura melódica me anestesió, con efectos que aún duran, y me envenenó. Podría ser que usted tuviera razón y caí en una trampa en la cual no soy consciente de estar y vivo engañado desde entonces. O a lo mejor usted no la tiene y aquella basura melódica, toda aquella poesía ponzoñosa que nos encontramos fue sólo una rendija, una ventana, una brizna de luz. Y por allí se coló aquel veneno. Y por allí salimos nosotros.

No hay comentarios: