lunes, 10 de mayo de 2021

Niño Jesús

El uno de noviembre de mil novecientos ochenta estábamos mi hermano y yo de acampada con los Scouts en la sierra de Madrid. Era después de comer y jugábamos a que había que pasar de un lado a otro y los de en medio tenían que impedirlo, añadiendo a su equipo a todos aquellos a los que hacían tocar con la espalda en el suelo. Fueron a por mí y, al caer, note un crujido por mi muñeca derecha. La mano se me hinchó enseguida. Corriendo me llevaron a las urgencias del hospital del Niño Jesús. No pudieron reducir la fractura. El radio tenía una rotura limpia, pero el cúbito estaba astillado. Tenían que operarme. Decidieron ingresarme. Era sábado por la tarde. Yo tenía catorce años. Teniendo en cuenta que no me iban a operar hasta el lunes por la mañana, y viendo mi cara, mezcla de miedo y de pena, se compadecieron y me dejaron dormir en casa aquella noche. Mis padres, con mis hermanas, estaban en el Secarral. Pudieron localizarlos en un bar en la aldea. Volvieron corriendo. Apenas dormí aquella noche, con el antebrazo en vertical atado a la pata de una mesa. El día pasó lento y muy deprisa. Era el chaval más desdichado del mundo. Vale que era el protagonista, que la familia llamó para interesarse. Pero esa noche me iban a ingresar en un hospital. Me iban a operar al día siguiente. Tenía miedo. Era demasiado niño como para enfrentarme con aquello. Llegó la hora. Mis padres me acompañaron hasta el vestíbulo del Niño Jesús. Admisión. Crucé una puerta. Mis padres se quedaron fuera. Me dijeron cuál era mi cama. Dejé mis cosas. Me acerqué a una sala. Entré. Allí estaba Toñi, feliz porque su novio, que estaba en la mili, había ido a visitarla. Me enseñó su foto. Muy guapo, de uniforme y con la boina puesta. Allí estaba Juan Carlos, que se movía como una anguila apoyado siempre en sus muletas. Estaba Antonio, culé por todos sus poros, quien pocos días después se llevó un disgusto enorme al ver cómo el Colonia de Schuster le daba un repaso importante al Barcelona eliminándolo de la UEFA. Estaba Teresa, salmantina ella, con sus gafillas, con su sonrisa. Estaba un grupo de chavales que había pasado buena parte de su infancia dentro de un hospital, saliendo a veces pero siempre volviendo. Y allí estaba yo, con mi brazo en cabestrillo, avergonzado, sintiéndome culpable por mi miedo, por mi tristeza. No tenía derecho. Me operaron aquel lunes (el tiempo los ha ido borrando, pero tengo veinte puntos de sutura en cicatrices repartidos por mi antebrazo). Estuve ingresado hasta el jueves (tiempo suficiente para leerme “Diez negritos” de Agatha Christie). Me dieron el alta. Me fui llorando. Más avergonzado. Más culpable. Yo me iba. Ellos se quedaban. Los jueves por la tarde no tenía clase. Muchos jueves me fui a verlos. Me sentía obligado. No sólo eso. Con ellos había sido feliz. De verdad. Con ellos había pasado cuatro días imborrables. Pero ya no era lo mismo. El horario de visita terminaba. Yo me iba. Ellos se quedaban. Le di mi dirección a Teresa, por si quería escribirme. Llegó el verano. Nos vinimos a vivir a Valencia. Tantas veces como volvimos a Madrid miré en el buzón con la esperanza de que hubiese carta de Teresa, esperanza que me acompañó hasta que el piso de Madrid dejó de ser el piso de Madrid, y de ello no hace tanto. Ya no volví al Niño Jesús. Ya nunca volví a verlos. No hubo carta. Nunca les he olvidado.

2 comentarios:

kyezitri dijo...

Qué casualidad, impenitente. En 1995, con doce años, yo también me rompí un hueso en un campamento jugando a ese mismo "juego" de la muralla humana. En mi caso, la clavícula, y no querría acordarme del traumatólogo que me la colocó entre gran dolor en el hospital de Logroño. También aproveché para leer durante el obligado reposo con un armatoste medieval entre los hombros...

El Impenitente dijo...

Tuvimos a los traumatólogos entretenidos gracias a aquellos juegos. Y los curtimos. Sería novato el que te tocó y seguro que, dos años después, ya sería una eminencia. A mí recuerdo que me operó el doctor Tamames, que tenía prestigio por sí mismo y por ser pariente de Ramón Tamames, que fue un personaje relevante durante la Transición. Mi hermano también tuvo clavícula. Y parecía Herman Monster. Puedo imaginarte con tu armatoste.