sábado, 3 de octubre de 2020

Drácula

Me sentí dolido cuando me miró con cara de –paleto- al responder -no- a la pregunta de si me había leído “Drácula” de Bram Stoker. A ver, no me gusta pasarlo mal. Lo que tenga que ver con el terror o los sustitos o la angustia no me apetece. Además, ya me había leído “Frankenstein” y había tenido bastante. Este último argumento es un rato estúpido, porque a ver qué tiene que ver Frankenstein con Drácula pero, en mi mente, van de la mano. No sé por qué. Siempre salen en la misma frase. Todo esto lo pensé. No argumenté el porqué no. Pero, seducido por la vehemencia con la que me habló de esta novela, y dolido en mi amor propio por su mirada, decidí darle al libro una oportunidad y lo rescaté de la estantería de la biblioteca.

Ya lo he terminado. Para evitar pasar malos ratos y ahorrarme sustos o similares, lo primero que hice fue buscar un resumen y leérmelo. Una vez preparado, me leí el libro. Casi del tirón. Se lee muy bien. La estructura me gustó, construida a base de fragmentos de diarios o de cartas, escritos cada vez por uno de los personajes. Y es interesante la novela, singular, ágil. ¿Brillante? No. Para mí la novela tiene un pero que me impide ponerle una nota más alta (y no es sólo, mis queridos mal pensados, para no darle la razón al que reparte miradas altivas).

El pero es que todos los personajes protagonistas (menos el conde (un fenómeno) y el loco Renfield (un cansino)) son unos capullos de tomo y lomo, una panda de pijos británicos (y un estadounidense, que es al que le toca palmar al final. No iba a morir un inglés, no) del siglo XIX (sólo hay tres que trabajan, pero, aunque no se dice, debieron pedir una excedencia en lo que dura el libro, porque vamos, ni un palo al agua) más cursis que yo qué sé, no tan histriónicos como los personajes de Frankenstein (tengo que compararlos, ya que siempre están juntos) pero siempre con los sentimientos a flor de piel, con unas exaltaciones de la amistad (cuando no se han tomado siquiera un té juntos, muchísimo menos tocado de anís que diese algo de credibilidad), una admiración y un reconocimiento de los unos por los otros permanentemente expresados (refuerzo positivo elevado a la k-ésima potencia) que suena ridículo (¡coño! ¡Que os acabáis de conocer!), con un Van Helsing (un abuelete que ha sido interpretado en el cine por Hugh Jackman. Olé ahí) que tiene una leche con la mano vuelta de romperte los nudillos. Así, al principio del libro, con Jonathan Harker pasando calamidades en el castillo del conde Drácula, pues sufres y simpatizas con él. Además, está mi proverbial bonhomía, que hace que vaya siempre con los buenos. Pero conforme iba avanzando con el libro, leyendo los diálogos y los pensamientos de estos gilipollas, me he hecho tan fanático de Drácula (dudo mucho que éste fuese el objetivo del autor, de ahí su aprobado ramplón) como de Fernando Torres (espectacular su documental). Y he seguido la segunda mitad del libro como se sigue una prórroga. Y como el final también es muy colchonero (¡huy! ¡Casi!), que viva el conde Drácula (y sus vampiresas) y que vivan los malos cuando son menos insoportables que los buenos.

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