miércoles, 9 de septiembre de 2020

Porque en agosto, por las noches, refresca

Bueno, eso de que refresca vamos a dejarlo. Porque no sé cuántas olas de calor hemos tenido (o, realmente, una sola). Y nuestra habitación da a levante y la pared de la misma absorbe el calor que para qué. Y si a eso añadimos las riñas de gatos nocturnas, los cien mil pájaros que vienen a canturrear al alba a la higuera que tenemos junto a la ventana, el cachorro de perro de la casa vecina que está descubriendo al mundo y a sí mismo y lo hace ladrando, y un gallo cercano de garganta prodigiosa y un ansia descomunal por demostrarlo a cualquier hora, cada mañana me levantaba recitando aquello de “feliz aquel que huye del mundanal ruido” y pensando que empiezo a no estar preparado para tanta belleza de la vida bucólica.

La vida con mascarillas tiene alguna cosa buena, especialmente para los que tendemos hacia la asociabilidad (o, por decirlo de otra manera, para los que cada vez aguantamos menos a la gente o, mejor dicho, cada vez aguantamos a menos gente) y aún tenemos ciertos complejos que nos impiden decir no o vete a hacer puñetas. Así, pensando en el bien común, y de manera absolutamente generosa, mi vida pública (por decirlo de alguna manera) durante estas vacaciones ha sido escasa. He comprobado, tanto en la Aldea como en la Capital, que el concepto Unidad Familiar es de una elasticidad asombrosa (es gracioso reencontrarte con hermanos y sobrinos con la mascarilla puesta y ver qué poco dura) y lo difícil que es luchar contra lo que es natural. Y, dentro de esa naturalidad, los que somos prudentes y sólo tenemos cien posibilidades de contagio por hora criticamos a los que tienen ciento una por su inconsciencia y a los que tienen noventa y nueve por su obsesión enfermiza.

Y la asociabilidad se ha convertido en lectura. Cinco libros han caído estas vacaciones. Me terminé “Manual para mujeres de limpieza” de Lucia Berlin, que había dejado a medias el verano anterior (y que confirmó mi idea de que Lucia Berlin no es para tanto. Si alguien tiene interés, con leerse su biografía ya tiene todos los relatos leídos). Seguí con “Tres maneras de inducir un coma” de Alba Carballal, de quien se dice que es la nueva Eduardo Mendoza. Y yo soy el nuevo Carl Lewis. Más tarde me leí “Los asquerosos”, de Santiago Lorenzo, y ni sí ni no sino todo lo contrario. Luego llegó “2666” de Roberto Bolaño y aquí me tengo que detener porque llegamos a un hito. No voy a hacer una reseña. Sólo puedo decir que me leía las páginas de diez en diez, de quince en quince, de cincuenta en cincuenta. No podía parar. He pasado de mirar a Bolaño con retintín (salvo las cien primeras páginas de “Los detectives salvajes” no entendía tanto furor por él) a convertirme en devoto. No tengo calificativos suficientes para ensalzar este libro. Como tampoco los tengo para “El gigante enterrado” de Kazuo Ishiguro, escritor al que no conocía (y es premio Nobel) pero que ya no se me escapa. Una novela esta última que comienza de una manera lenta, tediosa, casi anodina y que va creciendo conforme el novelista va retirando con una habilidad enorme “la niebla” (esto último lo entenderán los que la hayan leído) de nuestros ojos hasta, al menos en mi caso, desbordar en muchos momentos mi capacidad de emocionarme. He leído en varios sitios que esta es una novela que nunca se termina (aunque el final es…) porque siempre te acompaña y creo que va a ser cierto. Hablaba el otro día con Kyezitri (culpable de la lectura de uno de estos dos últimos libros al cien por cien y del otro al cincuenta) de los escritores que te empujan a no escribir y Bolaño e Ishiguro son dos de ellos. Porque esa capacidad de narrar, ese sentido del ritmo, esas historias, esos personajes, esa estructura, ese uso del lenguaje…eso es talento. 2020 será el año de muchas cosas, casi todas malas. Pero, para mí, al menos por ahora, será el año de “Vida y destino”, “2666” y “El gigante enterrado”. Y compensa.

No ha sido un verano muy musical. Una conversación con mi hermana pequeña (que musicalmente es casi tan lista como yo) con un par de cervezas haciéndonos confesiones inconfesables y deslizando nombres como Justin Bieber, Gloria Estefan, Sugababes, Beyonce, Olivia Newton-John, Dua Lipa, Ariana Grande o Kylie Minogue. Alguna noche que bajé al bar de la piscina y vi que siempre tenían la misma música (iba a decir que siempre tenían la misma cinta puesta), con canciones españolas ochenteras y charlamos sobre Gabinete Caligari y sus mejores momentos (“La sangre de tu tristeza”, “Camino Soria”, “Tócala, Uli”, “Que Dios reparta suerte”, “Sólo se vive una vez”, “El calor del amor en un bar”) y poco más. No hemos llegado a poner música este año. Nos quedamos con las ganas Javier y yo de hacer una sesión de Britpop que teníamos preparada y que hubiera tenido el éxito de crítica y público habitual. Aún así, quiero reseñar que, a pesar de haber escuchado poco, se han presentado tres canciones en mi vida con la intención de quedarse (y yo encantado): “Estar triste también es bonito” de Antifan (con una letra fabulosa), “The sands of Mexico” de los Chieftains (que recuerda a Buena Vista Social Club y tiene una historia detrás muy interesante) y “My future” de Billie Eilish (mi hija tenía razón).

No hubo este verano mejor carrera del mundo, aunque el día trece de agosto salimos unos cuantos a hacer el recorrido porque una cosa es que no hubiese carrera y otra muy distinta que no haya habido carrera. Eché de menos Fuentelespino, Garcimuñoz, Alconchel, Tresjuncos, Montalbanejo. Pero rodar por el Secarral sigue siendo algo inenarrable y muy pocos días perdoné el dar una vuelta. He salido solo y también bien acompañado (a veces es muy fácil ser social). Con Luis Enrique, con Nacho, con mi hijo, con Javi, con Javier y sus rodajes galantes (le encanta hacerse el encontradizo). Y luego han estado las salidas con Fernando, que más que salidas eran rutas, buscando sitios, tratando de ver corzos, disfrutando y siempre a buen ritmo (yo. Fernando iba tocando la guitarra). Algún día se nos fue de las manos y llegamos hasta diecinueve kilómetros, hartos de subir y bajar y volviendo desatados que nos quedábamos sin luz. Quizá fueron estos los únicos metros de verdadera calidad que haya hecho en meses. Sin carreras a la vista (la semana pasada suspendieron la Behobia. Este lunes, el maratón de Valencia) pocas ganas de hacer series y cambios de ritmo tengo. Pero de correr no se me van las ganas. Sigue siendo un placer en sí mismo. Y en el Secarral, EL PLACER. Con mayúsculas.

Nuestra excursión anual de título “quién te ha visto, quién te ve” nos llevó este año al Molino Blanco, en Carrascosa. Y así como otros años estas visitas tenían un poso amargo este año fue todo lo contrario. Lo han arreglado, han echado gallinas (y un borrico), han puesto un merendero y, los fines de semana, puedes almorzar allí como un campeón. Además han hecho un canódromo que están empezando a explotar. Nos acercamos un domingo con las bicicletas a ver las carreras de galgos y disfrutamos del ambiente y confraternizamos con los Montoya, los Carmona, los Heredia y con la Benemérita, que merodeaba por allí. No apostamos. Eso nos faltó. Tampoco hizo falta.

Y poco más. Le cerveza sigue estando igual de buena y he vuelto a prometerme a mí mismo que no beberé nada con gas en meses. Me ha llamado la atención lo disciplinada que es la gente con el uso de las mascarillas. Incluso los moteros. Los veías en sus motos circulando por la Aldea con la mascarilla puesta. El casco no lo llevaban. La mascarilla, sí. Cada uno es libre de elegir de lo que no quiere morir. Contar las veces que pasa Juan en patinete o en moto por delante de casa sigue siendo entretenido. Las vistas de Toledo desde la zona de los cigarrales siguen siendo un espectáculo grandioso, similar a corretear por sus calles al amanecer. Vamos a comenzar a apadrinar casetas de campo. Hugo tendrá que aprender a vivir sin “canguitos” aunque ya sabe dónde está Albacete. Los sustos que costará superar. La ausencia que no se superará nunca. Ahora nos vamos pero no estaremos mejor. Qué bien se está donde se está bien.

2 comentarios:

J.P. dijo...

Volveremos.
Los veranos allí se hacen largos, a veces rutinarios, pero no podemos vivir sin nuestro secarral.

El Impenitente dijo...

Volveremos y espero que sea pronto. Qué Navidades más raras. Las primeras de mi vida que no he estado por allí. Y no es que no podamos vivir sin nuestro secarral. Da igual con quién hable y sobre qué tema. Antes de cinco minutos lo habré citado.