lunes, 31 de agosto de 2020

Porque en agosto, por las noches, refresca: los esforzados de la ruta

Planeamos irnos hasta Manjavacas con las bicicletas. Que no hubiese Traída este año no significaba que no fuésemos a hacer una visita. Somos unos sentimentales. Normalmente para la Traída formamos dos grupos. Unos salimos desde la Aldea con la primera luz, vamos en bicicleta hasta Mota pasando por Monreal. En Mota dejamos las bicicletas y nos vamos corriendo hasta la ermita de Nuestra Señora de Manjavacas. Y allí nos unimos a los moteños que acompañan (que se traen) en procesión (corriendo) a la imagen de la Virgen desde la ermita hasta el pueblo. Un segundo grupo sale en bicicleta desde la Capital y, pasando por Santa María, va directo hasta la ermita. Acompañan también a la procesión (detrás y en bicicleta). En Mota ya nos juntamos y hacemos la vuelta juntos, en bicicleta, pasando esta vez por Monreal.

A las ocho y media habíamos quedado Fer y yo en la Capital. Los únicos sentimentales. El Moro estaba que sí, que no, que no tengo bicicleta, que a ver si la tengo. A las nueve menos veinte salimos. Cero nubes en el cielo. Temperatura que ya avisaba que los veintititantos grados no los íbamos a ver.

A las nueve y cinco llama el Moro. Tengo la bicicleta. Volvemos a por él. Nos encontramos. Y ya partimos, definitivamente, El Trío Sentimental. Primera etapa: Santa María.

Lo primero que he de decir (en el cuarto párrafo) es que los tres que íbamos somos del mismo pelaje. Ni relojes inteligentes, ni GPS, ni nada parecido. No sabemos nunca ni cuántos kilómetros hacemos, ni el desnivel que acumulamos, ni los promedios. Y nada ni nadie nos va marcando el camino. Nos basamos siempre en nuestra intuición, en nuestra experiencia y, sobre todo, en la posición del sol. Y sol había. Todo. Nada que temer.

Para ir a Santa María cogimos un camino del que, constantemente, salían ramales. Como el Moro se sentía muy seguro, pues nada, le seguíamos sin ceder a las tentaciones en forma de cruces. Nos gusta ir a Santa María pasando por Sahona para poder decir aquello de –qué pena. Con lo que esto fue- y la idea era pasar por allí. El caso es que llegamos a Santa María y ni rastro de Sahona. No sé por dónde fuimos. No era por donde otras veces pero, como habíamos llegado, no protestamos. Allí nos hicimos una foto junto al letrero de la calle Posturas, otra junto al letrero de la calle del capitán Palomo, bebimos agua y para Manjavacas.

No sé cuántos kilómetros habrá entre Santa María y Manjavacas. Pongamos quince. Hicimos veinte. No exagero. Fer empezó guiando. Desertó. El zig-zag cobró una nueva dimensión. Desandamos no sé cuántas veces. Algún Ser Superior se apiadó de nostros y nos puso una higuera a mitad de camino. Nos atiborramos de higos. Cada caseta blanca que aparecía en la lontananza se convertía en el objetivo. Trescientas veinticinco casetas blancas después, acertamos. Viva la Virgen de Manjavacas. Allí dimos una vuelta, descansamos, nos hicimos una foto junto a una imagen en cerámica que homenajea a la Traída (todos los Anderos (y Anderas) tienen la misma cara), llenamos los bidones en una fuente (agua salobre. Imbebible) y vuelta para Santa María.

Los quince kilómetros de la vuelta los hicimos en catorce novecientos. Espectacular. Cogimos un camino y nos llevó del tirón. Estábamos pletóricos. Nos autoimpusimos con orgullo, honor y merecimiento la medalla de los (no tan) Jóvenes Exploradores. Tiramos el agua salobre, rellenamos y a por la última etapa.

No había nada que temer en la última etapa. Desde Santa María se ve la Capital. El castillo, en todo lo alto, nos servía de guía. Sólo había que volver por donde habíamos ido. Y eso hicimos. O no. Yo todo el rato iba viendo la iglesia de El Pedernoso enfrente y el castillo a la iquierda. –Estoy empezando a ponerme nervioso. –Tranquilo, enseguida sale un camino hacia la izquierda y lo cogemos. –Oye… -Tranquilo. –Es que… -Tranquilo. –El caso es… -Tranquilo. Y ya cuando pasamos junto al cartel que nos anunciaba que acabábamos de entrar en El Pedernoso advertí que el próximo que dijese tranquilo sería servido en caldereta. Sin cruzar la carretera, por fin, cogimos una pista y nos encaminamos teniendo el castillo enfrente.

Todo el paisaje de los lugares que he mencionado es muy manchego. Hay muy pocos árboles (la de la higuera fue la única sombra que tuvimos) pero el colorido es precioso. El verde de las viñas, el rojo de la tierra, el amarillo de los sembrados recién segados. Es un paisaje que no cansa. Salvo el de El Pedernoso. Esto es de una aridez insufrible, con una tierra de un color grisáceo blanquecino cercana al horror. El paseo por aquella pista, con un sol que ya no sabía cómo torturarnos más, con unos montones de estiércol que no nos dejaban respirar y con unos cuantos buitres volando sobre nosotros no podía ser más deprimente. Pero sí podía. La pista se convirtió en camino. El camino, en senda. Y, la senda…se acabó. Estábamos en mitad de la nada. Cargando con las bicicletas fuimos cruzando barbechos hasta que, por fin, llegamos al camino que pasa por detrás de la antigua caseta del Butano, un camino conocido. Nos faltaban seis kilómetros pero ya estábamos en casa.

El último tramo, antes de entrar al pueblo, es de subida. En mitad de la misma, el Moro se paró.

-No puedo más.

-Pero hombre…

-¡QUE NO PUEDO MÁS!

Silencio.

Cinco minutos después.

-Vamos.

Entramos. Era la una y cinco. Llevábamos más de cuatro horas al sol. No paramos para despedirnos. Ni una cerveza. Nada. El Trío Sentimental. Nunca más.

2 comentarios:

kyezitri dijo...

Genial crónica, as usual, pero todo se ha venido abajo cuando has dicho que entre Pedernoso y Belmonte hay una cuesta.

El Impenitente dijo...

Subida, no cuesta. Pero insoportable. Tengo abandonadas mis rutas corredoras belmonteñas, y las echo de menos, pero esa subida no. Odiaba volver a casa por allí. Y mira que, en tu pueblo, siempre hay una última subida antes de llegar. La vuelta por el camino del Colmenar es eterna. Y la vuelta por el camino casi paralelo que viene de La Poveda no se acaba nunca. Y cada vez que entro por el depósito digo que nunca más. Pero no son tan pestosas, tan áridas, tan descorazonadoras.