domingo, 1 de diciembre de 2024

Diecisiete

Decidí darme una última oportunidad. Muy inteligente no parecía después de haberme lesionado preparando o corriendo los maratones de 2016, 2018, 2019, 2021 y 2023, pero pensé que mi cuerpo tenía un resquicio y podía intentar colarme por él.

Aprovechar el resquicio pasaba por no prepararlo. O, mejor dicho, no hacerlo con el plan habitual, con sus series cortas y largas y con largos a ritmo o en progresión. Preparé un plan mucho más simple: diez semanas de ochenta kilómetros. Ni una serie. Sólo rodajes a ritmos tranquilos. Algún día de ritmo objetivo de carrera, sin tener ni idea de cuál iba a ser. Un semilargo entre semana de hora y media y, los sábados, largo, desde dos horas hasta dos horas y cuarenta minutos. El objetivo sólo era uno: cruzar la meta del maratón. No importaba el cronómetro. Era una cuestión personal, desde luego. Mucho había ahí de orgullo, de esto no puede quedar así. Aunque también sabía que, si fracasaba, ya no me quedaba alternativa. Pero había que intentarlo.

Dos fases podemos decir que ha tenido este plan. En la primera, los días pasaban. Hice muchos rodajes en soledad. Variaba el recorrido pero, si lo pienso, dejaron poco hueco en mi memoria. Si acaso las dos medias maratones que corrí como parte del largo: L’Alcudia y Valencia. Las dos me dejaron buenas sensaciones: hice cinco o seis kilómetros antes y corrí la carrera a un ritmo tranquilo sin mirar el reloj en ningún momento, terminando con bastante fuerza y sujetando al cuerpo. Ni una molestia. Ni un dolor.

El veintinueve de octubre pasó en la provincia de Valencia lo que pasó. Y a partir de esa fecha tendríamos que añadir otro condicionante: el sentimiento de culpa. Cuando ves todo lo que ves y en tu ciudad no ha pasado nada, cuando tu puesto de trabajo no se ha visto afectado y sólo paramos, en total, cinco días por problemas con los accesos y alertas varias, sientes hasta vergüenza. Este sentimiento de culpa no voy a negar que tiene cierta dosis de cinismo. Compré algo mi conciencia ayudando a mi hermana en Catarroja dos días y acompañando a mi hijo y a sus amigos a Aldaia varios días, pero no mucho. Al final, yo volvía a mi casa, sin barro por las calles, con luz y agua caliente, con historias que contar, con el corazón sobrecogido, avergonzándome por ser un privilegiado pero sin hacer nada por cambiarlo.

Y estaba el maratón. ¿Se iba a celebrar? Buena pregunta. Pero dejar de entrenar… Que yo corriera o dejara de correr no iba a cambiar la situación de nadie, pero pensar en correr en estas circunstancias… Negocié con mi conciencia, fácilmente corrompible, y me permitió correr a horas intempestivas de manera clandestina por los circuitos más solitarios que conocía. Y eso hice. Me cruzaba con muy poca gente. Nadie me miraba mal. Nadie me reprochaba nada. Y yo, sintiéndome culpable, sumando kilómetros. Sin molestias. Sin dolor. Y volviendo, un año más, a la Behobia San Sebastian, que corrí igual que L’Alcudia y Valencia, en tiempos y en sensaciones, aunque con más sidra en el cuerpo.

Anunciaron que el maratón se celebraba. La parte emocional, como era de prever, siempre se puede revertir (será un abrazo a esta ciudad herida y una promesa de recuperación, un momento en el que el deporte se convierte en esperanza y en ayuda para quienes más lo necesitan). En cuando pudieron solventar lo relacionado con la seguridad y la sanidad, que me temo era el mayor obstáculo, dijeron adelante. Ni me alegré ni me dejé de alegrar. Vale que había trabajado mucho para estar en la salida, pero, conforme se acercaba la fecha, los nervios y el miedo empezaron a aparecer.

Porque hay cosas que no cambian. Da igual las que lleves. Da igual el objetivo. El miedo a lesionarme. El miedo a volver a retirarme. El miedo a sufrir. El miedo a fallar. Te atenaza el estómago. Te despierta por la noche.

Pero el miedo no es excusa. El entrenamiento estaba hecho, cumplido a rajatabla. Sin molestias. Sin dolor. Me había ganado el derecho a estar en la salida. Y allí iba a estar. Con miedo. Y con ilusión.

Mi grupo tenía como hora de salida las 8:45. A las 8:43, per a ofrenar noves glòries a Espanya. A las 8:45, disparo y Nino Bravo: “Mi tierra”. ¿Es posible más adrenalina, más emoción? No. Con un nudo en la garganta, a correr.

Tenía en la cabeza que la carrera se parecería a las medias y a la Behobia que corrí. Iría a ritmo, sin reloj, y, al final, terminaría poderoso. Pero en el diez no tenía buenas piernas. Ni en el quince. Había otra cosa: el calor. Y la humedad. Los termómetros marcaban veinte grados. No parecía excesivo. Pero tengo comprobado que, si al llegar a los avituallamientos te apetece más echarte el agua por la cabeza que bebértela, es que la cosa no pinta bien. Y desde el quince ha sido así.

Al pasar la media me he sentido mejor. Y he creído que todas las dudas previas eran más producto de la sugestión (cuando te has lesionado tantas veces, te fijas en cada pisada) que reales. Hasta el veinticinco he ido muy bien. Hasta el treinta, bien. Hasta el treinta y cinco casi bien. Y a partir de ahí…

Pues jodido. No me he hundido. He bajado el ritmo, pero tampoco tanto. No miraba los hitos kilométricos. Sólo pensaba: hay que llegar a Archiduque Carlos, a la avenida del Cid, a plaza España, a la plaza de San Agustín. Y entrar en la calle Colón. Porque de ahí a meta, es una fiesta.

Realmente esta carrera es una fiesta en muchos sitios. Qué barbaridad de gente animando. Y los últimos tres kilómetros son para disfrutarlos…

Si puedes. Porque no pasaban nunca. Iba sufriendo. La cabeza, por el calor, se me iba. Buscaba la sombra. Sólo quería llegar. El tramo del río se me ha hecho eterno. Sólo he respirado cuando he visto a mi hijo, justo antes de bajar a la rampa. Le he abrazado y ya me he ido hacia meta.

Cinco años hacía que no terminaba un maratón. Cinco años soñando con llegar a la pasarela antes de entrar a meta. Cinco años pensando cómo sería este momento, cómo lo celebraría, cómo me resarciría de tanta frustración.

No lo he disfrutado. Iba muy justo. Sólo quería llegar. Sólo miraba la meta. Y ésta no se acercaba. Me quedaban cien metros, noventa y nueve, noventa y ocho… Milagrosamente, la meta ha llegado. ¿Felicidad? No. Alivio. Y dolor. Y mal cuerpo.

Casi peor que los últimos kilómetros ha sido salir del recinto. Más de media hora andando, o mal andando con el dolor de piernas que tenía. Mareado, me he bebido y me he comido todo lo que me han dado. No quería pararme y tumbarme porque igual me sacaban en ambulancia.

Por fin he salido. Fuera estaba mi hijo esperando. He buscado una fuente. He bebido. Me he mojado la cabeza. -¿Te importa que me tumbe? A ver si me recupero por lo menos para llegar a casa.

Y mi hijo, que es un cabronazo, ha querido dejar constancia del momento.

A partir de ahí, he empezado a sonreír. Y he empezado a disfrutar lo que había hecho, lo que había vuelto a hacer. La maratón es la carrera que despierta los sentimientos más intensos, para bien y para mal. Y ha esperado a que me recuperase. Y he empezado a emocionarme. –Lo has vuelto a hacer, Car. Lo has vuelto a hacer.

Y cada minuto que pasa más estoy en una nube. Sé que esto dura dos días, que me esperan tres de odiar las escaleras, pero no me importa. Es más, he echado tanto de menos las agujetas maratonianas que hasta las estoy deseando.

Y en mi felicidad pienso en mi hijo, que hoy estaba en todas partes; en la avenida del Puerto, con Sanfélix, Lucía y Larry (no falláis nunca), con Ana (¿ves como tenías que bajar?). Pienso en los climaturios, ubicuos, especialmente Ramón. Pienso en los que han estado con la aplicación, siguiéndome. En los que han estado pendientes. Y la emoción sube. Y el agradecimiento. Corro para mí, no lo voy a negar. Pero no correr solo, sentir tanta compañía, hace que cruzar la meta sea mucho más especial.

Y mi orgullo queda saciado. Fui de revés en revés, pero hoy, sufriendo, he ganado yo. Diecisiete cinco (en cuatro décadas distintas, por cierto). Hoy río yo. Y no río solo por mí. Río también por una persona que siempre trató de apartarme del maratón pero que nunca falló en Blasco Ibáñez para verme pasar y animarme. Hoy no ha podido estar. Pero no por ello ha dejado de ser porque nunca dejará de ser. Y sé que, entre reproches, hoy también habría reído. Y su risa es hoy también mi compañía. Y mi alegría.

3 comentarios:

GARRATY dijo...

No pienso comentar nada sin antes decir que eres muy grande, pero mucho.
Y después, pues que eres un pedazo de ejemplo, que no has perdido la esperanza aunque seguro que por el camino te has desesperado. Y que me alegro un huevo de que te hayas ganado el derecho a pisar esa pasarela y cruzar esa meta.
Algún día...

Fer dijo...

Épico

El Impenitente dijo...

Jose, recuérdame cuando nos veamos que te dé un abrazo que te rompa las costillas. Tú sí que eres grande. Y ser tu amigo, un privilegio. Y por supuesto que algún día...

Y claro que épico, Fernando. Si Homero viviera ahora no escribiría sobre guerras en Troya o sobre Ulises. Escribiría sobre nosotros y nuestras proezas.

Muchas gracias a los dos. De corazón.