El año pasado, por fuerza, lo hice el sábado por la mañana. Y este año repetí. Fue menos solemne. Fue más festivo. Programan varios actos (para runners de manual) en el viejo cauce del Turia y, la verdad, da alegría ver al río con tanta gente de tantas nacionalidades. Bajé al río por el Jamonero, subí hasta el puente de la Mar y volví por donde había ido. No sé si escuché hablar en español en algún momento. Las camisetas que llevaban con los me crucé no las tenía controladas. Y es bonito vivir un momento así.
También te cruzas esa mañana con los atletas de élite. Son muy fáciles de distinguir. Por la velocidad a la que trotan, por el color de su piel y porque su peso se da en gramos y no en kilogramos. Es fascinante verlos. Esa facilidad. Esa ligereza. Y esa rapidez. Aun yendo despacio.
Estando a punto de salir del río vi a un grupo de gente haciéndose fotos. Al pasar a su lado me fijé en ellos.
Y entonces lo vi.
En el medio.
Menudo.
Tímido.
Amable.
Sonriente.
Era Kenenisa Bekele.
Era Bekele.
Me clavé. Y me quedé mirándolo. Embobado. Extático.
Me sacó de mi ensimismamiento un chaval con cara de hooligan inglés que me pidió si podía fotografiarle junto a él (Él).
No sé cómo hice la foto. Me temblaban las piernas.
Le devolví el teléfono al chaval. Me dio las gracias y me deseo salud (qué majete). Me aparté tres metros y volví a fijar mi mirada en él (Él).
Igual tenía la boca abierta.
Sí sé que los ojos se me llenaron de lágrimas.
Joder, es que era Bekele. ¡ES QUE EL TÍO QUE TENÍA A MENOS DE CUATRO METROS ERA KENENISA BEKELE!
No sé cuánto tiempo más estuve allí.
No dejó ni un momento de hacerse fotos. Ni una mala cara. Ni un mal gesto.
Me fui a casa.
Y se lo conté a todo el mundo.
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