Mi hijo ha empezado este año la misma carrera que yo hice. No era su primera opción. Ni siquiera la segunda ni la tercera. Pero ahí fue donde lo admitieron. Me alegré mucho, no voy a mentir. Que lleguemos a ser colegas…bueno, aún queda. También sentí miedo. La experiencia no se transmite y, aunque hablé mucho con él para que aprendiera de mis errores, rara vez se escarmienta en dolor ajeno. Y tampoco me gustó demasiado que yo fuese el listón de mi hijo. No es que estuviera demasiado alto y llevo demasiado tiempo observándolo como para dejar de confiar en él. Pero una cosa es subir montañas de cuatro mil metros y otra es irte al Himalaya/Politécnico a subir ocho miles. Y siempre entra la duda.
Duró poco la duda. Mi hijo es mejor que yo. Mucho mejor. Y me enorgullece el decirlo. Cómo ha entrado en la Escuela. Con qué rapidez ha entendido y ha aprendido las reglas del juego universitarias. Cómo se ha adaptado. Cómo ha afrontado cada una de las asignaturas. Cómo está trabajando. Con qué respeto. Con qué madurez. Sin miedo. Sin excusas. Y los resultados están llegando. Y, como he dicho, estoy más que orgulloso. Ojalá hubiese sido yo como él. Ojalá. Tendría otro recuerdo muy distinto de aquellos años. Los habría ganado para mi memoria, no como ahora, que están llenos de momentos tristes y bochornosos. Aunque, para bochorno, haber dudado de ti. Haber sentido miedo por tu llegada a la Escuela. Haber pensado que podrías cometer mis mismos errores. Porque tú, hijo mío, estás hecho de una pasta mucho mejor que la mía. Porque tú, hijo mío, eres extraordinario.
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