El Indio planteó aquel ejercicio por equipos. Nos agrupó. Teníamos que leer dentro del grupo cada uno su texto, se elegía al mejor y éste sería el que se expondría al resto de la clase.
Fueron leyendo mis compañeros. Leí el mío. Triunfó. Sólo faltaba Mao por leer el suyo. No lo leyó. No lo había escrito. Y nos pidió que lo eligiésemos a él, que lo tendría preparado para el día de la exposición y así evitaría la vergüenza y el suspenso.
Eso hicimos. En estos casos nunca se sabe bien qué hacer. En realidad, sí. El que no ha cumplido debiera ser arrojado a los pies de los caballos. Pero hay una norma no escrita de compañerismo y de hoy por ti, mañana por mí o como lo queramos llamar que hizo que lo amparásemos y…bueno. Mi redacción no pasó a la final.
Mao entonces no era mi amigo. Jugábamos en el mismo equipo de futbito, pero amigos no éramos. Luego sí. Y mucho. Y lo seguimos siendo. Es miembro de la cuadrilla del futbolín (de hecho, es el dueño del futbolín). Nunca le he recordado esto porque Mao a duras penas recuerda lo que hizo el día anterior. Como para contarle algo que pasó en 1982. Pero yo no lo he olvidado. Y cuando Mao leyó en público su puta mierda de redacción yo rabiaba en mi pupitre. Porque la mía era mejor. Y no sólo eso. Mao, yo tenía algo que contar. Y estaba deseando hacerlo. Y esa frustración de no haberlo hecho me sigue acompañando. Mao, una cosa es lo que te quiero. Y otra es lo que te hubiera hecho y aún te haría.
1 comentario:
Házselo. Y luego le quitamos un takoyaki sin que se dé cuenta.
Publicar un comentario