Flannery O’Connor. “Cuentos completos”. Más de ochocientas páginas. Treinta y un relatos. Han sido meses de compañía. Un libro que he leído de manera intermitente, intercalando otros entre relato y relato. La desazón que nos deja despedirnos de un libro que no ha sido un libro más se ve aumentada por el tiempo que hemos estado juntos. Ahora pasará a la estantería de los libros donde vivirá una paz aparente porque, dentro de sus páginas, se esconden historias complejas, tormentosas, divertidas, terribles. Y, antes de llevarlo, quisiera dejarle cuatro líneas de despedida.
Descubrí a Flannery O’Connor en la Blogosfera, cuando un antiguo morador de criterio fiable incluyó uno de la citada en una relación que hizo de sus relatos favoritos. Lo leí y puse a O’Connor en la lista de autores pendientes. Y nunca se cruzó en mi camino (yo no busco libros. Los encuentro) hasta mayo del año pasado. Competía mi hijo en Castellón, en una piscina que tiene un centro comercial enfrente. Llegamos, como siempre, pronto, para el calentamiento. Me dijo Pérez (que no sé si ha estado en Mallorca) que se iba a ver si le compraba algo a su mujer para el Día de la Madre. Yo tampoco tenía nada, así que me fui con él. Entramos en una librería. Y allí estaba la buena de Flannery. Sabía que no había muchas posibilidades de que fuese un buen regalo (los gustos de Ana son otros) pero me la jugué. Si le gustaba, valía como regalo. Si no, quedaba como pendiente. Sigue pendiente, pero Flannery ya estaba en mi mesita.
Flannery O’Connor murió joven, a los treinta y nueve años. Estadounidense, del sur (Georgia) y muy católica (como he leído, ser católica en Georgia es como ser protestante en Sevilla), hizo vida universitaria hasta que la diagnosticaron lupus. Se recluyó en una granja junto a su madre y junto a sus muletas, donde se dedicó a escribir, a recibir visitas y a criar pavos reales. Su relación con el mundo fue epistolar. Y, como toda persona que murió joven, lo que hizo no logra evitar que pienses en lo que dejó por hacer.
A O’Connor se la etiqueta dentro del “Gótico sureño” junto a Faulkner y otros. Y, como Faulkner, se dedica a contar historias de su pueblo. Como narradora es maravillosa. Siempre escribe en tercera persona. Cuenta las historias desde fuera pero de una manera muy cercana. Sabes lo que siente y lo que piensa cada uno de los personajes. Pero ella sólo narra. No juzga. No opina. No te predispone. Narra. Y dentro de sus relatos, en algunos no terminas de entender bien qué ha pasado y te quedas desconcertado. Pero no es frecuente. Son historias rurales, algunas veces en la ciudad, incluso en el norte, donde el contraste y el desarraigo son descarnados, con personajes de todo pelaje, blancos y negros, muchas veces rayando lo extremo. Historias donde la ingenuidad, la estupidez o el buenismo terminan siendo fatales, donde la muerte es siempre una posibilidad. Relatos polvorientos, sombríos, con personajes que hablan con acento muy marcado, con frases muy cortas, en lugares donde hubo tiempos mejores y donde el presente y el progreso son mirados como una traición al pasado. Y al cerrar el libro por última vez dejo ese mundo con toda la tristeza de una despedida y todo el dolor de la nostalgia. Flannery O’Connor, gracias. Mi estantería de libros leídos vale hoy más que ayer.
sábado, 23 de febrero de 2019
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Pues eso: gracias.
De nada, señor de Olmedo.
Publicar un comentario