Cormac McCarthy. “La carretera”. Lo tenía en mis manos. Rebuscando entre los libros amontonados había aparecido. No había leído nada de McCarthy. Tampoco tenía ninguna referencia sobre este libro. Pero algo había en él que me resultaba atractivo (era baratísimo). Y lo compré. Y pasó a ocupar su lugar en la estructura FIFO que forman los libros pendientes apilados en mi mesita de noche.
No te va a gustar ese libro. De hecho, no vas a ser capaz de terminártelo. Esto me lo dijo Ana. No fue una provocación. Sabe lo poco que me gusta sufrir. A ella sí que le había gustado. Tiene más aguante. Lo tomé como una advertencia, aunque tampoco me desanimó. Ya hace mucho que superé aquello de que tenía que terminarme sí o sí cualquier libro que comenzase. Y “La carretera” siguió en el montón avanzando hacia su momento.
Llegó. Empecé. Vi que Ana no iba desencaminada en lo de ser capaz de terminármelo. Sí que lo estaba en lo de que no me iba a gustar. Fui directamente al final. Lo leí. Y, viendo cómo era éste, decidí volver a empezarlo.
Me he leído el libro. Y si digo que me ha parecido un libro muy bonito quizá alguien me lo eche en cara. ¿Un libro bonito escrito a base de brochazos descarnados, de frases crudas, de imágenes lacerantes? Sí. ¿Un libro bonito en un mundo lleno de cenizas, sin vida, donde las bandas de caníbales acechan, donde la comida es escasa? Sí. Lo es. ¿Un libro bonito donde hay dos escenas tan terribles como la de los encerrados en el sótano, uno de ellos sin piernas, o la del recién nacido carbonizado? Si. Muy bonito. ¿Un libro bonito donde la enfermedad, la muerte y el suicidio están en cada paso? Sí. Así me lo ha parecido. Es la historia de un padre y un hijo. Y luego seguirá la del hijo, una historia que no está escrita en el libro pero que, a pesar de que no tiene la más mínima posibilidad, seguro que también será una historia bonita. Y así me gusta imaginármelo. Y creérmelo.
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