Fiestas de septiembre en la aldea del Secarral. El bar de la piscina está lleno de gente. La mayoría son chavales. La gente joven ocupamos algunas mesas. De fondo suena música. El ritmo es el de siempre, algo así como pom, popom, pom, pom. Lleva años sonando el mismo ritmo por esos altavoces. Si digo que es reggaeton probablemente sea cierto o a lo mejor no, pero es una forma de describir lo que, a mi entender, es la misma canción con distintos títulos (me pasa igual con Ketama o Manolo García). De repente, al comienzo de una canción que, sospecho, debe de ser distinta de la anterior, la chavalería se vuelve loca y empiezan todos a bailar como endemoniados. La gente joven miramos el espectáculo como quien observa un episodio del “National Geographic”. Los posesos ni reparan en nosotros. Somos invisibles para ellos.
“El rock ha muerto”- dijeron Nick Cohn y Richard Meltzer a finales de los sesenta. Se ganaban la vida como críticos musicales y no como adivinos. Aunque, si aún están vivos, los imagino sacando pecho. Porque, lo que está claro, no es que el rock (o el pop) haya muerto, pero sí que está en una estantería apartada no muy lejos del jazz, los boleros, los corridos, los tangos, el soul o la bossa nova para consumo de la generación del Baby Boom (llevamos unas cuantas décadas sosteniendo el sistema y, dentro de poco, ¿quién nos sostendrá a nosotros?). Les ha costado cincuenta años tener razón (o algo parecido) pero, oye, todo llega (desde aquí vaticino el final del petróleo, del fútbol y de la energía eléctrica). Y es cierto, somos minoritarios. Y nos emocionamos cuando citamos a Otis Redding o a Elvis Presley y nuestro interlocutor no nos mira como a la momia de Tutankhamon. Y nos sentimos como un grupo de irreductibles en posesión de la verdad absoluta con la certeza de que esa verdad, irremediablemente, se extinguirá con nosotros.
Los Beatles grabaron todos sus discos durante la década de los sesenta, por lo que, durante la década presente, se ha ido celebrando el quincuagésimo aniversario de cada uno de ellos. Este año 2018 le tocaba el turno al “Álbum blanco”, el, en mi opinión, segundo mejor disco de los Beatles (el año que viene le toca al mejor). Un disco doble con treinta canciones, doce de ellas portentosas, diez fabulosas, cuatro buenísimas, tres apañadas y “Revolution 9”, un disco que me lleva acompañando desde mis quince años y que me sigue emocionando, un disco con el que me entretenía echando campeonatos (octavos, cuartos (repescando al mejor eliminado), semifinal y final), un campeonato en el que jugaban todos contra todos y donde siempre ganaba “Savoy truffle”. Y habrá que celebrar dicho aniversario o, al menos, reseñarlo aquí en mi atalaya y hacerlo, como miembro de la minoría, reivindicándolo desde la supremacía intelectual y moral que tengo sobre todos vosotros que llegáis al paroxismo con distintos subproductos. Y no me arredra el ser invisible o que, si llegáis a mirarme, lo hagáis con un gesto similar al que ponían los que oían llamar melenudos a los Beatles. Porque absolutamente nada de lo que escucháis le llega a la suela de los zapatos al “Álbum Blanco”. Porque cualquier ruido de “Revolution 9” vale más que vuestro pom, popom, pom, pom. Y no discuto que el rock y el pop vayan a morir con nosotros. Lo que no sabéis es que ésta será vuestra condena. Ni lo sabréis. Ignorantes.
jueves, 27 de diciembre de 2018
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2 comentarios:
Bueno, no hace mucho apareció en escena musical una tal Zaz. ¿La has escuchado?
Y fíjate, que siendo nueva, gustó de frotarse con dinosaurios tales como Johnny Halliday y Charles Aznavour. Le hizo un guiño a Maurice Chevalier "Paris, sera toujours Paris, la plus belle ville du monde...
¿Es anecdótico o puntual? No lo sé. Veremos.
No la conozco. Seguiré tu recomendación y la pondré en la lista. Gracias.
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