El año dos mil catorce fue el peor de mi vida desde el punto de vista laboral. Tras dieciocho años en el hierro y en la construcción, la crisis me hizo sentirme como si fuera un experto en fabricar televisores en blanco y negro, es decir, experto en algo que ya no existía. Se abrió otra puerta en otro sector y con otro puesto y para allá que me fui. El trabajo en sí no estaba mal. El problema era el ambiente que se respiraba. Aquello era el mal por el mal. Las directrices desde arriba no eran tanto cumplir los objetivos como mantener una atmósfera angustiosa y un sistema basado en el miedo y en la desconfianza. El mal por el mal, repito. No dormí mucho aquel año pensando en el follón del día anterior y en el que seguro tendría al día siguiente. A principio de dos mil quince tuvieron, por fin, el detalle de echarme. Me dijeron que no me había adaptado y era cierto. No mencionaron que toda la producción había salido siempre en plazo y con la calidad exigida, aunque ése supongo que era un tema menor. Pero el sentimiento de culpa, herencia de la educación judeo cristiana recibida (qué bien suena lo de judeo cristiana), nunca dejó de acompañarme. Realmente pensé que aquel año no era más que el castigo que merecía por todos mis pecados pasados y, en vez de coger un subfusil y liarme a tiros, pues resignación y para adelante. Penitencia pura y dura. (¿El Impenitente?). Y cuando sonó el teléfono y me dijeron que subiese un momento. Cuando el gerente, con gesto compungido, empezó a hablar. Cuando le dije que no hacía falta que dijese nada y firmé todos los papeles que me puso delante sin ni siquiera leerlos ante su mirada atónita. Cuando recogí mis cosas y me fui sin despedirme de nadie. Cuando cerré la puerta y comencé a llorar de rabia mientras sentía que aquella noche por fin podría dormir, decidí que aquel año dos mil catorce quedaba clausurado, que pecados y penitencias quedaban compensados y que detrás de aquella puerta se quedaba todo y, como Santa Teresa, me sacudí los pies porque, de allí, ni el polvo del camino.
Otra penitencia que soporté aquel año fue que la radio estaba siempre puesta en el trabajo. Variaban de emisora pero allí sufrí todos los programas matinales de graciosos que no tienen gracia. Y también descubrí al inefable Javier Cárdenas y su ego desorbitado. Porque si todos los programas eran repulsivos el de Cárdenas, además, era estomagante. Si todos ofendían a la inteligencia (Michael Corleone: ese hombre) el de Cárdenas también atacaba a la boca del estómago. Y todos aquellos programas también se quedaron tras aquella puerta. Todos aquellos programas cayeron tal y como me sacudí los pies.
Pues aquella empresa ha cerrado. Me enteré esta semana. No gesticulé. No más pecados. No más penitencias. La educación judeo cristiana recibida me imposibilita alegrarme del mal ajeno. No soy un resentido. No siento rabia. “A todo cerdo le llega su San Martín” no figura en mi refranero. No. Pensemos en otra cosa.
Y lo intento. Al fin y al cabo, ¿qué más me da? Pero claro, el destino me pone trampas. Y voy por la calle y veo por la tele a Cárdenas. Y los pensamientos se encadenan. Y se empieza por Cárdenas y se termina pensando en unos cuantos hijos de la grandísima puta que deben de estar ahora jodidos y bien jodidos. Y comienzo a sentir un calorcillo que podría identificarse con el regocijo. Pero no. Lo sofoco. No puedo traicionar a mi educación. Es más, no puedo permitir que Cárdenas con su presencia pueda llegar a generarme un sentimiento positivo. Hay que pensar en otra cosa. Pensemos en otra cosa.
Que se jodan.
viernes, 16 de marzo de 2018
No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno. No está bien alegrarse del mal ajeno.
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