El maravilloso mundo de la mediana edad. Capítulo primero

Hoy: las lentes progresivas.

Me pusieron gafas a los catorce años. No fui un niño gafotas aunque llegué a tiempo de ser llamado cuatro ojos, lupas, Mortadelo, Pepe Leches y demás. Desde los catorce el primer gesto que hago al levantarme es estirar el brazo, coger las gafas de la mesita y ponérmelas. Nunca he llevado lentillas ni nunca me he planteado el operarme. Mi cara es inconcebible sin gafas. Mi cara sin gafas es una cara mutilada.

Mi historia visual transcurrió desde entonces sin sobresaltos. Me cambiaba de gafas cuando me aumentaba la graduación o cuando me paraban por la calle los anticuarios interesándose por el modelo que lucía. Siempre he llevado monturas metálicas pues mi nariz con gafas de pasta parecería un disfraz de carnaval o el símbolo de los Gomaespuma. He sufrido en los duros inviernos del secarral el tener que entrar a los sitios quitándome las gafas pues éstas se empañaban y que me planten huellas dactilares (que no digitales) en cualquiera de las lentes me sigue poniendo de muy mala leche.

Hará algo más de un año empecé a ver mal de cerca con las gafas puestas. Comentando con unos y con otros el diagnóstico parecía claro pero decidí ir al oftalmólogo, entre otras cosas porque llevaba más de veinte años sin visitar uno. Me tomó los datos.

-Usted dirá.
-Pues que no veo un pijo de cerca.
-¿Qué edad tiene?
-Voy a cumplir los cuarenta y cuatro.
-¿Y qué espera?

Presbicia. Vista cansada. Se ve que es impepinable. Se ve que es algo de lo que nadie se libra. Me recomendó aguantar un tiempo antes de ponerme las progresivas y así he estado un año con gafas de quita y pon pues cada vez que tenía o quería leer algo me las tenía que quitar. Y por muy interesante que uno se ponga en el momento de quitarse las gafas el hecho de leer situando los ojos a tres milímetros del papel es de todo menos elegante y sofisticado por lo que, al final, y como tributo al dandismo, sírvame unas lentes progresivas y llámeme viejo.

El caso es que hasta ahora todo había sido muy fácil. Todo había sido muy simple. Con gafas veía. Sin gafas no veía. No hacía falta ir a Salamanca para llevar gafas. Pero con las progresivas es distinto. Para llevar progresivas sí es necesario ir a Salamanca. Y aquí me ves pidiéndole prestado a Salamanca lo que natura non me ha dado. Porque con las progresivas hay que pensar. Con las progresivas hay que apuntar para ver. Y te pasas todo el rato experimentando con la posición de cabeza y de ojos hasta que logras enfocar el objeto. Porque para mirar ya no sólo hay que mover los ojos. Ahora hay que mover también la cabeza. Y aquí es donde aparece el gran drama de llevar lentes progresivas: no se ve por el rabillo del ojo. Se perderá mi rabillo del ojo. Se atrofiará. Se caerá. Y yo con mi rabillo del ojo he hecho maravillas y me lo he pasado fabulosamente y ahora tendré que girar la cabeza y ya no seré discreto y ya no será lo mismo y, por vergüenza y por pudor, me perderé infinidad de cosas. ¿Cómo podré sobrevivir en primavera y en verano sin mi rabillo del ojo? El maravilloso mundo de la mediana edad. Capítulo segundo. Hoy: la pérdida del rabillo del ojo. ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?